No puedo arriesgarme a permitir que otras personas conozcan mi identidad.

–¿Dónde y cuándo podemos encontrarnos? – quiso saber Tarzán.

El comunicante le dio el nombre y la dirección de una taberna de los muelles de Dover, un establecimiento frecuentado por marineros.

–Vaya allí esta noche -concluyó el hombre-, hacia las diez. Si se presenta antes de esa hora, no adelantará nada. De momento, su hijo no corre peligro y puedo llevarle a usted, sin que nadie se entere, al lugar donde lo tienen secuestrado. Pero tenga buen cuidado en venir solo. Y que no se le pase por la cabeza, bajo ninguna circunstancia, avisar a Scotland Yard. Sepa que le conozco y que le estaré observando continuamente.

»Si le acompaña alguien o si detecto la presencia de individuos que me huelan a agentes de policía, no me acercaré a usted y se le habrá esfumado la última oportunidad de rescatar a su hijo.

Sin pronunciar una palabra más, el hombre colgó.

Tarzán refirió a su esposa lo esencial de aquella conversación.

La mujer le suplicó que le permitiera acompañarle, pero él argumentó con firmeza que ello podía redundar en perjuicio del resultado, puesto que daría pie al comunicante para cumplir su amenaza de negarse a ayudarles en el caso de que el hombre-mono no acudiera solo a la cita. De forma que se separaron y Tarzán partió en seguida hacia Dover, mientras lady Greystoke se quedaba en casa, ostensiblemente, a la espera de que su marido le notificara el desenlace de la operación.

Poco podían suponer lord Greystoke y su esposa las contrariedades que les reservaba el destino antes de que volvieran a reunirse, o lo remoto que… Pero, ¿por qué adelantarse a los acontecimientos?

Tras la marcha del hombre-mono, Jane Clayton estuvo diez minutos paseando inquieta de un lado a otro sobre la suave alfombra de la biblioteca. Verse despojada de su primogénito le destrozaba el corazón. Su cerebro era un angustiado torbellino de esperanzas y temores.

Aunque la razón le decía que todo saldría bien si, conforme a las instrucciones del misterioso desconocido, Tarzán acudía solo a aquella cita, el instinto no le dejaba desterrar de la mente la alarmante idea de que enormes peligros acechaban a su esposo y a su hijo.

Cuantas más vueltas le daba en la cabeza a aquel asunto, mayor era su convencimiento de que la llamada telefónica que acababan de recibir no podía ser más que una añagaza para mantenerlos mano sobre mano, sin hacer nada, hasta que los secuestradores tuviesen tiempo de ocultar al niño en un lugar seguro o llevárselo fuera de Inglaterra. Aunque también cabía la posibilidad de que se tratara de un reclamo para atraer a Tarzán y que cayese en poder del implacable Rokoff.

Al irrumpir tal pensamiento en su cerebro, lady Greystoke se detuvo en seco, desorbitados de terror los ojos. La sospecha se convirtió instantáneamente en certeza absoluta. Miró el gran reloj que en uno de los rincones de la biblioteca marcaba el transcurrir de los minutos.

Era demasiado tarde para coger el tren de Dover que pensaba tomar su esposo. Sin embargo, poco después salía otro que le permitiría llegar al puerto del canal con tiempo para presentarse, antes de la hora acordada para la cita, en la dirección que el desconocido había dado a Tarzán.

Convocó a la doncella y al chofer y les dio una serie de rápidas instrucciones. Diez minutos después atravesaba las rebosantes calles de Londres, rumbo a la estación de ferrocarril.

Eran las diez menos cuarto de la noche cuando Tarzán entraba en el tabernucho de los muelles de Dover. Se disponía a adentrarse por el maloliente local cuando una figura embozada se cruzó con él, camino de la calle.

–¡Acompáñeme, señor mío! – le susurró el desconocido.

El hombre-mono dio media vuelta y siguió al individuo a un callejón sumido en la penumbra al que la costumbre había dignificado aplicándole el título de pasadizo. Una vez allí, el individuo se adentró en la oscuridad, hacia un lugar cerca de un embarcadero en el que fardos, balas, cajas y barriles se elevaban hasta bastante altura y proyectaban densas sombras. El hombre se detuvo allí.

–¿Dónde está el niño? – preguntó Greystoke.

–En aquel pequeño vapor cuyas luces puede usted ver allá lejos -respondió el desconocido.

Los ojos de Tarzán trataron de atravesar la oscuridad para distinguir las facciones del sujeto, pero no reconoció en él a nadie a quien hubiera visto antes. De haber adivinado que su guía era Alexis Paulvitch hubiese comprendido al instante que en el espíritu de aquel hombre sólo podía haber traición y que el peligro estaría acechándole en cada paso que diera.

–Nadie lo custodia ahora -prosiguió el ruso-. Los secuestradores se consideran completamente seguros de que no los van a descubrir y salvo un par de tripulantes, a los que he proporcionado suficiente ginebra para que permanezcan callados unas cuantas horas, nadie se encuentra a bordo del Kincaid. Podemos subir al barco, coger al niño y regresar a tierra sin el más leve temor.

Tarzán asintió.

–Adelante, pues -dijo Tarzán.

El guía le condujo hasta un bote amarrado al embarcadero. Ambos subieron a la barca y Paulvitch se aplicó a los remos. El bote surcó las aguas con rapidez, rumbo al buque. El negro humo que despedía la chimenea del vapor no sugirió en aquel momento absolutamente nada a Tarzán. En lo único que pensaba era en que, dentro de unos instantes, se materializaría su esperanza de tener de nuevo a su hijo en los brazos.

En el costado del barco vieron una escala cuya parte inferior quedaba a su alcance y los dos hombres treparon sigilosamente por ella. Una vez en cubierta, se desplazaron apresuradamente hacia la popa, donde el ruso señaló con el dedo una escotilla.

–Ahí tienen encerrado al niño -dijo-. Será mejor que baje usted a buscarlo, ya que es posible que si le coge un extraño se asuste y se ponga a llorar. Permaneceré de guardia aquí.

Tan angustiosos eran los deseos que tenía Tarzán de rescatar a su hijo que ni por un segundo se le ocurrió recelar de las extrañas circunstancias que envolvían al Kincaid. No había nadie en cubierta, aunque era evidente que la caldera estaba encendida y, a juzgar por el volumen de humo que despedía la chimenea, no cabía duda de que el vapor se aprestaba a zarpar. Pero Tarzán no reparó en ninguno de tales detalles.

Con la idea fija de que en cuestión de unos segundos volvería a tener entre sus brazos el precioso cuerpo de su hijito, el hombre-mono se precipitó hacia las tinieblas de las entrañas del buque. Pero no había hecho más que apartar la mano del marco de la escotilla cuando la pesada hoja de madera se cerró estruendosamente sobre su cabeza.

Se dio cuenta automáticamente de que había sido víctima de una celada y de que, lejos de rescatar a su hijo, lo que hizo fue caer él también en poder del enemigo.