Y aunque reaccionó raudo e intentó rápidamente levantar la trampilla, conseguirlo le resultó imposible.

Encendió una cerilla, exploró el lugar donde había caído y comprobó que se encontraba en un compartimento aislado del espacio general de la bodega, al que sólo se podía acceder o salir por el hueco de la escotilla que acababa de cerrarse encima de él. Era evidente que aquel cubículo se había dispuesto ex profeso para que le sirviera de calabozo.

En el compartimento no había ningún objeto ni ninguna otra persona. Si el niño se encontraba a bordo del Kincaid, indudablemente lo albergaban en otro sitio.

A lo largo de más de veinte años, desde la infancia hasta la edad adulta, el hombre-mono había vagado por la selva sin ninguna compañía humana. Durante aquel periodo de su vida, en el que las impresiones se fijan con mayor intensidad, aprendió a aceptar los placeres y los sufrimientos del mismo modo que los animales aceptan los que les corresponden.

Así que en vez de enfurecerse y maldecir al destino, se cargó de paciencia y se dispuso a esperar los acontecimientos, aunque siempre con la mente lista para sacarle el máximo partido a cualquier coyuntura que se presentara susceptible de permitirle salir de aquel trance. A tal fin, examinó minuciosamente aquella celda, tanteó los gruesos tablones que formaban sus tabiques y midió la distancia que le separaba de la escotilla.

Y mientras se entretenía con tales ocupaciones llegó de pronto a sus oídos la vibración de las máquinas y el zumbido de la hélice.

¡El barco se movía! ¿Hacia dónde y a qué clase de destino le llevaba?

Y al tiempo que tales pensamientos surcaban su cerebro, por encima del estruendo de los motores Tarzán captó algo que llenó su ánimo de gélida aprensión.

Desde la cubierta de la nave le llegó, claro y estridente, el chillido de una mujer asustada.

II

Abandonado en una playa desierta

Instantes después de que Tarzán y su guía se hubieran perdido de vista entre las densas sombras del muelle, la figura de una mujer con el rostro cubierto por un espeso velo penetraba en el estrecho callejón y se dirigía con paso rápido hacia la entrada de la taberna que acababan de abandonar los dos hombres.

Hizo una pausa al llegar a la puerta, echó un vistazo a su alrededor y luego, como si tuviese ya la seguridad de haber llegado al lugar que buscaba, cruzó el umbral y se aventuró intrépidamente por el interior de aquel tugurio repugnante.

Una veintena de marineros y ratas de malecón alzaron la cabeza para contemplar el allí insólito espectáculo de una dama vestida con elegancia. Con paso vivo, la señora se acercó a la desaliñada y mugrienta camarera, que se había quedado mirando a aquella afortunada congénere con una expresión en la que la envidia y la antipatía alternaban a partes iguales.

Preguntó la dama:

–¿Ha visto usted hace un momento en este local a un hombre alto y bien vestido, que vino a reunirse con otro? Lo más probable es que ambos se marcharan juntos.

La muchacha contestó afirmativamente, pero no le fue posible precisar la dirección que tomó la pareja de clientes. Un marinero que se había acercado a escuchar la conversación informó de que un minuto antes, cuando se disponía a entrar en la tasca, vio salir de ella a dos hombres que se alejaron hacia el embarcadero.

–Indíqueme la dirección que tomaron -exclamó la señora, al tiempo que deslizaba una moneda en la mano del marinero.

El hombre la acompañó al exterior y uno junto al otro apretaron el paso hacia el muelle; al cabo de un momento vieron un bote que en aquel instante se confundía con las sombras de un vapor fondeado a escasa distancia.

Allí los tiene -musitó el marinero.

–Diez libras si se agencia una barca y me lleva a ese buque -ofreció la dama.

–Rápido, pues -aceptó-, hay que darse prisa si queremos llegar al Kincaid antes de que leve anclas. Lleva tres horas con la caldera encendida, a la espera de ese pasajero. Me lo dijo un miembro de su tripulación con el que estuve de cháchara hace cosa de media hora.

Mientras hablaba, el hombre se dirigió al extremo del embarcadero, donde sabía que estaba amarrado otro bote. Ayudó a la señora a subir a la barca, saltó a bordo él también e impulsó el bote para separarlo del muelle. Pronto estuvieron surcando las aguas.

Al llegar junto al buque, el marinero solicitó su paga y, sin contar siquiera la cantidad exacta, la mujer puso un puñado de billetes de banco en la tendida mano del hombre. Una rápida mirada le bastó al marinero para tener la certeza de que se le había remunerado con esplendidez. Ayudó a la dama a encaramarse a la escala y luego mantuvo el bote al costado del vapor, por si aquella generosa pasajera decidía más tarde que la llevase de vuelta a tierra.

Pero, entonces, el zumbido de un motor auxiliar y el chirrido de un cabrestante indicaron que el Kincaid recogía el ancla. Un momento después, el marinero oyó el rumor de la hélice que empezaba a girar y, lentamente, el vapor se alejó del bote y se adentró por el canal.

Cuando daba la vuelta para remar hacia tierra oyó un grito de mujer procedente de la cubierta del barco.

–Eso es lo que llamo suerte perra -monologó el marinero-. También podía haberme embolsado yo toda la pasta de la ciudadana.

Al subir a la cubierta del Kincaid, a Jane Clayton le pareció que el vapor estaba abandonado. No sólo no se veía el menor rastro de los individuos que buscaba, sino que al parecer no había nadie a bordo. De modo que se apresuró a emprender la búsqueda de su esposo y del niño, a los que, contra toda esperanza, confiaba hallar en el buque. Se dirigió velozmente a la cabina de mando, cuya mitad superior sobresalía por encima del nivel de la cubierta. Mientras se apresuraba por la escalera que descendía hacia la entrada de la cabina, a ambos lados de la cual se encontraban los camarotes de los oficiales, la mujer no se percató de que una de aquellas puertas se cerraba precipitadamente ante ella. Atravesó la cámara principal hasta el extremo contrario y luego volvió sobre sus pasos. Se detenía ante cada una de las puertas, aguzaba el oído y, con toda la cautela del mundo, probaba a levantar el picaporte.

Allí todo era silencio, un silencio profundo, hasta el punto de que su sobreexcitado cerebro temió que la estruendosa alarma de los latidos del corazón repicase por todo el barco.

Las puertas fueron abriéndose una tras otra, sólo para revelar el espacio vacío de los camarotes. Tan absorta estaba la mujer en aquella búsqueda que no se dio cuenta de la súbita actividad que se producía en el buque: el zumbido de los motores, la vibración de la hélice. Había llegado a la última puerta de su derecha y acababa de abrirla, cuando un sujeto corpulento, de atezado semblante, tiró de ella y la introdujo bruscamente en la atmósfera enrarecida y maloliente del interior.

El repentino susto producido por aquel ataque inesperado arrancó un penetrante alarido a la garganta de la mujer; pero el asaltante se apresuró a sofocarlo aplicando violentamente una mano áspera sobre la boca femenina.

–Hasta que nos hayamos alejado de la costa, nada de gritos -dijo el individuo-. Luego podrá desgañitarse a gusto, si quiere.

Lady Greystoke volvió la cabeza y su rostro quedó muy cerca del barbudo y burlón semblante del hombre. Éste aflojó la presión que sus dedos ejercían sobre los labios de Jane Porter. Al reconocer a su atacante, la muchacha dejó escapar un gemido de terror y retrocedió, encogida sobre sí misma.

–¡Nicolás Rokoff! ¡Monsieur Thuran! – exclamó.

–Su rendido admirador -el ruso acompañó sus palabras con una reverencia.

–¡Mi hijo! – se apresuró a preguntar Jane Porter, sin hacer caso del cumplido-, ¿dónde está mi hijo? Devuélvamelo. ¿Cómo puede existir alguien tan cruel -ni siquiera usted, Nicolás Rokoff-, tan completamente desprovisto de clemencia y compasión? Dígame dónde está mi hijo. ¿Se encuentra a bordo de este barco? ¡Oh, por favor, si en su pecho late algo parecido a un corazón, tráigame a mi hijo!

–Si hace usted lo que se le ordene, el niño no sufrirá el menor daño -replicó Rokoff-. Pero no olvide que si usted está aquí, nadie más que usted tiene la culpa. Ha subido a bordo por propia voluntad, de modo que aténgase a las consecuencias.

«Poco podía imaginarme -pensó el ruso para su fuero interno- que la suerte me iba a favorecer con este regalito.»

Salió del camarote, echó la llave a la puerta, dejando a su prisionera encerrada dentro, y subió a cubierta.