¿Qué podía hacer? Los recelos en cuanto a las intenciones del sueco se agolpaban en su cerebro como nubes de insectos. ¿No sería infinitamente peor su situación si se ponía en manos de aquel hombre?

No, peor que con Nicolás Rokoff no podía estar ni siquiera en compañía del mismísimo Satanás; al menos, el diablo tenía fama de ser un caballero.

Se juró una docena de veces que no abandonaría el Kincaid si no se llevaba consigo a su hijo. Sin embargo, continuaba vestida mucho tiempo después de la hora en que solía acostarse. Y tenía las mantas bien enrolladas y atadas con un sólido cordel cuando, alrededor de medianoche, se oyó un sigiloso rasgueo en el paño de la puerta, por la parte exterior.

La mujer cruzó la estancia con paso rápido y descorrió el pestillo. La puerta se abrió sin ruido y la embozada figura del sueco entró en el camarote. El cocinero llevaba un bulto en la mano, que evidentemente eran sus mantas. Alzó la otra mano y cruzó el dedo índice sobre los labios, gesto con el que ordenaba silencio.

Se acercó a Jane.

–Tomi isto -dijo-. Y no alboroti cuando lo via. Is siu heijo.

Ávidas manos cogieron el bulto que llevaba el cocinero y los brazos de una madre angustiada apretaron con su pecho a la dormida criatura, al tiempo que ardientes lágrimas de alegría se deslizaban por sus mejillas y todo su cuerpo se estremecía a causa de la emoción del momento.

–¡Vamos! – apremió Anderssen-. No hay timpo qui pirdir.

Se hizo cargo del rollo de mantas de Jane y, una vez fuera del camarote, cogió el suyo. Luego encabezó la marcha hacia un costado del buque, ayudó a Jane a descender por la escala y sostuvo al niño en brazos mientras la muchacha llegaba al bote que aguardaba abajo. Un momento después, el cocinero cortaba la cuerda que mantenía a la barca amarrada al vapor. Luego se inclinó sobre los remos, que tenían las palas recubiertas de lona para sofocar el chapoteo, y la barca se alejó hacia las sombras que envolvían el río Ugambi, para seguir después aguas arriba.

Anderssen remaba como si estuviera seguro de la ruta por la que navegaba y cuando, al cabo de media hora, la luna atravesó la capa de nubes, su claridad les permitió comprobar que tenían a la izquierda un afluente que desembocaba en el Ugambi. El sueco desvió la proa de la barca en dirección al estrecho cauce del río tributario.

Jane se preguntó si sabría el hombre a dónde iba. La muchacha ignoraba que, en su condición de cocinero del Kincaid, aquel mismo día le habían llevado a golpe de remo hasta una aldea, río arriba, donde trató con los indígenas la compra de provisiones que los negros pudieran venderle. Aquella excursión le permitió explorar el terreno con vistas a la disposición de todos los detalles precisos para la empresa que en aquel momento trataba de llevar a cabo.

Aunque brillaba en el cielo una luna llena, la oscuridad se extendía sobre la superficie del pequeño río. Las ramas de los árboles gigantescos que crecían en ambas riberas se alargaban sobre el agua y el tupido follaje de una enramada se unía en medio del río con la que llegaba de la orilla contraria, para, en el punto de encuentro, formar un gran arco. Bajaba el musgo desde las ramas graciosamente curvadas y enormes plantas trepadoras ascendían hasta las copas, desde el suelo, en alborotada profusión, y después caían ensortijadas hasta casi rozar las apacibles aguas.

De vez en cuando, un impresionante cocodrilo, sobresaltado por el chapoteo de los remos, hendía repentinamente la superficie del río, por delante de ellos. En otras ocasiones, alguna familia de hipopótamos, entre gruñidos y resoplidos, abandonaba un banco de arena para ponerse a salvo en las frescas y seguras profundidades del lecho.

De la espesura selvática, a ambos lados del río, llegaban los escalofriantes aullidos de las fieras carnívoras: el grito demencial de la hiena, el gruñido como afónico de la pantera, el hondo y terrible rugido del león. Y entremezcladas con todos ellos, notas extrañas y un tanto sobrenaturales, que la mujer no podía asignar a ningún depredador nocturno determinado, y que resultaban más aterradoras todavía a causa de su misterio.

Acurrucada en la popa del bote, Jane oprimía al niño contra su pecho. Gracias a aquel ser tierno e indefenso, la muchacha se sentía más feliz aquella noche de lo que lo había sido en el transcurso de muchos días anteriores cargados de dolorosa angustia.

Aunque desconocía el destino hacia el que avanzaba e ignoraba si la mala suerte podía cebarse en ella en un momento u otro, aún se sentía contenta, dichosa y agradecida por disfrutar de aquel instante, aunque fuese muy breve, en que podía tener en brazos a su hijo. Casi no le era posible contener la impaciencia, anhelaba que amaneciese de una vez para poder contemplar de nuevo la preciosa carita y los ojos negros de su Jack.

Forzó la vista una y otra vez, por si la mirada conseguía atravesar la negrura de la noche y así poder ver las queridas facciones del pequeño, pero la máxima recompensa que obtuvieron sus esfuerzos fue la de vislumbrar el contorno de su rostro infantil. Luego, una vez más, apretaba contra su palpitante corazón aquel pequeño bulto cálido.

Faltaría poco para las tres de la madrugada cuando Anderssen dirigió la proa de la barca hacia una orilla, a cierta distancia de la cual, en un claro, se columbraba al tenue resplandor de la luna un conjunto de chozas indígenas rodeado por una boma espinosa.

El sueco tuvo que elevar la voz varias veces, antes de que los del poblado le contestaran. En realidad, si le respondieron fue porque le estaban esperando, tal es el pánico cerval que inspiran a los negros las voces que surgen en la oscuridad de la noche. El cocinero ayudó a Jane Clayton, que seguía con el niño en brazos, a saltar a tierra, amarró el bote a un arbusto y, tras recoger sus mantas y las de la mujer, condujo a ésta hacia la boma.

En la puerta de la aldea, una mujer indígena les franqueó la entrada. Era la esposa del jefe al que Anderssen había pagado para que los ayudara. La mujer los llevó a la choza del caudillo, pero Anderssen dijo que dormirían al raso, de modo que, cumplida su misión, la mujer del jefe se retiró, dejando que se las arreglaran por su cuenta.

Con su forma de hablar hosca y nada fiel a la pureza idiomática, el sueco explicó a Jane que las chozas estarían sucias e infestadas de parásitos, dicho lo cual extendió en el suelo las mantas de Jane y luego desenrolló las suyas a unos metros de distancia y se tumbó, dispuesto a dormir.

Transcurrió un buen rato antes de que Jane Clayton diese con una postura cómoda sobre el duro suelo, pero por fin, con el niño en el hueco de los brazos, logró conciliar el sueño. El agotamiento físico influyó bastante en ello.

Era pleno día cuando se despertó.

A su alrededor se habían congregado una veintena de indígenas curiosos…, hombres en su mayor parte, porque entre los negros esa característica de la curiosidad adquiere su forma más exagerada. Instintivamente, Jane Clayton apretó con más fuerza al niño contra sí, aunque en seguida se dio cuenta de que los nativos no albergaban la menor intención de hacerles daño, ni a ella ni a la criatura.

Lo cierto es que uno de ellos le ofreció una calabaza llena de leche, una calabaza sucia y tiznada de humo, con el cuello recubierto por una gruesa concha de leche reseca, cuyas capas se habían ido superponiendo a lo largo del tiempo. Pero el detalle del indígena conmovió a Jane profundamente y su rostro se iluminó durante unos segundos con una de aquellas casi olvidadas sonrisas radiantes que tanto habían contribuido a hacer famosa su belleza en Baltimore y Londres.

Cogió la calabaza con una mano y, más por no desairar al que se la ofrecía que por otra cosa, se la llevó a los labios, aunque a duras penas pudo contener las náuseas que provocó en su estómago el apestoso recipiente, cuando lo tuvo cerca de la nariz.

Anderssen acudió al rescate.