Tomó la calabaza de manos de la mujer, echó un trago y luego se la devolvió al indígena, acompañada de unos cuantos abalorios azules de regalo.

El sol brillaba con toda su luminosidad y aunque el niño seguía durmiendo, Jane a duras penas podía contener el impaciente deseo de al menos echar un breve vistazo a su querida carita. Los nativos se habían retirado, obedeciendo la orden de su jefe, que ahora conversaba con Anderssen, un poco apartados de la mujer.

Mientras debatía consigo misma si sería o no conveniente alterar el sueño del niño arriesgándose a levantar la manta que lo protegía de los rayos del sol, Jane se percató de que el cocinero hablaba con el jefe de la aldea en el propio lenguaje del negro.

¡El sueco era realmente un personaje extraordinario! Le tenía por ignorante y estúpido, pero en el curso de veinticuatro horas, ayer y hoy, había comprobado que hablaba no sólo inglés, sino también francés, e incluso el dialecto primitivo de la costa occidental.

Creyó que era un hombre egoísta, falso, cruel, indigno de confianza y, no obstante, desde el día anterior no había hecho más que brindarle razones que demostraban que era lo contrario, en todos los aspectos. Pero apenas resultaba concebible que pudiera estar a su servicio de aquella forma sólo por motivos caballerescos. En sus intenciones debía de haber algo más profundo, planes que aún estaban por revelarse.

Le hubiera gustado adivinarlos, y cuando le miró… Cuando observó atentamente los ojos tan juntos y astutos, las facciones tan desagradables, un estremecimiento recorrió el cuerpo de Jane, que tuvo el absoluto convencimiento de que bajo aquel exterior tan innoble y repulsivo no podía haber ninguna clase de virtud elevada.

Mientras le daba vueltas en la cabeza a tales pensamientos, a la vez que dudaba acerca de si era sensato o no descubrir el rostro del niño, un leve gruñido sonó en el interior del bulto que sostenía en el regazo. Al leve gruñido siguió un gorgoteo que inundó de éxtasis el corazón de Jane.

¡El niño se había despertado! ¡Ahora podía quedarse arrobada contemplándole a gusto!

Levantó rápidamente la manta que cubría el rostro de la criatura. Mientras lo hacía, Anderssen no le quitaba ojo.

El cocinero del Kincaid la vio incorporarse, vacilante, al tiempo que apartaba al niño todo lo que le permitía la longitud de sus brazos, fijos los aterrados ojos en la cara regordeta y en los parpadeantes ojos del chiquillo.

A continuación, el sueco oyó el grito lastimero que exhaló la joven, cuando se le doblaron las rodillas y fue a parar al suelo, desvanecida.

X

El sueco

En cuanto los guerreros arremolinados en torno a Tarzán y Sheeta se dieron cuenta de que lo que había interrumpido su danza de la muerte sólo era una pantera de carne y hueso, recobraron la moral en cuestión de segundos, ya que frente al cúmulo de venablos que la rodeaba, hasta la poderosa Sheeta estaba sentenciada.

Rokoff apremiaba al jefe para que ordenase a sus lanceros el inmediato lanzamiento de sus venablos y el negro estaba a punto de obedecerle cuando sus ojos pasaron por encima de Tarzán y siguieron la dirección de la mirada del hombre-mono.

Al tiempo que emitía un alarido de terror, el caudillo indígena dio media vuelta y emprendió veloz huida hacia las puertas de la aldea. Su pueblo quiso conocer el motivo de su terror y al comprobarlo, todos salieron disparados… Por allí, avanzando pesadamente, se acercaban implacables las figuras de los espantosos monos de Akut, cuyas inmensas proporciones se encargaban de exagerar aún más, con su juego de luces y sombras, los rayos de la luna y los resplandores de la hoguera.

En el preciso instante en que los negros giraron sobre sus talones para salir de estampida, el salvaje alarido del hombre-mono se elevó por encima de sus gritos y, en respuesta a la voz de Tarzán, Sheeta y los simios, entre gruñidos, se lanzaron a perseguir a los fugitivos. Algunos guerreros cometieron la imprudencia de volverse para plantar batalla a sus endemoniados antagonistas y lo único que consiguieron fue caer muertos y ensangrentados bajo la ferocidad de las aterradoras bestias.

Otros cayeron durante la fuga y, hasta que la aldea estuvo completamente vacía de indígenas y el último de éstos hubo desaparecido en la floresta, no llamó Tarzán a su lado a la salvaje tropa. Y entonces tuvo el disgusto de comprobar que no había forma de hacer comprender a ninguno de aquellos animales, ni siquiera al relativamente inteligente Akut, que lo que deseaba era que le librasen de las ligaduras que lo mantenían sujeto al poste.

Con el tiempo, naturalmente, la idea acabaría por filtrarse en sus obtusos cerebros, pero hasta que eso ocurriera podían suceder muchas cosas, incluido el posible regreso de los negros, con refuerzos que les permitiesen reconquistar el poblado. Desde las ramas de los árboles, los blancos, con sus fusiles, podían también ir abatiendo a los monos uno a uno. Y hasta podían morir de hambre todos antes de que los estúpidos simios comprendiesen que lo que Tarzán deseaba era que royeran sus ligaduras hasta romperlas.

En cuanto a Sheeta… la capacidad de comprensión del enorme felino era inferior incluso a la de los simios, aunque Tarzán no podía por menos de maravillarse por las notables cualidades de que había hecho gala la pantera. Que sentía verdadero afecto por él era algo de lo que poca duda podía existir, porque una vez se quitó de en medio a los negros, Sheeta procedió a pasear despacio de un lado a otro, junto al poste, mientras frotaba sus costados contra las piernas del hombre-mono y ronroneaba como un gato contento y feliz. Que la pantera fue por propia iniciativa y voluntad en busca de los simios para que acudieran en auxilio de Tarzán era algo de lo que éste no tenía la menor duda. Su Sheeta era realmente una joya entre los animales de la selva.

La ausencia de Mugambi no dejaba de preocupar un poco al hombre-mono. Intentó enterarse a través de Akut de lo que había sido del negro, temiéndose que las fieras, libres del freno que representaba la presencia de Tarzán, se hubiesen precipitado sobre el hombre y lo hubieran devorado, pero la respuesta del simio a todas las preguntas que le hizo en tal sentido consistió en señalar hacia el punto por el que habían salido de la selva.

Tarzán pasó toda la noche amarrado a la estaca y, poco después del alba, sus temores empezaron a convertirse en realidad: descubrió los movimientos sigilosos de unas figuras negras, desnudas, que, más o menos temerosas, se atrevían a asomar por la linde de la selva que circundaba el poblado. Los indígenas volvían.

Con la claridad del día, su valor alcanzaría el nivel preciso para impulsarles a atacar al puñado de animales que los habían desahuciado de unas viviendas que les pertenecían por derecho. Si los negros lograban superar sus terrores supersticiosos, el resultado de la lucha se inclinaría indudablemente a su favor, ya que frente a su superioridad numérica, a sus largos y fuertes venablos y a sus flechas envenenadas, la pantera y los simios no podían tener la menor esperanza de sobrevivir a un ataque en toda regla.

Que los indígenas se aprestaban a desencadenar un asalto resultó evidente al cabo de unos instantes, cuando empezaron a dejarse ver en el borde del claro, numerosos y danzarines. Agitaban los venablos y lanzaban desafíos, insultos y gritos de guerra en dirección a la aldea.

Tarzán sabía que aquella farsa carnavalesca proseguiría hasta que los negros alcanzasen la suficiente cantidad de audacia histérica como para sustentarlos durante una breve carga contra el poblado. El hombre-mono dudaba incluso que en el primer intento se atrevieran a llegar hasta las puertas de la aldea. Lo que sí creía era que en el segundo o tercer ataque se lanzarían en masa y entonces sólo podría producirse un desenlace: el exterminio total de los intrépidos pero desarmados e indisciplinados defensores de la plaza.

Tal como había supuesto, en el primer asalto los ululantes guerreros apenas se aventuraron unos pasos por el calvero: bastó uno de los desafiantes y espantosos alaridos del hombre-mono para que los indígenas huyeran a la desbandada y se refugiasen de nuevo en la maleza. Dedicaron la siguiente media hora a dar gritos y saltos, que era lo que los animaba y ponía su valor en el disparadero. Cumplidos esos treinta minutos, repitieron la intentona.

En esa ocasión llegaron hasta las puertas del poblado, pero cuando Sheeta y los espeluznantes monos se precipitaron sobre ellos, los negros no perdieron un segundo en dar media vuelta y huir al refugio de la selva.

Se repitió de nuevo el preludio del baile y el griterío. Tarzán no dudó de que aquella vez irrumpirían en la aldea y completarían una obra que un puñado de hombres blancos decididos habrían culminado con éxito en la primera tentativa.

Era de lo más irritante haber estado tan cerca de la liberación y no alcanzarla sólo porque no pudo conseguir que sus pobres amigos salvajes entendiesen lo que deseaba que hicieran por él. Pero, en conciencia, Tarzán tampoco podía reprochárselo. Se habían portado magníficamente y estaba seguro de que permanecerían a su lado hasta la muerte, en un inútil esfuerzo por defenderle.

Los indígenas se preparaban ya para el ataque. Unos cuantos se habían adelantado unos metros en dirección a la aldea y arengaban a los demás para que los siguieran. En cuestión de segundos toda la salvaje turba atravesaría el claro a la carrera.

Tarzán sólo pensó en el niño, que se encontraría en algún lugar de aquellas soledades salvajes y despiadadas. Le dolía el alma al pensar en su hijo, en cuya busca ya no podría ir y, por consiguiente, tampoco podría salvarlo… Eso y los sufrimientos que atormentarían a Jane era todo lo que agobiaba el valeroso espíritu de Tarzán en aquellos momentos que creía eran los últimos de su existencia. La esperanza de salvación que confiaba iba a llegarle se presentó en el instante supremo… pero al final no estuvo a la altura de las circunstancias.