Que sentía verdadero afecto por él era algo de lo que poca duda podía existir, porque una vez se quitó de en medio a los negros, Sheeta procedió a pasear despacio de un lado a otro, junto al poste, mientras frotaba sus costados contra las piernas del hombre-mono y ronroneaba como un gato contento y feliz. Que la pantera fue por propia iniciativa y voluntad en busca de los simios para que acudieran en auxilio de Tarzán era algo de lo que éste no tenía la menor duda. Su Sheeta era realmente una joya entre los animales de la selva.

La ausencia de Mugambi no dejaba de preocupar un poco al hombre-mono. Intentó enterarse a través de Akut de lo que había sido del negro, temiéndose que las fieras, libres del freno que representaba la presencia de Tarzán, se hubiesen precipitado sobre el hombre y lo hubieran devorado, pero la respuesta del simio a todas las preguntas que le hizo en tal sentido consistió en señalar hacia el punto por el que habían salido de la selva.

Tarzán pasó toda la noche amarrado a la estaca y, poco después del alba, sus temores empezaron a convertirse en realidad: descubrió los movimientos sigilosos de unas figuras negras, desnudas, que, más o menos temerosas, se atrevían a asomar por la linde de la selva que circundaba el poblado. Los indígenas volvían.

Con la claridad del día, su valor alcanzaría el nivel preciso para impulsarles a atacar al puñado de animales que los habían desahuciado de unas viviendas que les pertenecían por derecho. Si los negros lograban superar sus terrores supersticiosos, el resultado de la lucha se inclinaría indudablemente a su favor, ya que frente a su superioridad numérica, a sus largos y fuertes venablos y a sus flechas envenenadas, la pantera y los simios no podían tener la menor esperanza de sobrevivir a un ataque en toda regla.

Que los indígenas se aprestaban a desencadenar un asalto resultó evidente al cabo de unos instantes, cuando empezaron a dejarse ver en el borde del claro, numerosos y danzarines. Agitaban los venablos y lanzaban desafíos, insultos y gritos de guerra en dirección a la aldea.

Tarzán sabía que aquella farsa carnavalesca proseguiría hasta que los negros alcanzasen la suficiente cantidad de audacia histérica como para sustentarlos durante una breve carga contra el poblado. El hombre-mono dudaba incluso que en el primer intento se atrevieran a llegar hasta las puertas de la aldea. Lo que sí creía era que en el segundo o tercer ataque se lanzarían en masa y entonces sólo podría producirse un desenlace: el exterminio total de los intrépidos pero desarmados e indisciplinados defensores de la plaza.

Tal como había supuesto, en el primer asalto los ululantes guerreros apenas se aventuraron unos pasos por el calvero: bastó uno de los desafiantes y espantosos alaridos del hombre-mono para que los indígenas huyeran a la desbandada y se refugiasen de nuevo en la maleza. Dedicaron la siguiente media hora a dar gritos y saltos, que era lo que los animaba y ponía su valor en el disparadero. Cumplidos esos treinta minutos, repitieron la intentona.

En esa ocasión llegaron hasta las puertas del poblado, pero cuando Sheeta y los espeluznantes monos se precipitaron sobre ellos, los negros no perdieron un segundo en dar media vuelta y huir al refugio de la selva.

Se repitió de nuevo el preludio del baile y el griterío. Tarzán no dudó de que aquella vez irrumpirían en la aldea y completarían una obra que un puñado de hombres blancos decididos habrían culminado con éxito en la primera tentativa.

Era de lo más irritante haber estado tan cerca de la liberación y no alcanzarla sólo porque no pudo conseguir que sus pobres amigos salvajes entendiesen lo que deseaba que hicieran por él. Pero, en conciencia, Tarzán tampoco podía reprochárselo. Se habían portado magníficamente y estaba seguro de que permanecerían a su lado hasta la muerte, en un inútil esfuerzo por defenderle.

Los indígenas se preparaban ya para el ataque. Unos cuantos se habían adelantado unos metros en dirección a la aldea y arengaban a los demás para que los siguieran. En cuestión de segundos toda la salvaje turba atravesaría el claro a la carrera.

Tarzán sólo pensó en el niño, que se encontraría en algún lugar de aquellas soledades salvajes y despiadadas. Le dolía el alma al pensar en su hijo, en cuya busca ya no podría ir y, por consiguiente, tampoco podría salvarlo… Eso y los sufrimientos que atormentarían a Jane era todo lo que agobiaba el valeroso espíritu de Tarzán en aquellos momentos que creía eran los últimos de su existencia. La esperanza de salvación que confiaba iba a llegarle se presentó en el instante supremo… pero al final no estuvo a la altura de las circunstancias. No le sirvió de nada. Y aquella última esperanza se volatilizó.

Los negros habían atravesado la mitad del calvero cuando los ademanes de uno de los simios llamaron la atención de Tarzán. El mono miraba hacia una de las chozas. Tarzán dirigió allí la vista. Y vio con alivio infinito la robusta figura de Mugambi, que corría hacia él.

El gigante negro jadeaba pesadamente como si el esfuerzo físico y la excitación nerviosa le hubieran dejado poco menos que exhausto. Se llegó rápidamente junto a Tarzán y en el preciso instante en que el primer indígena alcanzaba las puertas del poblado, el cuchillo de Mugambi cortaba la última de las cuerdas que mantenían a Tarzán ligado al poste.

Sobre el suelo de la calle yacían los cadáveres de los indígenas abatidos la noche anterior por la cuadrilla de simios. De uno de aquellos cuerpos sin vida cogió el hombre-mono un venablo y una estaca. Luego, con Mugambi al lado y los rugientes simios detrás, fue al encuentro de los salvajes, que ya irrumpían en tropel por la puerta de la aldea.

Feroz y sanguinario fue el combate que se desarrolló a continuación, pero al final, los negros del poblado resultaron vencidos en toda la línea, tal vez más por el terror que les inspiraba verse enfrentados a un gigante negro y otro blanco, con los que se aliaban una pantera y los aterradores y colosales monos de Akut, que por su propia incapacidad para superar a la relativamente escasa hueste que se les oponía.

Cayó un prisionero en poder del hombre-mono, que se apresuró a interrogarlo, a fin de averiguar qué había sido de Rokoff y su banda. Cuando le prometió la libertad a cambio de sus informes, el negro le contó cuanto sabía acerca de los movimientos del ruso.

Al parecer, aquella mañana, a primera hora, el caudillo indígena había intentado convencer a los blancos para que volviesen a la aldea y despachasen con sus armas de fuego a la feroz cuadrilla que se había apoderado del villorrio, pero Rokoff demostró tener incluso más miedo aún que los propios negros al gigante blanco y sus extraños compañeros.

Por nada del mundo estaban dispuestos a volver al poblado, ni siquiera a acercarse a tiro de piedra del mismo. Lo que hizo, en cambio, fue alejarse rápidamente con su tropa hacia el río, donde robaron cierto número de canoas que los negros tenían escondidas allí. La última vez que los vieron, Rokoff y sus esbirros se alejaban aguas arriba. De darle a los remos se encargaron los porteadores de la aldea de Kaviri.

De modo que, una vez más, Tarzán de los Monos y su impresionante cuadrilla reanudaron la búsqueda del hijo del hombre-mono y la persecución de su secuestrador.

Avanzaron durante largas y tediosas jornadas a través de un territorio prácticamente deshabitado, para descubrir al final que seguían una pista falsa.