Los efectivos del grupo se habían reducido en tres individuos, tres monos de Akut que cayeron en la refriega de la aldea. Contando a Akut, quedaban ahora cinco grandes simios, además de Sheeta, que seguía con ellos, Mugambi y Tarzán.
El hombre-mono no oyó alusión alguna, ni el menor rumor, acerca de las tres personas que habían precedido a Rokoff: el hombre, la mujer y el niño blancos. Ni por asomo suponía la identidad del hombre y de la mujer, pero la idea de que el niño era su hijo bastaba para mantenerle sobre aquel rastro. Estaba seguro de que Rokoff seguiría al trío, por lo que confiaba ciegamente en que, con seguir al ruso, se iría aproximando al instante crucial en que por fin le iba a ser posible recuperar al niño y apartarle de los peligros y horrores que lo amenazaban.
Tras perder el rastro de Rokoff, al retroceder por el camino que había recorrido en la ida, Tarzán llegó al punto donde el ruso había abandonado el río para adentrarse por la floresta en dirección norte. Ese cambio de rumbo sobre la marcha sólo podía explicárselo Tarzán con la suposición de que las dos personas que llevaban al niño se habían apartado del río por una u otra razón.
Sin embargo, en ninguna parte de su camino pudo obtener información que le indicase de manera clara y terminante que el niño iba por delante de ellos. Ni uno solo de los indígenas a quienes interrogó declararon haber visto u oído nada de la otra partida, aunque todos ellos habían tenido relación directa con el ruso o habían hablado con alguien que la tuvo.
Entrar en contacto y comunicarse con los indígenas le resultaba a Tarzán bastante difícil, porque en cuanto avistaban a los simios que iban con el hombre-mono, los habitantes de la zona huían precipitadamente a refugiarse en la maleza. La única forma que tenía Tarzán de abordarlos consistía en adelantarse a su cuadrilla, mantenerse al acecho y en cuanto localizaba algún salvaje que anduviera por la selva presentarse ante él.
Un día en que llevaba a la práctica tal procedimiento, salió en pos de un desprevenido indígena y cayó sobre él en el preciso momento en que se disponía a lanzar un venablo contra un hombre blanco que se encontraba doblado sobre sí mismo en un bosquecillo de arbustos, al lado del camino. Era un blanco al que Tarzán había visto a menudo y al que reconoció al instante.
En lo más profundo de su memoria tenía estampadas aquellas facciones repulsivas: los ojillos demasiado juntos, la expresión de pícara astucia, el lacio bigote pajizo.
El hombre-mono tuvo automáticamente la certeza de que aquel individuo no se encontraba entre los sujetos que acompañaban a Rokoff en la aldea donde apresaron a Tarzán. Los había visto a todos y aquél no estaba allí. Sólo podía haber una explicación: se trataba del hombre que huía por delante del ruso, con la mujer y el niño. Y la mujer era Jane Clayton. Ahora comprendía perfectamente el significado de las palabras de Rokoff.
La cara del hombre-mono se puso tan blanca como el papel mientras observaba el semblante fangoso y resabiado del sueco. En la frente de Tarzán apareció la ancha cinta escarlata que marcaba la cicatriz de la herida que, años atrás, le produjo Terkoz al arrancar el cuero cabelludo del hombre-mono en aquella lucha a muerte que Tarzán culminó con una victoria que le convirtió en rey de los monos de Kerchak.
Aquel individuo era una presa que le pertenecía… el negro no se la iba a arrebatar. Con la rapidez del pensamiento se abalanzó sobre el guerrero y le apartó el venablo antes de que saliera disparado hacia su blanco. El indígena tiró de cuchillo y dio media vuelta para enfrentarse a aquel nuevo enemigo, mientras el sueco, tendido entre los matorrales, era testigo de un duelo que jamás pudo soñar que vería en la vida: un hombre blanco medio desnudo y un hombre negro medio desnudo peleando a brazo partido, al principio con las toscas armas que empleaban los humanos prehistóricos y después con las manos y los dientes, como los bestiales antropoides de los que surgieron sus primeros ancestros.
Trancurrieron unos minutos antes de que Anderssen reconociese al hombre blanco; pero cuando por fin entró en su mente la idea de que había visto con anterioridad a aquel gigante y comprendió de qué le conocía sus ojos se desorbitaron; le costaba trabajo creer que aquella fiera rugiente y demoledora fuese el elegante caballero inglés que estuvo cautivo a bordo del Kincaid.
¡Un aristócrata inglés! Durante la huida Ugambi arriba, lady Greystoke le había informado de la identidad de los prisioneros del Kincaid. Hasta entonces, al igual que los demás miembros de la tripulación, Anderssen no tuvo la menor idea acerca de quiénes pudieran ser aquellas dos personas.
El combate había concluido. Tarzán se vio obligado a matar a su adversario, al negarse éste a rendirse.
El sueco vio al hombre blanco levantarse de un salto, poner un pie sobre el cuello roto del vencido y lanzar al aire el espantoso alarido desafiante del mono macho victorioso.
Anderssen se estremeció. Tarzán se volvió entonces hacia él. Su rostro tenía una expresión fría y cruel, y en las grises pupilas el sueco vio auténtico instinto asesino.
–¿Dónde está mi esposa? – rugió el hombre-mono-. ¿Dónde está el niño?
Anderssen intentó responder, pero un súbito acceso de tos le dejó sin resuello. Una flecha le atravesaba el pecho de parte a parte y, al toser, la sangre del pulmón traspasado brotó repentinamente por la nariz y por la boca.
Tarzán se mantuvo erguido, a la espera de que pasara el ataque.
Como una estatua de bronce -gélido, duro, despiadado- continuó de pie sobre el indefenso cocinero. Esperaba arrancarle la información que necesitaba… y luego le mataría.
Cesó el acceso de tos y la hemorragia. De nuevo, el herido trató de hablar. Tarzán se agachó e inclinó la cabeza hacia los labios, que se movían débilmente.
–¡Mi esposa y mi hijo! – repitió-. ¿Dónde están?
Anderssen señaló el camino.
–Il ruso…, si los llevó el ruso -pudo murmurar.
–¿Cómo llegaste aquí? – continuó Tarzán-. ¿Por qué no estás con Rokoff?
–Nos alcanzaron -replicó Anderssen, en voz tan baja que el hombre-mono a duras penas logró captar las palabras-. Nos cogieron. Ofrecí risistencia, pero todos mis hombres mi abandonaron y hiuyeron. Dispués caí herido. Rokoff dijo que mi dijasen abandonado aquí para qui mi divorasen las hienas.
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