¿Quién podía adoptar tantas precauciones para ocultar su acercamiento?

Cuando aquel intruso estuvo tan cerca de él que podía tocarlo extendiendo el brazo, el hombre-mono se plantó de un salto en el otro extremo de la choza, con el venablo en la mano y listo para entrar en acción.

–¿Quién es -preguntó- el que se arrastra sigiloso en la oscuridad, como un león hambriento, hacia Tarzán de los Monos?

–¡Silencio, bwana! -respondió una vieja voz cascada-. Soy Tambudza… la anciana a la que no quisiste privar de la choza y dejarla expuesta al frío de la noche.

–¿Qué quiere Tambudza de Tarzán de los Monos? – preguntó el gigante blanco.

–Fuiste bueno conmigo, cosa que no hace nadie, y quiero avisarte, correspondiendo así a tu bondad -contestó la vieja.

–¿Avisarme de qué?

–M’ganwazam ha elegido a los jóvenes guerreros que van a dormir contigo en la choza -explicó Tambudza-. Yo remoloneaba por allí mientras el jefe los aleccionaba. Oí las instrucciones que iba dándoles. Cuando el baile se encuentre en su apogeo, de madrugada, los guerreros abandonarán la danza y entrarán en la choza.

»Si te encuentran despierto, fingirán que vienen a acostarse, pero si estás dormido, la orden que les ha dado M’ganwazam es que te maten. Si no estás dormido, esperarán junto a ti hasta que concilies el sueño. Entonces se te echarán encima, todos a una, y te matarán. M’ganwazam está decidido a conseguir la recompensa que ofreció el hombre blanco.

–Había olvidado esa recompensa -reconoció Tarzán, medio para sí. Añadió-: ¿Cómo puede tener M’ganwazam esperanzas de cobrar la recompensa si los hombres blancos que son mis enemigos han abandonado esta región y se han ido nadie sabe adónde?

–¡Ah, no se han alejado mucho! – repuso Tambudza-. M’ganwazam sabe dónde acampan. Los mensajeros de M’ganwazam les alcanzarán en seguida… la partida se mueve muy despacio.

–¿Dónde están? – quiso saber Tarzán.

–¿Quieres llegar hasta ellos? – Tambudza respondió con otra pregunta.

Tarzán asintió con la cabeza.

–No puedo indicarte con exactitud dónde se encuentran para que vayas tú solo, pero puedo conducirte hasta ellos, bwana.

Tan interesados y sumergidos estaban en su conversación que ninguno de los dos reparó en la pequeña figura que momentos antes se había deslizado dentro de la choza, a su espalda, como tampoco la vieron salir después, tan subrepticiamente como había entrado.

Se trataba de Buulaoo, hijo del jefe del poblado y de una de sus esposas jóvenes, un arrapiezo vengativo y perverso que odiaba a Tambudza y siempre andaba espiándola para luego ir a M’ganwazam con el chivatazo de cualquier violación de las costumbres que hubiese cometido la anciana.

–Vamos, pues -se apresuró a aceptar el hombre-mono-. Pongámonos en marcha.

Eso ya no lo pudo oír Buulaoo, que en aquel momento corría por la calle de la aldea hacia el lugar donde su repelente progenitor trasegaba cerveza de fabricación casera y contemplaba las evoluciones de los frenéticos danzarines, que saltaban y se contorsionaban como locos furiosos, entregados a sus histéricas cabriolas.

Ocurrió así que mientras Tarzán y Tambudza se escabullían furtivamente, abandonaban la aldea y desaparecían engullidos por la oscuridad de la jungla, dos ágiles corredores salieron disparados en la misma dirección, aunque por otra senda.

Cuando estuvieron a suficiente distancia del poblado como para hablar en voz alta, por encima del susurro, sin temor a que los oyesen, Tarzán preguntó a la anciana si había visto a una mujer y a un niño blancos.

–Sí, bwana -respondió Tambudza-, con ellos iban una mujer y un niño…, un chiquitín. ¡El pobre murió de fiebre aquí, en nuestra aldea, y lo enterraron!

XII

Un pícaro negro

Al recobrar el conocimiento, Jane Clayton vio a Anderssen de pie junto a ella, con el niño en brazos. Cuando su mirada se concentró en ellos, una expresión de angustiado horror se extendió por el rostro de Jane.

–¿Qui ocurre? – se extrañó Anderssen-. ¿Istá infirma?

–¿Dónde está mi hijo? – exclamó ella, sin hacer caso de la pregunta del sueco.

Anderssen le tendió la regordeta criatura, pero Jane denegó con la cabeza.

–¡No es el mío! – exclamó-. Usted sabía que no era mi hijo. ¡Es tan diabólico como el ruso!

Los azules ojos de Anderssen se abrieron desmesuradamente.

–¿Qui no is el suyo? – manifestó su sorpresa-. Usté mi dijo qui il niño qui iba in il Kincaid ira su hijo.

–Pero éste no -replicó Jane hastiadamente-. ¡El otro! ¿Dónde está el otro? Debía de haber dos. No sabía nada de éste.

–No había ningún otro niño. Craía que iste ira il suyo. Lo siento mucho.

Anderssen empezó a moverse inquieto, apoyándose primero en una pierna y después en la otra. Resultó evidente para Jane que el hombre era absolutamente sincero en sus alegaciones de ignorancia respecto a la verdadera identidad del niño.

La criatura empezó entonces a balbucear y a removerse inquieta en los brazos del sueco, al tiempo que se inclinaba hacia adelante y extendía las manitas en dirección a la joven.

Jane no pudo resistir aquella súplica y dejó escapar un grito apagado mientras se ponía en pie, cogía al chiquillo y lo apretaba contra el pecho.

Lloró en silencio durante unos minutos, enterrado el semblante en el manchado vestidito del niño. Tras la primera conmoción del desencanto que le produjo comprobar que aquella criatura no era su adorado Jack, en el ánimo de Jane empezó a alborear la gran esperanza de que, después de todo, se hubiera producido el gran milagro de que, momentos antes de que el Kincaid zarpase de Inglaterra, hubiesen arrebatado a su verdadero hijo de las manos de Rokoff.

A esa ilusionada esperanza se unió la muda súplica de aquel chiquitín solo y desamparado en medio de los horrores de la jungla salvaje. Este pensamiento, más que cualquier otra cosa, fue lo que inclinó su corazón de madre hacia aquel ser inocente, aunque ese corazón aún sufría los efectos del desengaño causado por el hecho de que aquella criatura no fuera la suya.

–¿No tiene idea de quiénes son los padres de este niño? – preguntó a Anderssen.

El hombre meneó la cabeza negativamente.

–Pues, no -contestó-. Si no is su hijo, no sé de quién puidi ser. Rokoff dijo qui era de usté. Yo también lo craía así.

»¿Qui vamos a hacer ahora? Yo no puido volvir al Kincaid. Rokoff mi piga la un tiro, pero usté sí puide. La acompañaré hasta il mar.