Pero se presentó el amanecer sin que la lluvia amainase lo más mínimo en su intensidad.

Densos nubarrones oscurecieron el sol durante toda una semana, mientras las cataratas celestes seguían manifestando su violencia líquida y los impetuosos vientos de tormenta se llevaban envueltos en su furia los indicios que Tarzán iba dejando, constante pero inútilmente.

Durante todo ese tiempo no vio ni rastro de indígenas, ni de su propia cuadrilla, cuyos miembros temía hubiesen perdido su pista en el curso de aquel terrible temporal. Como el territorio le resultaba extraño, no le había sido posible determinar correctamente su rumbo, ya que ni durante el día pudo contar con la ayuda del sol ni durante la noche pudieron orientarle la luna y las estrellas.

Cuando por fin el sol logró traspasar la densa capa de nubes, en la mañana del séptimo día, sus rayos cayeron sobre un hombre-mono al que le faltaba muy poco para que la desesperación le enloqueciera.

Por primera vez en su vida, Tarzán de los Monos se había perdido en la selva. Que semejante experiencia hubiese caído sobre él precisamente entonces, en momento tan inoportuno, era algo demasiado cruel para poder expresarlo con palabras. En algún lugar de aquella tierra salvaje, su esposa y su hijo se encontraban en las garras del desalmado Rokoff.

¿Qué espantosos tormentos y aflicciones no habrían tenido que sufrir durante aquellos siete días terribles en los que la naturaleza desbarató todos los esfuerzos de Tarzán para localizarlos? John Clayton conocía al ruso tan bien que no albergaba la menor duda de que, impulsado por la rabia que le habría producido el que Jane se le hubiera escapado una vez, unido a la circunstancia de saber que el hombre-mono le seguía a tan poca distancia que podía alcanzarle en cualquier momento, impulsaría seguramente a Rokoff a tomarse su desquite sin pérdida de tiempo cebándose en los prisioneros -Jane y el niño, que volverían a estar en su poder-, sometiéndolos a la venganza más atroz que su depravada fantasía pudiera concebir.

Pero aunque ahora el sol volvía a relucir en el cielo, Tarzán continuaba sin tener el más ínfimo indicio que le señalase la dirección que pudiera seguir. Sabía que Rokoff se alejó del río para perseguir a Anderssen, pero ignoraba si el ruso continuaría adentrándose hacia el interior o si sus intenciones eran las de volver al Ugambi.

El hombre-mono había observado que en el punto donde había desembarcado, el río se estrechaba y su corriente se hacía más rápida, por lo cual supuso no sería navegable, ni siquiera para las canoas, durante mucha más distancia en dirección a sus fuentes. Sin embargo, de no haber vuelto al río, ¿qué dirección habría seguido Rokoff?

A juzgar por el rumbo que tomó Anderssen en su huida con Jane y el niño, Tarzán tenía el convencimiento de que el sueco se había propuesto intentar la formidable hazaña de atravesar el continente hasta Zanzíbar. El que Rokoff se hubiese atrevido a lanzarse a tan azaroso viaje era algo imposible de pronosticar.

El miedo podía inducirle a intentarlo, conocedor de la espeluznante tropa que estaba sobre su pista y de que Tarzán de los Monos le seguía con ánimo de descargar sobre él todo el peso de la venganza que merecía.

Por último, decidió proseguir hacia el nordeste, en dirección al África oriental alemana, hasta que encontrase algún indígena que pudiera informarle acerca del paradero de Rokoff.

Dos días después de que escampase, Tarzán llegó a un poblado indígena, cuyos habitantes huyeron precipitadamente a la jungla apenas sus ojos tropezaron con el hombre-mono. A éste no le hizo ninguna gracia aquel desplante y, para superar la frustración, se lanzó a perseguirlos y tras una breve carrera alcanzó a un joven guerrero. El muchacho llevaba tal miedo en el cuerpo que se sintió incapaz de defenderse, así que soltó las armas y se dejó caer en el suelo, con los ojos amenazando con salírsele de las órbitas y chillando de pánico al ver ante sí al ser que lo había capturado.

Al hombre-mono le costó un trabajo ímprobo tranquilizar al indígena lo imprescindible como para obtener de él una explicación coherente que justificara la causa de tan exagerado terror.

Por boca del negro, Tarzán supo, a copia de paciente interrogatorio, que un grupo de blancos había pasado por la aldea varios días antes. Aquellos hombres habían dicho que los perseguía un abominable diablo blanco y previno a los indígenas, poniéndoles en guardia contra aquella criatura y la horripilante horda de demonios que lo acompañaban.

Gracias a la descripción que dieron los hombres blancos y sus criados negros, el joven guerrero había reconocido en Tarzán al diablo blanco. Y esperaba ver tras él una turba de demonios disfrazados de monos y panteras.

Tarzán vio allí la taimada mano de Rokoff. El ruso intentaba dificultar al máximo el avance de Tarzán y para ello ponía en su contra a los indígenas, promoviendo y sacándoles partido a sus temores supersticiosos.

El nativo informó también a Tarzán de que el hombre blanco que capitaneaba la expedición les había prometido una fabulosa recompensa si mataban al diablo blanco. Cosa que habían tenido intención de hacer si se les presentaba la ocasión. Pero en el momento en que vieron a Tarzán la sangre se les heló en las venas, tal como los porteadores de los hombres blancos les advirtieron que ocurriría.

Al darse cuenta de que el hombre-mono no pretendía hacerle ningún daño, el indígena recobró el ánimo y el valor. Tarzán le sugirió entonces que acompañase al diablo blanco a la aldea y llamase a sus compañeros para que volviesen también, «ya que el diablo blanco ha prometido que no os hará daño alguno si volvéis aquí ahora mismo y contestáis a sus preguntas».

Uno tras otro, los negros fueron regresando al poblado, pero sin tenerlas todas consigo, lo que era evidente en la cantidad de blanco que mostraban los ojos de la mayoría de ellos mientras lanzaban continuas y aprensivas miradas de soslayo al hombre-mono.

El jefe fue uno de los que primero volvió a la aldea y era precisamente a él a quien Tarzán más deseaba interrogar. No perdió tiempo, pues, en entablar conversación con el indígena.

Era un individuo fornido y de baja estatura, de rostro extraordinariamente ruin y degradado y de largos brazos simiescos. Llevaba la falsedad escrita en la cara.

Sólo el pavor supersticioso que lograron imbuirle las patrañas de los blancos y los porteadores negros que formaban la partida de Rokoff le impedía abalanzarse sobre Tarzán y, con la ayuda de los guerreros de la aldea, sacrificarlo allí mismo. Eran un pueblo de antropófagos. Pero el miedo a que realmente fuese un diablo y que tras él, ocultos en la selva, aguardasen sus feroces demonios, prestos a cumplir sus órdenes, hizo que M’ganwazam se abstuviera de llevar a la práctica sus deseos.

Tarzán le sometió a un estrecho interrogatorio y al cotejar sus declaraciones con las del joven guerrero al que había preguntado antes, tuvo la certeza de que Rokoff y su safari se hallaban en plena y empavorecida retirada, rumbo a la costa oriental.

Al ruso le habían abandonado ya muchos de sus porteadores. En aquella misma aldea había ahorcado a cinco de ellos, por ladrones y desertores fallidos. No obstante, de acuerdo con lo que le habían confesado a M’ganwazam los negros del ruso que no estaban tan aterrados por la brutalidad de Rokoff como para abstenerse de hablar de los planes de éste, era evidente que no iría muy lejos antes de que sus últimos porteadores, cocineros, montadores de tiendas de campaña, fusileros, askari, e incluso su mayoral desaparecieran en la floresta, dejándole a merced de la selva implacable.

M’ganwazam negó que en la partida de blancos figurase una mujer y un niño con el mismo color de piel, pero incluso mientras aseveraba tal cosa, Tarzán sabía que estaba mintiendo. Enfocó la cuestión desde diversos ángulos, pero en ningún caso logró pillar al astuto caníbal en directa contradicción respecto a lo que había declarado en principio, acerca de que con la partida no iba ninguna mujer ni ningún niño.

El hombre-mono pidió al jefe algo con que calmar las protestas del estómago y, después de andarse por las ramas durante largo rato, el rey de la aldea accedió a proporcionarle una comida. Trató entonces Tarzán de sonsacar a otros miembros de la tribu, en especial al joven guerrero que capturó en la espesura, pero la presencia de M’ganwazam sellaba los labios de todos.

Al final, convencido de que aquellas gentes sabían mucho más de lo que confesaban respecto al ruso y el destino de Jane y del niño, Tarzán decidió pasar la noche entre ellos, con la esperanza de enterarse de algún detalle realmente importante.

Cuando transmitió su determinación al jefe de la aldea, no dejó de extrañarle un tanto el repentino cambio de actitud que mostró el individuo hacia él. De la antipatía y recelo manifiestos, M’ganwazam pasó de golpe a convertirse en anfitrión solicito y deseoso de complacer.

Si alguien debía acomodarse en la mejor choza del poblado, ese alguien era Tarzán, por lo que la más anciana esposa de M’ganwazam fue expulsada fulminantemente de tal domicilio, mientras el jefe de la tribu decidía ir a hospedarse en la de una de sus consortes más jóvenes.

Si por una de esas casualidades Tarzán hubiese recordado que se había ofrecido a los negros una principesca recompensa si lograban matarle, tal vez habría comprendido en seguida el súbito cambio de comportamiento de M’ganwazam.

Tener al gigante blanco dormido como un tronco en una de sus chozas facilitaría enormemente la cuestión de ganarse tal recompensa, de modo que el caudillo se tomó todas las molestias y prisas oportunas para sugerir que Tarzán debía de encontrarse agotado después de tanta caminata, por lo que lo mejor que podía hacer era retirarse a disfrutar de aquel palacio, lo que era cualquier cosa menos una invitación al descanso.

Por mucho que detestara el hombre-mono la idea de dormir dentro de una choza indígena, había decidido hacerlo aquella noche, con la esperanza de que le fuera posible persuadir a alguno de los jóvenes para que soltase la lengua mientras charlaba con él ante el fuego, en el hogar lleno de humo, y sonsacarle así las verdades que estaba buscando. Así que Tarzán aceptó la invitación del viejo M’ganwazam, aunque insistió en que prefería albergarse en una choza que ya ocupasen algunos jóvenes, antes que dejar a la fría intemperie a la anciana esposa del jefe.

La desdentada bruja sonrió agradecida al oír la proposición y el jefe se apresuró a dar el visto bueno, ya que le venía muy bien para cumplir su propósito: le permitiría formar una pandilla de asesinos escogidos, que rodearían a Tarzán llegado el momento. De forma que acomodaron a Tarzán en una choza próxima a la puerta de la aldea.

Aquella noche se celebraba un baile en honor de una partida de cazadores que acababan de regresar al poblado, motivo por el cual dejaron a Tarzán solo en el bohío. M’ganwazam le explicó que los jóvenes guerreros tenían que participar en la fiesta.

En cuanto el hombre-mono estuvo instalado en la trampa, M’ganwazam convocó a los guerreros que había elegido para que pasaran la noche con el diablo blanco.

A ninguno de ellos le entusiasmó el plan, dado que en el fondo de sus supersticiosos corazones albergaban un desmedido terror al extraño gigante blanco. Pero la palabra de M’ganwazam era ley entre su pueblo, así que nadie osó negarse a cumplir la tarea que se le ordenaba llevar a cabo.

Mientras M’ganwazam exponía los detalles de su plan a los indígenas sentados en cuclillas a su alrededor, la desdentada bruja, a quien Tarzán había salvado de pasar frío durmiendo al raso, mariposeó alrededor del grupo, aparentemente dedicada a reponer las existencias de leña de la fogata en torno a la cual se encontraban los negros, pero en realidad para enterarse de todos los detalles que pudiera captar sobre lo que se tramaba allí.

Tarzán llevaba dormido cosa de un par de horas, pese a la estruendosa algarabía que organizaban los salvajes, cuando sus agudizados sentidos se alertaron instantáneamente al percibir un movimiento subrepticio dentro de la choza donde descansaba. La lumbre había quedado reducida ya a un montoncito de brasas en su mayor parte cubiertas de ceniza, lo que, más que aliviar, acentuaba la oscuridad que envolvía el interior de aquella maloliente vivienda. A pesar de la negrura, los adiestrados sentidos del hombre-mono percibieron allí otra presencia que a través de la oscuridad se deslizaba hacia él de modo casi totalmente silencioso.

Dudó de que fuese alguno de sus compañeros de choza que regresaba del festejo, ya que aún se oían los gritos de los bailarines y el rítmico estruendo de los tambores que los negros batían en la calle del poblado.