¡El otro! ¿Dónde está el otro? Debía de haber dos. No sabía nada de éste.
–No había ningún otro niño. Craía que iste ira il suyo. Lo siento mucho.
Anderssen empezó a moverse inquieto, apoyándose primero en una pierna y después en la otra. Resultó evidente para Jane que el hombre era absolutamente sincero en sus alegaciones de ignorancia respecto a la verdadera identidad del niño.
La criatura empezó entonces a balbucear y a removerse inquieta en los brazos del sueco, al tiempo que se inclinaba hacia adelante y extendía las manitas en dirección a la joven.
Jane no pudo resistir aquella súplica y dejó escapar un grito apagado mientras se ponía en pie, cogía al chiquillo y lo apretaba contra el pecho.
Lloró en silencio durante unos minutos, enterrado el semblante en el manchado vestidito del niño. Tras la primera conmoción del desencanto que le produjo comprobar que aquella criatura no era su adorado Jack, en el ánimo de Jane empezó a alborear la gran esperanza de que, después de todo, se hubiera producido el gran milagro de que, momentos antes de que el Kincaid zarpase de Inglaterra, hubiesen arrebatado a su verdadero hijo de las manos de Rokoff.
A esa ilusionada esperanza se unió la muda súplica de aquel chiquitín solo y desamparado en medio de los horrores de la jungla salvaje. Este pensamiento, más que cualquier otra cosa, fue lo que inclinó su corazón de madre hacia aquel ser inocente, aunque ese corazón aún sufría los efectos del desengaño causado por el hecho de que aquella criatura no fuera la suya.
–¿No tiene idea de quiénes son los padres de este niño? – preguntó a Anderssen.
El hombre meneó la cabeza negativamente.
–Pues, no -contestó-. Si no is su hijo, no sé de quién puidi ser. Rokoff dijo qui era de usté. Yo también lo craía así.
»¿Qui vamos a hacer ahora? Yo no puido volvir al Kincaid. Rokoff mi piga la un tiro, pero usté sí puide. La acompañaré hasta il mar. Luigo, alguno de los nigros la llivarán al barco… ¿eh?
–¡No! ¡No! – protestó Jane-. ¡Por nada del mundo! Prefiero morir a caer otra vez en manos de ese hombre. No, sigamos adelante, me haré cargo de ese niño y nos lo llevaremos con nosotros. De una manera o de otra nos salvaremos, si Dios quiere.
De modo que reanudaron la huida a través de las soledades, acompañados por media docena de mosulas que cargaban con las provisiones y las tiendas de campaña que Anderssen había introducido de ocultis en el bote cuando preparaba la huida.
Los días y noches de tortura que sufrió la mujer se fundieron en una larga e ininterrumpida pesadilla de espantos en la que pronto desapareció toda noción del tiempo. Le era imposible determinar si llevaba andando sin parar días o años. El único punto brillante en aquella eternidad de terror y sufrimiento era el chiquitín, cuyas manitas minúsculas aferraban los dedos de Jane Clayton, a la altura del corazón de la mujer.
En cierto modo, aquel ser diminuto había colmado el doloroso vacío que dejara el hijo propio. Naturalmente, nunca podría ser lo mismo, pero, con todo, día tras día, Jane notó que su amor maternal envolvía a la criatura más estrechamente cada vez, hasta el punto de que, en ocasiones, Jane se quedaba sentada, con los ojos cerrados, y dejaba volar la imaginación, acariciando la idea de que aquel pequeño bulto de humanidad que oprimía contra el pecho era realmente su propio hijo.
Durante cierto tiempo, su avance hacia el interior se desarrolló con extraordinaria lentitud. De vez en cuando, algún indígena procedente de la costa, que en el curso de su expedición de caza se cruzaba con ellos, solía informarles de que Rokoff ignoraba el rumbo que Anderssen y Jane habían seguido en su huida. Eso, y el deseo de realizar el trayecto con las menores incomodidades posibles para la delicada señora, impulsaba al sueco a efectuar marchas cortas y tranquilas, con numerosos altos para descansar.
Anderssen se empeñaba en cargar con el niño durante las caminatas y se esforzaba en infinidad de sentidos por ayudar a Jane Clayton a conservar las energías. Se sentía terriblemente afligido por el error que cometió respecto a la identidad del niño, pero una vez la joven Jane tuvo la convicción de que los motivos del hombre fueron auténticamente nobles, insistió en dejar bien claro que ella no iba a permitir que Anderssen se reprochase una equivocación que de ninguna manera podía haber evitado.
Al término de cada jornada de marcha, Anderssen procedía a disponer un refugio cómodo para Jane y el niño. La tienda se montaba siempre en el lugar más favorable. La boina de espinos que se tendía alrededor del campamento era la más sólida e inexpugnable que los mosulas eran capaces de preparar.
La comida de Jane era la mejor que las limitadas existencias de provisiones y el rifle del sueco podían suministrar, pero lo que más conmovía a Jane era la amabilidad, la atenta consideración y la afectuosa cortesía con que el hombre la trataba en todo momento.
Aquel carácter tan caballeroso, bajo un exterior repulsivo de veras, constituía una fuente continua de asombro y maravilla para la mujer, hasta que al cabo del tiempo, la innata nobleza del cocinero, su constante simpatía y su inagotable bondad transformaron su aspecto, a los ojos de Jane Clayton, que sólo vio reflejado en el rostro del hombre la dulzura de su personalidad.
Habían empezado a acelerar un poco el ritmo de su avance cuando les llegó la noticia de que Rokoff se encontraba a sólo unas cuantas jornadas de marcha, por detrás de ellos, y que había averiguado la dirección de su huida. Fue entonces cuando Sven Anderssen decidió seguir por el río y compró una canoa al jefe de una aldea situada cerca del Ugambi, a la orilla de uno de sus afluentes.
Poco después, el pequeño grupo de fugitivos navegaba por el ancho Ugambi y su huida se aceleró de tal manera que en seguida dejaron de tener noticias de sus perseguidores. Al final de su tránsito río arriba, abandonaron la canoa y siguieron a través de la selva. El avance se hizo inmediatamente más arduo, lento y peligroso.
Al segundo día, a partir del momento en que dejaron el Ugambi, el niño enfermó de fiebre. Anderssen supo automáticamente cuál sería el desenlace, pero le faltó valor para confesarle a Jane la verdad, porque había visto que la joven experimentaba hacia la criatura un cariño casi tan apasionado como si fuera sangre de su sangre y carne de su carne.
Como la enfermedad de la criatura les obligaba a interrumpir la marcha, Anderssen se apartó un poco del sendero principal por el que habían caminado hasta entonces y montó un campamento en un claro del bosque, junto a un riachuelo.
Jane dedicó allí todos sus esfuerzos y todas sus atenciones al pequeño y por si no fuese bastante el dolor y la angustia que tenía ya que soportar, recibió otro golpe demoledor con el súbito anuncio de uno de los porteadores mosulas que había estado explorando la floresta aledaña: el hombre había descubierto a Rokoff y su partida acampados a escasa distancia de ellos, lo que demostraba, con toda evidencia, que seguían su rastro muy de cerca y que no tardarían en llegar a aquel recóndito lugar que todos consideraron un escondrijo excelente.
La noticia sólo podía significar una cosa: que no tenían más remedio que levantar el campo y reemprender la huida a toda velocidad, sin tener en cuenta el estado en que se encontraba el niño. Jane Clayton conocía demasiado bien la inhumana forma de ser del ruso para abrigar la certeza de que, en el momento en que volviera a capturarlos, lo primero que iba a hacer era separarla del chiquillo, separación que representaría la inmediata muerte del niño. De eso también estaba Jane segura.
Mientras avanzaban dando traspiés por la enmarañada vegetación, a lo largo de un antiguo sendero de caza que las hierbas y matojos casi ocultaban del todo, los porteadores mosulas fueron desertando uno tras otro.
Los hombres se mantuvieron firmes en su entrega y lealtad mientras el peligro de que los alcanzaran el ruso y su partida constituía una posibilidad remota.
1 comment