Pero el miedo a que realmente fuese un diablo y que tras él, ocultos en la selva, aguardasen sus feroces demonios, prestos a cumplir sus órdenes, hizo que M’ganwazam se abstuviera de llevar a la práctica sus deseos.

Tarzán le sometió a un estrecho interrogatorio y al cotejar sus declaraciones con las del joven guerrero al que había preguntado antes, tuvo la certeza de que Rokoff y su safari se hallaban en plena y empavorecida retirada, rumbo a la costa oriental.

Al ruso le habían abandonado ya muchos de sus porteadores. En aquella misma aldea había ahorcado a cinco de ellos, por ladrones y desertores fallidos. No obstante, de acuerdo con lo que le habían confesado a M’ganwazam los negros del ruso que no estaban tan aterrados por la brutalidad de Rokoff como para abstenerse de hablar de los planes de éste, era evidente que no iría muy lejos antes de que sus últimos porteadores, cocineros, montadores de tiendas de campaña, fusileros, askari, e incluso su mayoral desaparecieran en la floresta, dejándole a merced de la selva implacable.

M’ganwazam negó que en la partida de blancos figurase una mujer y un niño con el mismo color de piel, pero incluso mientras aseveraba tal cosa, Tarzán sabía que estaba mintiendo. Enfocó la cuestión desde diversos ángulos, pero en ningún caso logró pillar al astuto caníbal en directa contradicción respecto a lo que había declarado en principio, acerca de que con la partida no iba ninguna mujer ni ningún niño.

El hombre-mono pidió al jefe algo con que calmar las protestas del estómago y, después de andarse por las ramas durante largo rato, el rey de la aldea accedió a proporcionarle una comida. Trató entonces Tarzán de sonsacar a otros miembros de la tribu, en especial al joven guerrero que capturó en la espesura, pero la presencia de M’ganwazam sellaba los labios de todos.

Al final, convencido de que aquellas gentes sabían mucho más de lo que confesaban respecto al ruso y el destino de Jane y del niño, Tarzán decidió pasar la noche entre ellos, con la esperanza de enterarse de algún detalle realmente importante.

Cuando transmitió su determinación al jefe de la aldea, no dejó de extrañarle un tanto el repentino cambio de actitud que mostró el individuo hacia él. De la antipatía y recelo manifiestos, M’ganwazam pasó de golpe a convertirse en anfitrión solicito y deseoso de complacer.

Si alguien debía acomodarse en la mejor choza del poblado, ese alguien era Tarzán, por lo que la más anciana esposa de M’ganwazam fue expulsada fulminantemente de tal domicilio, mientras el jefe de la tribu decidía ir a hospedarse en la de una de sus consortes más jóvenes.

Si por una de esas casualidades Tarzán hubiese recordado que se había ofrecido a los negros una principesca recompensa si lograban matarle, tal vez habría comprendido en seguida el súbito cambio de comportamiento de M’ganwazam.

Tener al gigante blanco dormido como un tronco en una de sus chozas facilitaría enormemente la cuestión de ganarse tal recompensa, de modo que el caudillo se tomó todas las molestias y prisas oportunas para sugerir que Tarzán debía de encontrarse agotado después de tanta caminata, por lo que lo mejor que podía hacer era retirarse a disfrutar de aquel palacio, lo que era cualquier cosa menos una invitación al descanso.

Por mucho que detestara el hombre-mono la idea de dormir dentro de una choza indígena, había decidido hacerlo aquella noche, con la esperanza de que le fuera posible persuadir a alguno de los jóvenes para que soltase la lengua mientras charlaba con él ante el fuego, en el hogar lleno de humo, y sonsacarle así las verdades que estaba buscando. Así que Tarzán aceptó la invitación del viejo M’ganwazam, aunque insistió en que prefería albergarse en una choza que ya ocupasen algunos jóvenes, antes que dejar a la fría intemperie a la anciana esposa del jefe.

La desdentada bruja sonrió agradecida al oír la proposición y el jefe se apresuró a dar el visto bueno, ya que le venía muy bien para cumplir su propósito: le permitiría formar una pandilla de asesinos escogidos, que rodearían a Tarzán llegado el momento. De forma que acomodaron a Tarzán en una choza próxima a la puerta de la aldea.

Aquella noche se celebraba un baile en honor de una partida de cazadores que acababan de regresar al poblado, motivo por el cual dejaron a Tarzán solo en el bohío. M’ganwazam le explicó que los jóvenes guerreros tenían que participar en la fiesta.

En cuanto el hombre-mono estuvo instalado en la trampa, M’ganwazam convocó a los guerreros que había elegido para que pasaran la noche con el diablo blanco.

A ninguno de ellos le entusiasmó el plan, dado que en el fondo de sus supersticiosos corazones albergaban un desmedido terror al extraño gigante blanco. Pero la palabra de M’ganwazam era ley entre su pueblo, así que nadie osó negarse a cumplir la tarea que se le ordenaba llevar a cabo.

Mientras M’ganwazam exponía los detalles de su plan a los indígenas sentados en cuclillas a su alrededor, la desdentada bruja, a quien Tarzán había salvado de pasar frío durmiendo al raso, mariposeó alrededor del grupo, aparentemente dedicada a reponer las existencias de leña de la fogata en torno a la cual se encontraban los negros, pero en realidad para enterarse de todos los detalles que pudiera captar sobre lo que se tramaba allí.

Tarzán llevaba dormido cosa de un par de horas, pese a la estruendosa algarabía que organizaban los salvajes, cuando sus agudizados sentidos se alertaron instantáneamente al percibir un movimiento subrepticio dentro de la choza donde descansaba. La lumbre había quedado reducida ya a un montoncito de brasas en su mayor parte cubiertas de ceniza, lo que, más que aliviar, acentuaba la oscuridad que envolvía el interior de aquella maloliente vivienda. A pesar de la negrura, los adiestrados sentidos del hombre-mono percibieron allí otra presencia que a través de la oscuridad se deslizaba hacia él de modo casi totalmente silencioso.

Dudó de que fuese alguno de sus compañeros de choza que regresaba del festejo, ya que aún se oían los gritos de los bailarines y el rítmico estruendo de los tambores que los negros batían en la calle del poblado. ¿Quién podía adoptar tantas precauciones para ocultar su acercamiento?

Cuando aquel intruso estuvo tan cerca de él que podía tocarlo extendiendo el brazo, el hombre-mono se plantó de un salto en el otro extremo de la choza, con el venablo en la mano y listo para entrar en acción.

–¿Quién es -preguntó- el que se arrastra sigiloso en la oscuridad, como un león hambriento, hacia Tarzán de los Monos?

–¡Silencio, bwana! -respondió una vieja voz cascada-. Soy Tambudza… la anciana a la que no quisiste privar de la choza y dejarla expuesta al frío de la noche.

–¿Qué quiere Tambudza de Tarzán de los Monos? – preguntó el gigante blanco.

–Fuiste bueno conmigo, cosa que no hace nadie, y quiero avisarte, correspondiendo así a tu bondad -contestó la vieja.

–¿Avisarme de qué?

–M’ganwazam ha elegido a los jóvenes guerreros que van a dormir contigo en la choza -explicó Tambudza-. Yo remoloneaba por allí mientras el jefe los aleccionaba. Oí las instrucciones que iba dándoles. Cuando el baile se encuentre en su apogeo, de madrugada, los guerreros abandonarán la danza y entrarán en la choza.

»Si te encuentran despierto, fingirán que vienen a acostarse, pero si estás dormido, la orden que les ha dado M’ganwazam es que te maten. Si no estás dormido, esperarán junto a ti hasta que concilies el sueño. Entonces se te echarán encima, todos a una, y te matarán. M’ganwazam está decidido a conseguir la recompensa que ofreció el hombre blanco.

–Había olvidado esa recompensa -reconoció Tarzán, medio para sí. Añadió-: ¿Cómo puede tener M’ganwazam esperanzas de cobrar la recompensa si los hombres blancos que son mis enemigos han abandonado esta región y se han ido nadie sabe adónde?

–¡Ah, no se han alejado mucho! – repuso Tambudza-. M’ganwazam sabe dónde acampan. Los mensajeros de M’ganwazam les alcanzarán en seguida… la partida se mueve muy despacio.

–¿Dónde están? – quiso saber Tarzán.

–¿Quieres llegar hasta ellos? – Tambudza respondió con otra pregunta.

Tarzán asintió con la cabeza.

–No puedo indicarte con exactitud dónde se encuentran para que vayas tú solo, pero puedo conducirte hasta ellos, bwana.

Tan interesados y sumergidos estaban en su conversación que ninguno de los dos reparó en la pequeña figura que momentos antes se había deslizado dentro de la choza, a su espalda, como tampoco la vieron salir después, tan subrepticiamente como había entrado.

Se trataba de Buulaoo, hijo del jefe del poblado y de una de sus esposas jóvenes, un arrapiezo vengativo y perverso que odiaba a Tambudza y siempre andaba espiándola para luego ir a M’ganwazam con el chivatazo de cualquier violación de las costumbres que hubiese cometido la anciana.

–Vamos, pues -se apresuró a aceptar el hombre-mono-. Pongámonos en marcha.

Eso ya no lo pudo oír Buulaoo, que en aquel momento corría por la calle de la aldea hacia el lugar donde su repelente progenitor trasegaba cerveza de fabricación casera y contemplaba las evoluciones de los frenéticos danzarines, que saltaban y se contorsionaban como locos furiosos, entregados a sus histéricas cabriolas.

Ocurrió así que mientras Tarzán y Tambudza se escabullían furtivamente, abandonaban la aldea y desaparecían engullidos por la oscuridad de la jungla, dos ágiles corredores salieron disparados en la misma dirección, aunque por otra senda.

Cuando estuvieron a suficiente distancia del poblado como para hablar en voz alta, por encima del susurro, sin temor a que los oyesen, Tarzán preguntó a la anciana si había visto a una mujer y a un niño blancos.

–Sí, bwana -respondió Tambudza-, con ellos iban una mujer y un niño…, un chiquitín. ¡El pobre murió de fiebre aquí, en nuestra aldea, y lo enterraron!

XII

Un pícaro negro

Al recobrar el conocimiento, Jane Clayton vio a Anderssen de pie junto a ella, con el niño en brazos. Cuando su mirada se concentró en ellos, una expresión de angustiado horror se extendió por el rostro de Jane.

–¿Qui ocurre? – se extrañó Anderssen-. ¿Istá infirma?

–¿Dónde está mi hijo? – exclamó ella, sin hacer caso de la pregunta del sueco.

Anderssen le tendió la regordeta criatura, pero Jane denegó con la cabeza.

–¡No es el mío! – exclamó-. Usted sabía que no era mi hijo. ¡Es tan diabólico como el ruso!

Los azules ojos de Anderssen se abrieron desmesuradamente.

–¿Qui no is el suyo? – manifestó su sorpresa-. Usté mi dijo qui il niño qui iba in il Kincaid ira su hijo.

–Pero éste no -replicó Jane hastiadamente-.