No era hijo suyo -carne de su carne, sangre de su sangre-, pero aquella criaturita desvalida se había apoderado de su afecto, la quería como si fuera propia. Desposeída de su hijo, Jane había entregado toda la ternura de su corazón a aquel huerfanito y prodigaba sobre él todo el cariño que se le había impedido proporcionar durante las largas semanas de cautiverio a bordo del Kincaid.
Se dio cuenta de que el fin estaba próximo y aunque le aterraba presenciar la pérdida, aún confiaba en que se presentaría rápidamente y pondría fin de una vez al sufrimiento de la pequeña víctima.
Los pasos que había oído poco antes acababan de detenerse en el umbral. Hubo un diálogo en voz baja y, segundos después, entraba en la choza M’ganwazam, el jefe de la tribu. Jane apenas le había visto, porque las mujeres se hicieron cargo de ella casi en el momento en que entró en la aldea.
Jane Clayton observó ahora que M’ganwazam era un salvaje de aspecto demoníaco, con todos los distintivos de la depravación brutal estampados en su semblante animalesco. Más que un hombre, a Jane Clayton le pareció un gorila. M’ganwazam trató de entablar conversación con ella, pero no lograron entenderse y, al final, el indígena llamó a alguien que aguardaba fuera de la choza.
En respuesta a la convocatoria entró otro negro, un individuo de aspecto muy distinto al del jefe, tan distinto que Jane Clayton comprendió al momento que pertenecía a otra tribu. El recién llegado actuó como intérprete y casi desde la primera pregunta que M’ganwazam le planteó Jane tuvo el instintivo convencimiento de que el indígena intentaba sonsacarle información por algún motivo que sin duda utilizaría posteriormente.
Se dijo que resultaba bastante extraño que aquel indígena se interesase de pronto por sus planes y, en especial, por el destino hacia el que se dirigía cuando interrumpió la marcha en aquella aldea.
Al no tener razón alguna para ocultar sus propósitos, Jane le dijo la verdad. Pero cuando el hombre le preguntó si confiaba en encontrarse con su esposo al término del viaje, Jane denegó con la cabeza.
Luego, siempre a través del intérprete, el jefe refirió el objeto de su visita.
–Acabo de enterarme dijo-, por boca de unos hombres que viven a la orilla de la gran corriente de agua, que tu marido te estuvo siguiendo durante varias jornadas por el río Ugambi, aguas arriba, hasta que unos indígenas lo localizaron y lo mataron. Así que te lo digo para que no pierdas tu tiempo en una caminata larga, con la inútil esperanza de que al final de ella vas a encontrarte con tu marido. Vale más que vuelvas por donde has venido y regreses a la costa.
Jane agradeció a M’ganwazam su amable hospitalidad, aunque aquel nuevo golpe que la desgracia descargaba sobre ella dejó su corazón sumido en una extraña indiferencia. Había sufrido tanto que era como si fuese ya inmune a los zarpazos más fieros del dolor, como si las continuas tribulaciones le hubiesen adormecido la sensibilidad y endurecido el espíritu.
Continuó sentada, gacha la cabeza y con los ojos sobre el niño que tenía en el regazo. Lo miraba, pero no lo veía. M’ganwazam salió de la choza. Al poco rato, Jane oyó un ruido en la puerta. Entró otra persona. Una de las mujeres sentadas frente a Jane echó leña sobre las moribundas brasas de la fogata situada entre ambas.
Una súbita llamarada iluminó con sus rojos resplandores el interior de la choza, que se llenó de claridad como por arte de magia.
Las renovadas llamas expusieron ante los horrorizados ojos de Jane una tétrica realidad: el niño había muerto. No le era posible adivinar cuánto tiempo llevaba sin vida la criatura.
En la garganta de Jane Clayton se formó un nudo y, en gesto de angustia silenciosa, cayó la cabeza sobre el bulto que instintivamente había acercado a su pecho.
Durante unos momentos nada quebrantó el silencio que reinaba en la choza. Luego, la mujer indígena estalló en un impresionante plañido.
Frente a Jane Clayton, muy cerca, un hombre carraspeó y pronunció el nombre de la muchacha.
Jane Clayton dio un respingo, alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con la sardónica expresión que decoraba el rostro de Nicolás Rokoff.
XIII
Huida
El ruso dedicó unos instantes a regodearse en su triunfo, mientras obsequiaba a Jane Clayton con una sonrisa burlona. Luego, los ojos de Rokoff se posaron en el bulto que la muchacha tenía en el halda. Jane había cubierto con una esquina de la manta el rostro de la criatura, de forma que cualquiera que ignorase la verdad supondría que el niño estaba dormido.
–Se ha tomado una barbaridad de molestias innecesarias -dijo Rokoff- para traer al chiquillo hasta esta aldea. Si se hubiese limitado a atender sus propios asuntos, yo me habría encargado personalmente de ese trabajo.
»Y usted se habría ahorrado todos los peligros y fatigas de tan fastidioso viaje. Aunque sospecho que debo estarle agradecido por haberme evitado todas las pejigueras e inconvenientes de cuidar un crío durante una marcha de este tipo.
»Esta es la aldea a la que desde el principio estaba destinado el chiquillo. M’ganwazam se encargará de educarlo con toda la escrupulosidad que el asunto requiere. Hará de él un caníbal de pro y si alguna vez la suerte le es propicia y regresa usted a la civilización, tendrá materia de sobra para reflexionar y comparar los lujos y comodidades de su existencia con los detalles de la vida que llevará su hijo en esta aldea de los waganwazames.
»Le repito mi más rendido agradecimiento por haberlo traído aquí, y ahora debo pedirle que me lo entregue, para que pueda ponerlo en manos de sus padres adoptivos.
Al terminar su alocución, Rokoff alargó las manos para recibir al niño. La repulsiva sonrisa de sus labios se aderezaba con todo el rencor de su alma.
Sorprendido en grado superlativo, vio que Jane Clayton se ponía en pie y, sin una sola palabra de protesta, depositaba en sus brazos el pequeño bulto.
–Aquí tiene el niño -dijo. Gracias a Dios, usted ya no puede hacerle ningún daño.
Cuando entró en su cerebro el significado de las palabras de Jane, Rokoff levantó la parte de la manta que cubría el rostro del chiquillo y confirmó sus temores. Jane Clayton observaba atentamente la expresión del ruso.
Llevaba varios días perpleja, intrigada por la respuesta que pudiera tener la pregunta de si Rokoff conocía la identidad del niño. Pero las dudas que llegaron a asaltarla desaparecieron totalmente, barridas por el terrible arrebato de cólera que se apoderó del ruso al contemplar la carita del cadáver infantil y comprender que, en el último momento, sus apasionados deseos de venganza se veían defraudados por un poder superior al suyo.
Más que entregarle el cuerpo sin vida del niño, lo que hizo Rokoff fue poco menos que arrojarlo violentamente a los brazos de Jane Clayton. Luego paseó con bruscas zancadas de un lado a otro de la choza, sacudió puñetazos al vacío y sus furibundos juramentos saturaron el aire de ominosas vibraciones. Por último, se detuvo frente a Jane Clayton y acercó su rostro al de la mujer, hasta casi rozarlo.
–¡Se está riendo de mí! – chirrió-.
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