Cree que me ha vencido, ¿verdad? Le enseñaré, como le enseñé a ese mono miserable al que usted llama «esposo», lo que significa inmiscuirse en los planes de Nicolás Rokoff. Me quitó el niño. Ya no puedo convertirlo 'en hijo de un caníbal, pero… -hizo una pausa como si deseara que el significado de su amenaza calase hasta lo más hondo-, pero sí está en mi mano convertir a la madre en esposa de un caníbal… Y eso es lo que voy a hacer… después de haberla sometido a mi venganza personal.

Si pensaba arrancar a Jane Clayton alguna muestra de terror, el fracaso del ruso fue clamoroso. Nada podía ya impresionar a Jane. Los sufrimientos y sobresaltos que había tenido que soportar durante las últimas fechas le habían aletargado por completo tanto el cerebro como los nervios.

Rokoff se quedó de una pieza al ver que una sonrisa poco menos que feliz se dibujaba en los labios de la mujer. Con el corazón lleno de agradecimiento, Jane estaba pensando que aquel pequeño cadáver no era el de su hijo Jack, y evidentemente -lo cual era lo mejor de todo- eso lo ignoraba Rokoff.

A la muchacha le habría encantado arrojarle a la cara la verdad, pero no se atrevió. Mientras Rokoff continuara creyendo que el niño muerto era el de Jane, Jack se encontraría a salvo, dondequiera que estuviese. Naturalmente, ella desconocía el paradero de su hijo…, ni siquiera contaba con la certeza de que aún siguiese vivo, aunque existían bastantes probabilidades de que así fuera.

Era más que posible que, a espaldas de Rokoff, alguno de sus cómplices hubiese sustituido a la criatura y el verdadero hijo de Jane se encontrara ahora sano y salvo, en casa de alguno de los amigos del matrimonio Clayton, en Londres, donde muchos de esos amigos estaban en condiciones -y lo habrían hecho muy gustosos- de pagar el rescate que el cómplice traidor hubiera pedido a cambio de la liberación del hijo de lord Greystoke.

Le había dado mil vueltas en la cabeza a todo ello desde que descubrió que el niño que Anderssen le puso en las manos aquella noche en el Kincaid no era su hijo. Tal descubrimiento despertó su fantasía y le hizo concebir muchos sueños e imaginar detalles y más detalles que fueron para Jane Clayton una fuente caudalosa e inagotable de felicidad.

No, el ruso nunca debía enterarse de que aquel cadáver no era el del hijo de Jane. La muchacha comprendía que su situación era desesperada… Muertos su esposo y Anderssen, nadie que hubiese querido acudir en su auxilio sabría dónde encontrarla.

Se daba perfecta cuenta de que la amenaza de Rokoff no era vana. Estaba absolutamente segura de que aquel hombre cumpliría, o intentaría cumplir, su palabra; pero en el peor de los casos ello sólo significaría liberarse un poco antes de la angustia que tanto tiempo llevaba sufriendo. Tenía que encontrar algún modo de quitarse la vida antes de que el ruso pudiera causarle más daño.

Lo que ahora precisaba era tiempo…, disponer de un plazo de tiempo para reflexionar y prepararse. Comprendía, por otra parte, que no era cuestión de dar el paso definitivo hasta haber agotado todas las posibilidades de escapatoria. Si no encontraba el modo de volver junto a su hijo, no deseaba seguir viviendo, pero por débil que pareciese tal esperanza ella no admitiría la imposibilidad total hasta que llegase el último momento, hasta que se viera enfrentada a la alternativa final: a optar entre Nicolás Rokoff, por una parte, y la autodestrucción del suicidio, por la otra.

–¡Márchese! – conminó al ruso-. ¡Váyase y déjeme en paz con mi difunto! ¿Es que no me ha causado ya bastantes desgracias y sufrimientos? ¿Todavía quiere atormentarme más? ¿Qué es lo que le he hecho para que se empeñe en acosarme de esta manera?

–Está pagando las culpas del mono que eligió por esposo, cuando pudo haber disfrutado del amor de un caballero…, de la adoración de Nicolás Rokoff -contestó el ruso-. ¿Pero qué ganamos con discutir ahora este asunto? Enterraremos al niño aquí y luego se vendrá usted conmigo a mi campamento. Mañana la traeré de nuevo a esta aldea y la entregaré a su nuevo esposo…, el encantador M’ganwazam. ¡En marcha!

Rokoff alargó las manos para hacerse cargo del niño, pero Jane, que estaba en pie, lo apartó.

–Lo enterraré yo -dijo-. Envíe unos hombres para que excaven una tumba fuera del poblado.

Rokoff estaba deseando acabar de una vez con aquella cuestión y volver cuanto antes al campamento con su víctima. Supuso que la apatía de Jane era pura resignación ante su destino. El ruso salió de la choza, indicó a Jane que le siguiera y, momentos después, junto con varios indígenas, acompañó a la mujer fuera de la aldea, donde al pie de un enorme árbol los negros cavaron una fosa poco profunda.

Tras envolver en una manta el cuerpo de la criatura, Jane lo depositó con gran ternura en el fondo de aquel negro agujero. Luego volvió la cabeza, para no ver caer la fatídica tierra sobre el lastimoso bulto, y sus labios murmuraron una oración junto a la tumba de aquella criatura sin nombre que se había abierto paso hasta lo más recóndito del corazón de la mujer.

Con los ojos secos de lágrimas, pero aún llenos de dolor, se incorporó y siguió al ruso a través de la negrura estigia de la selva, por el zigzagueante camino que enlazaba la aldea de M’ganwazam, el negro antropófago, con el campamento de Nicolás Rokoff, el diablo blanco.

A ambos lados, en la impenetrable espesura que bordeaba el sendero, por encima de la cúpula de enramada que impedía el paso de los rayos de la luna, la muchacha oía el apagado rumor de las pisadas de fieras gigantescas y, en torno, el ensordecedor rugido de los leones que andaban a la caza de piezas con que alimentarse, un sonido que parecía estremecer la tierra.

Los negros de la expedición encendieron antorchas y las ondearon con ambas manos para ahuyentar a las fieras depredadoras. Rokoff no cesaba de meter prisa a sus hombres y, a juzgar por los temblores que quebraban su voz, Jane Clayton comprendió que el ruso estaba muerto de miedo.

Los ruidos nocturnos de la selva recordaron vívidamente a la mujer los días y las noches que había pasado en una jungla análoga con su dios de la selva, con el impávido e invencible Tarzán de los Monos. Allí, junto a él, ninguna idea temerosa acudió a su mente, aunque los sonidos de aquellas florestas vírgenes eran nuevos para ella y el rugido del león le parecía el más aterrador sonido que pudiera oírse sobre la faz de la tierra.

¡Qué distintas hubieran sido las cosas de saber Jane que en un punto ignoto de aquellas soledades Tarzán la estaba buscando! Realmente, entonces sí que tendría algo por lo que vivir, y todas las razones del mundo para creer que la ayuda se acercaba… ¡Pero Tarzán había muerto! Resultaba increíble que fuera así…

Daba la impresión de que en aquel cuerpo de gigante y en aquellos músculos poderosos no tenía cabida la muerte. Si Rokoff hubiera sido el único en darle la fatal noticia, Jane hubiera comprendido que el ruso mentía. Pensaba, sin embargo, que M’ganwazam no tenía motivo alguno para engañarla. Ignoraba que el ruso había hablado con el salvaje minutos antes de que el cacique entrase en la choza para endosarle su historia a Jane.

Llegaron por fin a la rudimentaria boma que los porteadores de Rokoff habían construido alrededor del campamento del ruso. Se encontraron allí con un desorden espantoso. Jane ignoraba a qué venía todo aquel alboroto, pero observó que Rokoff se daba a todos los demonios y por las frases sueltas y fragmentos de conversación que pudo captar y traducir pudo enterarse de que durante la ausencia del ruso se produjeron deserciones y que los desertores habían arramblado con la mayor parte de los pertrechos y provisiones de boca.

Cuando Rokoff se hubo desahogado, tras descargar todos sus furores sobre los que decidieron quedarse en el campamento, regresó al lugar donde permanecía Jane, custodiada por dos marineros blancos. La agarró bruscamente por un brazo y la arrastró hacia la tienda en que se albergaba el ruso.