La mujer bregó y pugnó por zafarse, mientras los dos marineros contemplaban divertidos la escena y se reían ante los inútiles esfuerzos de Jane.

En cuanto comprobó que iba a tener dificultades para llevar a cabo sus propósitos, Rokoff no dudó en emplear métodos todo lo brutales que hiciese falta. Golpeó repetidamente a Jane Clayton en la cara, hasta que al final, medio inconsciente la mujer, pudo arrastrarla al interior de la tienda.

El criado del ruso había encendido una lámpara y, a una palabra de su amo, desapareció raudo. Jane se desplomó en medio del espacio de la tienda. Poco a poco fue recobrándose del aturdimiento y se aprestó a reflexionar a toda prisa. Sus ojos recorrieron el interior de la tienda y se hizo cargo de cada detalle de los enseres y de cuanto contenía.

El ruso procedía ya a levantarla del suelo, con ánimo de trasladarla al catre de campaña que estaba en un lado de la tienda. El ruso llevaba un revólver al cinto. La mirada de Jane se clavó en el arma. La palma de la mano le hormigueaba, ávida de cerrarse sobre la enorme culata. Fingió otro desvanecimiento, pero, con los párpados entrecerrados, aguardó alerta a que se le presentase su oportunidad.

Llegó en el momento en que Rokoff trataba de levantar a Jane para ponerla encima de la colchoneta. Se produjo un ruido hacia la entrada de la tienda y el ruso volvió la cabeza con rápido movimiento y apartó la vista de la muchacha. La culata del revólver estaba a menos de dos centímetros y medio de la mano de Jane. Con un tirón rápido, como el rayo, Jane sacó el arma de la funda. Simultáneamente, Rokoff adivinó el peligro y se volvió hacia ella.

Jane no se atrevió a disparar, porque la detonación habría atraído allí a todos los esbirros del ruso y, muerto Rokoff, ella caería en manos aún más brutales y su destino probablemente sería peor de lo que él solo hubiera podido imaginar. El recuerdo de los dos bestias riéndose a carcajada limpia de los puñetazos que Rokoff le había asestado aún seguía vivo en la mente de Jane.

Cuando, con semblante enfurecido y a la vez temeroso, el eslavo se precipitaba sobre la muchacha, Jane Clayton levantó el pesado revólver por encima de la pastosa cara y, con todas las fuerzas que pudo reunir, descargó un terrorífico culatazo entre los ojos del ruso.

Sin emitir siquiera un gemido, Rokoff se derrumbó sobre el piso de la tienda, desmadejado y sin sentido. Jane permaneció un segundo junto a él…, libre al menos por el momento de la amenaza de su lujuria.

Volvió a oír en la parte exterior de la tienda el ruido que antes distrajo la atención de Rokoff. Ignoraba qué podía originarlo, pero temiendo que el criado volviera y descubriera lo que ella acababa de hacer, Jane se acercó en dos zancadas a la mesa de campaña donde ardía la lámpara de petróleo y apagó la humeante y maloliente llama.

En la completa oscuridad del interior de la tienda, Jane hizo una pausa para poner en orden sus ideas y proyectar el siguiente paso de su aventura en pos de la libertad.

Se encontraba en medio de un campamento lleno de enemigos. Al otro lado de aquel círculo de diablos hostiles se extendía la soledad de una jungla selvática poblada por espantosas fieras depredadoras, aún más espeluznantes que las bestias humanas.

Pocas eran, si es que contaba con alguna, las probabilidades de sobrevivir, aunque sólo fuera unos días, a los peligros constantes que tendría que afrontar; pero también tenía conciencia de haber superado con cierto éxito muchos peligros y sabía también que en algún lugar del remoto mundo exterior un niño estaría sin duda reclamándola en aquel momento… Eso la colmó de resolución. Se dispuso a llevar a cabo los esfuerzos que fueran necesarios para cumplir la aparentemente imposible hazaña de atravesar aquel escalofriante territorio cuajado de horrores y llegar al mar, y se aferró a la remota esperanza de encontrar allí el auxilio que pudiera salvarla.

La tienda de Rokoff se alzaba casi exactamente en el centro de la boma. La rodeaban las tiendas de campaña de los blancos y los cobertizos de los indígenas del safari. Atravesar aquel cinturón y encontrar una salida por la borra parecía una empresa tan erizada de obstáculos insalvables que casi invitaba a renunciar a ella, antes de intentarla. Sin embargo, no tenía ninguna otra salida.

Permanecer en la tienda hasta que la descubrieran equivalía a lanzar por la borda todo lo que había arriesgado para conseguir la libertad, así que con andar sigiloso y atentos al máximo los cinco sentidos se acercó a la parte posterior de la tienda para lanzarse a la primera fase de su aventura.

Tanteó la lona de la tienda para localizar alguna abertura. Al no encontrarla, regresó rápidamente al lado del inconsciente ruso. El tacto de los dedos dio con la empuñadura del largo cuchillo de monte que el ruso llevaba al cinto. Empuñó el arma y la utilizó para abrir un boquete en la pared trasera de la tienda.

Salió en silencio. Observó, con inmenso alivio, que el campamento parecía dormido. A la tenue y vacilante claridad que despedían las brasas de las moribundas fogatas divisó un centinela, uno solo, que dormitaba sentado en cuclillas en el otro extremo del recinto.

Tuvo buen cuidado en mantener una tienda interpuesta entre ella y el centinela mientras avanzaba por los espacios que separaban los pequeños cobertizos donde dormían los porteadores. Llegó a la cerca de la boma.

Fuera del campamento, en la oscuridad de la enmarañada jungla, Jane oyó el rugido de los leones, la risa de las hienas y los innumerables y anónimos ruidos propios de la medianoche selvática.

Titubeó unos instantes, temblorosa. No dejaba de ser sobrecogedora la perspectiva de poder tropezarse con alguna de las fieras que andaban al acecho en la oscuridad. Luego, con un súbito y valeroso movimiento de cabeza, las delicadas manos de Jane Clayton la emprendieron con la espinosa boma. Se las desgarró y ensangrentó, pero continuó la tarea, contenida la respiración, hasta que logró abrir una brecha lo bastante amplia como para que su cuerpo pudiera deslizarse por el hueco.