La rodeaban las tiendas de campaña de los blancos y los cobertizos de los indígenas del safari. Atravesar aquel cinturón y encontrar una salida por la borra parecía una empresa tan erizada de obstáculos insalvables que casi invitaba a renunciar a ella, antes de intentarla. Sin embargo, no tenía ninguna otra salida.
Permanecer en la tienda hasta que la descubrieran equivalía a lanzar por la borda todo lo que había arriesgado para conseguir la libertad, así que con andar sigiloso y atentos al máximo los cinco sentidos se acercó a la parte posterior de la tienda para lanzarse a la primera fase de su aventura.
Tanteó la lona de la tienda para localizar alguna abertura. Al no encontrarla, regresó rápidamente al lado del inconsciente ruso. El tacto de los dedos dio con la empuñadura del largo cuchillo de monte que el ruso llevaba al cinto. Empuñó el arma y la utilizó para abrir un boquete en la pared trasera de la tienda.
Salió en silencio. Observó, con inmenso alivio, que el campamento parecía dormido. A la tenue y vacilante claridad que despedían las brasas de las moribundas fogatas divisó un centinela, uno solo, que dormitaba sentado en cuclillas en el otro extremo del recinto.
Tuvo buen cuidado en mantener una tienda interpuesta entre ella y el centinela mientras avanzaba por los espacios que separaban los pequeños cobertizos donde dormían los porteadores. Llegó a la cerca de la boma.
Fuera del campamento, en la oscuridad de la enmarañada jungla, Jane oyó el rugido de los leones, la risa de las hienas y los innumerables y anónimos ruidos propios de la medianoche selvática.
Titubeó unos instantes, temblorosa. No dejaba de ser sobrecogedora la perspectiva de poder tropezarse con alguna de las fieras que andaban al acecho en la oscuridad. Luego, con un súbito y valeroso movimiento de cabeza, las delicadas manos de Jane Clayton la emprendieron con la espinosa boma. Se las desgarró y ensangrentó, pero continuó la tarea, contenida la respiración, hasta que logró abrir una brecha lo bastante amplia como para que su cuerpo pudiera deslizarse por el hueco. Se vio por fin en la parte exterior del recinto.
A su espalda quedaba un destino peor que la muerte, en poder de seres humanos.
Frente a sí, otro destino fatal casi seguro… Pero éste no era más que la muerte, una muerte imprevista, misericordiosa y honorable.
Sin vacilar, sin dudarlo ni lamentarlo, se alejó del campamento a toda velocidad y segundos después la jungla misteriosa se había cerrado sobre ella.
XIV
A través de la jungla
Mientras conducía a Tarzán de los Monos hacia el campamento del ruso, Tambudza caminaba muy despacio por la sinuosa vereda de la selva. La mujer era muy anciana y el reúma entumecía sus doloridas piernas.
No es de extrañar, por lo tanto, que antes de que Tarzán y su decrépita guía hubiesen cubierto la mitad del trayecto, estuvieran ya en el campamento los mensajeros que había despachado M’ganwazam con la misión de advertir a Rokoff de que el gigante blanco se encontraba en la aldea y que aquella noche se presentaría ante el ruso con intención de matarlo.
Los guías encontraron el campamento del hombre bastante trastornado. Por la mañana los hombres habían descubierto a Rokoff aturdido y ensangrentado dentro de su tienda. Cuando recuperó totalmente el conocimiento y se enteró de que Jane Clayton había desaparecido, la cólera del ruso alcanzó proporciones inconmensurables.
Con el rifle amartillado, se lanzó a recorrer el campamento con una sola idea: abatir a tiros a los centinelas indígenas que permitieron que Jane Clayton eludiera su vigilancia y escapase. Pero unos cuantos hombres blancos, al comprender que se encontraban en una situación harto precaria a causa de las numerosas deserciones que había provocado la crueldad de Rokoff, se abalanzaron sobre éste y le desarmaron.
Llegaron entonces los mensajeros de M’ganwazam, pero apenas habían tenido tiempo de exponer su recado y cuando Rokoff se preparaba ya para abandonar el campamento y ponerse en camino con ellos hacia la aldea, se presentaron otros enviados de M’ganwazam, jadeantes a causa del esfuerzo de la rápida carrera a través de la selva, se acercaron a la fogata, casi sin resuello, y anunciaron que el gran gigante blanco había huido del poblado de M’ganwazam y ya estaba en camino para tomar cumplida venganza de sus enemigos.
La confusión reinante se incrementó todavía más dentro del recinto de la boina… El terror se apoderó de los negros pertenecientes al safari de Rokoff ante la idea de que casi tenían encima al gigante blanco que recorría la jungla a la cabeza de una feroz cuadrilla de simios y panteras.
Antes de que los blancos comprendiesen del todo lo que estaba ocurriendo, el supersticioso pánico cerval había impulsado a los indígenas a escabullirse entre la maleza de la jungla -en eso actuaron como un solo hombre porteadores de Rokoff y mensajeros de M’ganwazam-, pero su acelerada prisa no les impidió llevarse todos los objetos de valor a los que pudieron echar mano.
De modo que Rokoff y siete marineros blancos se encontraron en medio de las soledades selváticas, abandonados y desvalijados.
De acuerdo con su proverbial costumbre, el ruso cargó sobre las espaldas de sus compañeros la culpa de todos los sucesos que desembocaron en la casi desesperada situación en que se encontraban, pero los marineros no estaban por la labor de aguantar impertérritos sus insultos y maldiciones.
En mitad de una de aquellas reprimendas, uno de los marineros blancos tiró de revólver y disparó a quemarropa sobre el ruso. La puntería del marinero dejaba mucho que desear, pero la acción puso tal terror en el ánimo de Rokoff que automáticamente dio media vuelta y corrió a refugiarse en su tienda.
Mientras volaba por el campamento como alma que lleva el diablo, su mirada pasó por encima de la boina y llegó hasta la linde de la floresta. Lo que vislumbró allí fue como un estoque de hielo que le atravesó el corazón y que le resultaba más aterrador incluso que los siete hombres que tenía a la espalda, quienes, llenos de odio y furores vengativos, se dedicaban en aquel momento a disparar contra la figura en retirada.
Rokoff entró en su tienda como una flecha, pero no interrumpió allí su huida, sino que continuó su carrera y atravesó la pared de lona del fondo, aprovechando el amplio desgarrón que Jane Clayton había trazado la noche anterior.
El empavorecido moscovita se escurrió como un conejo perseguido a través del boquete que aún permanecía abierto en el punto de la boma por donde había escapado la propia presa del ruso, y mientras Tarzán se acercaba al campamento por la parte opuesta, Rokoff desaparecía en la jungla y se alejaba siguiendo la estela de Jane Clayton.
Cuando el hombre-mono franqueó la boina, con la anciana Tambudza al lado, los siete marineros, al reconocerle, giraron sobre sus talones y escaparon a todo correr en dirección contraria. Tarzán observó que Rokoff no figuraba entre ellos, así que los dejó marchar sin más. Su pleito era con el ruso, al que esperaba encontrar en la tienda. En cuanto a los marineros, Tarzán estaba seguro de que en la selva iban a pagar caras sus ruindades y, desde luego, no debió de equivocarse en su apreciación, porque los suyos fueron los últimos ojos de hombre blanco que se posaron en cualquiera de ellos.
Tarzán encontró vacía la tienda de Rokoff y se aprestaba a partir en busca del ruso cuando Tambudza le indicó que la marcha del hombre blanco sólo podía deberse a que los mensajeros de M’ganwazam le habían notificado que Tarzán se encontraba en la aldea del cacique.
–Sin duda ha salido corriendo hacia el poblado -opinó la anciana-. Si quieres dar con él, es mejor que volvamos allí en seguida.
Tarzán pensó que lo más probable es que hubiera ocurrido lo que decía Tambudza, así que no perdió tiempo tratando de localizar el rastro del ruso, sino que se puso inmediatamente en marcha, rumbo a la aldea de M’ganwazam. Y dejó tras de sí a la anciana para que le siguiera al ritmo lento de sus pobres piernas.
La única esperanza del hombre-mono estribaba en que Jane estuviese sana y salva con Rokoff. Si tal era el caso, no habrían transcurrido dos horas antes de que la hubiera arrancado de las garras del ruso.
Sabía ya que M’ganwazam era un traidor y que seguramente tendría que combatir para recuperar a su esposa. Le hubiera gustado contar con la compañía de Mugambi, Sheeta, Akuty el resto de integrantes de la partida, ya que no dejaba de comprender que, en solitario, no le iba a resultar precisamente un juego de niños rescatar ilesa a Jane del poder de dos criminales como Rokoff y el taimado M’ganwazam.
Le sorprendió enormemente no advertir en la aldea señal alguna de Rokoff ni de Jane, y como no podía fiarse de la palabra del jefe del poblado, tampoco malgastó un segundo en interrogatorios inútiles. Tan repentino e inesperado había sido su regreso a la aldea, y se desvaneció tan celéricamente en la selva, una vez comprobó que las personas que buscaba no estaban entre los waganwazames, que el viejo M’ganwazam no pudo reaccionar con la suficiente rapidez como para impedir su retirada.
Desplazándose de árbol en árbol, no tardó el hombre-mono en presentarse de nuevo en el abandonado campamento del que había partido poco antes, porque aquel era, estaba seguro, el punto lógico en el que encontrar la pista de Rokoff y Jane.
Se llegó a la boma y la rodeó por la parte exterior hasta que, en la parte contraria al punto donde había empezado a dar la vuelta, encontró en la cerca espinosa un boquete e indicios inequívocos de que alguien pasó recientemente por aquel hueco, en dirección a la selva. Su agudo sentido del olfato le indicó que las dos personas que buscaba habían salido huyendo del campamento en aquella dirección. Un momento después, Tartán había encontrado sus huellas y emprendía el seguimiento del débil rastro.
A mucha distancia por delante de él, una joven abrumada por el miedo huía todo lo furtivamente que las circunstancias le permitían por un estrecho sendero de caza, temiendo que, de un momento a otro, se daría de manos a boca con alguna fiera salvaje o con algún hombre no menos salvaje. Esperando contra toda esperanza haber tomado la dirección que al final la llevaría al gran río, corría por la senda cuando, de pronto, observó que estaba frente a un paraje que le era conocido.
A un lado del camino, bajo un árbol gigante, había un montoncito de ramas y maleza… un punto de la jungla que hasta el fin de sus días iba a permanecer indeleblemente impreso en su memoria.
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