Era el lugar donde Anderssen la había escondido, donde el sueco renunció a su vida en un inútil esfuerzo por salvarla a ella de las garras de Rokoff.
Al verlo, Jane se acordó del rifle y de las municiones que el hombre le pasó en el último momento. Lo había olvidado por completo. Jane empuñaba aún el revólver que había sacado de un tirón del cinto de Rokoff, pero sólo tendría seis balas…, en el mejor de los casos, insuficientes para proporcionarle alimento y protección durante el largo trayecto hasta el mar.
Casi sin aliento, Jane tanteó por debajo del montoncito de ramas sueltas, sin atreverse a esperar que el tesoro continuase donde lo había dejado. Pero, con alivio infinito e inmensa alegría, su mano tropezó con el cañón del pesado fusil y la canana provista de cartuchos.
Cuando se echó al hombro la cartuchera y notó en la mano el peso del rifle de caza, una repentina sensación de seguridad la invadió. Continuó su viaje con renovada esperanza y con la sensación de que tenía casi asegurado el éxito final.
Aquella noche durmió en el hueco del ángulo formado por una rama y el tronco de un árbol, como Tarzán le había dicho que solía hacer, y a la mañana siguiente, muy temprano, se puso de nuevo en camino. Entrada la tarde, estaba a punto de-atravesar un pequeño claro de la selva cuando vio sobresaltada la enorme forma de un simio gigantesco que salía de la floresta por el lado contrario.
El viento soplaba a través del claro, en dirección a Jane, quien no perdió un segundo en situarse de forma que el aire le llegase desde el lugar donde estaba el antropoide. Se ocultó tras la densa espesura de unos matorrales y se mantuvo a la expectativa, listo el rifle para, de ser necesario, abrir fuego de inmediato.
El monstruo avanzó despacio a través del calvero; de vez en cuando olfateaba el suelo, como si estuviera siguiendo un rastro mediante las fosas nasales. Apenas había dado el cuadrumano una docena de pasos por el claro, cuando salió de la selva otro miembro de su especie; y luego otro, y otro, hasta que cinco de aquellas feroces bestias se encontraron a la vista de la aterrada joven, que seguía agazapada en su escondite, con el pesado rifle dispuesto y el dedo curvado sobre el gatillo.
Jane observó, consternada, que los simios hacían un alto en el centro del claro. Se agruparon en un espacio reducido, desde donde se dedicaron a mirar hacia atrás, como si estuviesen esperando la llegada de nuevos integrantes de su tribu.
Jane deseaba con toda el alma que se marchasen de una vez, sabedora de que, en cualquier momento, un ramalazo de aire podía llevar el olor de su persona al olfato de los antropoides, en cuyo caso, ¿hasta dónde llegaría la protección que pudiera prestarle el rifle frente a los formidables músculos y poderosos colmillos de aquellos monos colosales?
Los ojos de la muchacha fueron de uno a otro de los simios, con algún que otro vistazo al borde de la jungla hacia el que miraban los antropoides, hasta que distinguió lo que parecían esperar. Alguien los acechaba.
Tuvo la certeza de ello al ver la ágil y ondulante figura de una pantera que se deslizó en silencio por la selva hasta el punto por el que los monos habían surgido unos momentos antes.
Rápidamente, la enorme pantera atravesó el claro en dirección a los antropoides. A Jane le extrañó la evidente apatía de éstos y, segundos después, la extrañeza se convirtió en asombro cuando vio que el gran felino se unía al grupo de monos -del todo indiferentes a su presencia-, se sentaba sobre sus cuartos traseros, en medio de ellos, y se entregaba con fruición a la tarea de acicalarse, entretenimiento que parece entusiasmar a los miembros de todas las familias de felinos del mundo.
A la sorpresa de ver confraternizar a aquellos enemigos naturales se sumó en el ánimo de Jane la emoción, lindante con el miedo a volverse loca, que le produjo observar segundos después la llegada de un alto y atlético guerrero negro que cruzaba el claro e iba a integrarse en el grupo de las fieras reunidas allí.
En principio, cuando apareció el hombre, Jane tuvo la absoluta certeza de que los monos y la pantera lo destrozarían, por lo que medio se incorporó en su escondite y se echó el rifle a la cara, dispuesta a hacer lo que pudiera para impedir el terrible destino que aguardaba al indígena.
Sin embargo, se percató de pronto que el hombre no sólo empezaba a conversar con las bestias, sino que incluso parecía darles órdenes.
Luego, el grupo abandonó el claro, para desaparecer en la selva, por el lado contrario a donde estaba la muchacha.
Al tiempo que emitía un suspiro en el que se mezclaban la incredulidad y el alivio, Jane Clayton se puso en pie tambaleante y huyó de aquella espantosa tropa, mientras a ochocientos metros por detrás de la mujer, otro individuo que avanzaba por la misma senda, se inmovilizó paralizado por el terror, oculto tras un hormiguero, mientras la espeluznante cuadrilla pasaba casi rozándole.
Se trataba de Rokoff, que reconoció en seguida a los miembros de la formidable hueste aliada de Tarzán de los Monos. En consecuencia, no había pasado la última de aquellas fieras cuando el ruso ya se había levantado y corría por la jungla a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Su única aspiración en aquellos instantes era poner la máxima distancia posible entre su persona y las tremebundas bestias.
Y así fue que cuando Jane Clayton llegaba a la orilla del gran río, por el que confiaba descender hacia el océano y hacia la esperanza de una posible salvación, Nicolás Rokoff se encontraba ya bastante cerca de la muchacha.
Jane vio una gran canoa en la ribera; estaba varada, medio fuera del agua, amarrada al tronco de un árbol próximo.
Jane pensó que, si lograba botar aquella enorme y pesada embarcación, la cuestión del transporte hasta el mar estaría resuelta. Desató la cuerda que la mantenía ligada al árbol, y empezó a empujar con todas sus fuerzas, apoyado todo el cuerpo en la proa. El resultado de sus esfuerzos, desgraciadamente, fue poco más o menos el mismo que si hubiese pretendido apartar al planeta Tierra de su órbita.
Se había quedado casi sin aliento y sin fuerzas cuando se le ocurrió que si ponía en la popa de la embarcación una buena carga de lastre y luego balanceaba la proa, a un lado y a otro de la orilla, tal vez lograse desequilibrar la canoa y hacerla caer en las aguas del río.
No había por allí piedras disponibles, pero a lo largo de la ribera encontró grandes cantidades de troncos depositados por el propio río en el curso de una crecida anterior. Jane se dedicó a recoger aquellos trozos de madera y depositarlos en la popa de la canoa, hasta que, finalmente, observó con enorme alivio que la proa de la embarcación se despegaba ligeramente del barro de la orilla y que la popa empezaba a deslizarse despacio, para inmovilizarse luego unos palmos más allá, corriente abajo.
Descubrió Jane que si, subida en la canoa, trasladaba el peso de su cuerpo de la proa a la popa, y viceversa, los extremos de la embarcación subían y bajaban alternativamente y, cada vez que ella saltaba a la popa, la canoa se introducía unos centímetros más en el agua.
A medida que el éxito de la maniobra le acercaba cada vez más al objetivo, Jane se abismó en el esfuerzo con tal entrega y entusiasmo que no se percató de la aparición del hombre que acababa de emerger de la espesura y que la observaba atentamente, inmóvil junto a un árbol situado en el lindero de la jungla.
Una sonrisa cruel ponía su toque malévolo en el atezado semblante del individuo, mientras se gozaba en los laboriosos afanes de la muchacha.
La canoa se encontraba ya tan liberada del barro de la orilla que la retenía que Jane consideró que no iba a costarle demasiado trabajo llevarla a aguas más profundas utilizando como pértiga uno de los remos que había en el fondo de la embarcación. Lo cogió y se aprestaba a hundirlo en el agua, hasta el fondo del río, cuando levantó casualmente la cabeza y su mirada llegó al borde de la selva.
Al tropezar sus ojos con la figura de aquel hombre, un grito de miedo ascendió a los labios de la muchacha. Era Rokoff.
El ruso echó a correr hacia Jane Clayton, al tiempo que le advertía a gritos que, si no le esperaba, dispararía contra ella… aunque estaba completamente desarmado y, por lo tanto, era difícil comprender cómo pretendía cumplir su amenaza.
Jane Clayton ignoraba por completo la serie de infortunios que se habían abatido sobre el ruso desde que huyó de su tienda, por lo que dio por supuesto que sus esbirros sin duda andaban cerca.
A pesar de todo, no estaba dispuesta a caer otra vez en las zarpas de aquel facineroso. Moriría antes de que le sucediera semejante cosa. Unos segundos más y la canoa estaría flotando libremente en el agua.
En cuanto cogiera la corriente del río, Rokoff no podría detenerla, porque en la orilla no quedaba otra barca, ni se veía por allí a hombre alguno y, desde luego, un tipo tan cobarde como Rokoff ni por asomo se atrevería a lanzarse al agua e intentar darle alcance nadando en un río infestado de cocodrilos.
Por su parte, lo que Rokoff deseaba más que ninguna otra cosa era alejarse, escapar de allí. De mil amores hubiese renunciado a cualquier intención que pudiese albergar respecto a Jane Clayton si la muchacha se mostrara dispuesta a compartir con él aquel medio de huida que había localizado. Le habría prometido cualquier cosa, lo que fuera, a cambio de que le dejase subir a bordo de la canoa, si bien el ruso no creyó que fuese necesario prometer nada.
Se dio cuenta de que podía llegar a la proa de la canoa antes de que se apartase de la orilla, en cuyo caso no haría falta pronunciar ninguna clase de promesa. No es que a Rokoff le hubieran asaltado escrúpulos de conciencia de cualquier clase si se olvidaba de las promesas que pudiese hacer a la muchacha, pero le fastidiaba la idea de tener que suplicar un favor a alguien a quien recientemente había pretendido forzar y que se le había escapado de las manos.
Ya se regodeaba alborozado pensando en los días y noches que iba a pasar disfrutando de su venganza mientras la pesada canoa se deslizaba despacio, rumbo al océano.
Los furiosos esfuerzos de Jane Clayton para poner la canoa fuera del alcance del ruso tuvieron su recompensa cuando una leve sacudida hizo comprender a la muchacha que la embarcación había llegado a la corriente… En el preciso momento en que Rokoff alargaba la mano para aferrarse a la proa.
A los dedos del hombre le faltaron veinte o veinticinco centímetros para alcanzar su objetivo. La muchacha estuvo muy cerca del desvanecimiento, de pura alegría, al verse liberada súbitamente de la terrible tensión física y mental del esfuerzo realizado durante los últimos minutos. Pero, gracias a Dios, ¡por fm estaba a salvol
Mientras elevaba al Cielo una silenciosa plegaria de agradecimiento, observó que una repentina expresión de triunfo iluminaba las facciones del imprecante ruso, que acto seguido se arrojó al suelo y pareció agarrar algo que serpenteando por el barro se deslizaba hacia el río.
Desorbitados los ojos por el miedo, acurrucada en el fondo de la canoa, Jane Clayton comprendió que, en el último segundo, el éxito se había transformado en fracaso y que, realmente, al final volvía a verse en poder del perverso ruso.
Porque lo que Rokoff había visto y atrapado era el cabo de la cuerda con que la canoa había estado amarrada al árbol.
XV
Río Ugambi abajo
A medio camino entre el Ugambi y la aldea de los waganwazames, Tarzán encontró a su ejército, que seguía a paso lento el primer rastro que había dejado el hombre-mono. Mugambi casi se negaba a creer que la ruta del ruso y de la compañera de Tarzán, su amo, hubiera pasado tan cerca de la cuadrilla.
Le resultaba increíble que dos seres humanos se hubieran cruzado con ellos, a tan escasa distancia, sin que los detectara ninguno de aquellos animales, dotados de sentidos tan prodigiosamente agudos y en alerta continua. Pero Tarzán le señaló el rastro de las dos personas a las que seguía y, en dos puntos determinados, el negro pudo comprobar que la mujer y el hombre sin duda estuvieron ocultos allí mientras la tropa pasaba y que desde sus escondites observaron todos los movimientos de las feroces criaturas.
Desde el primer momento, a Tarzán le resultó evidente que Jane y Rokoff no marchaban juntos. Las huellas demostraban claramente que al principio la joven llevaba al ruso una considerable delantera, aunque a medida que el hombre-mono avanzaba por aquella pista fue haciéndosele patente que el hombre iba bastante más deprisa que Jane y que ganaba terreno rápidamente a su presa.
En los primeros tramos Tarzán había observado huellas de animales salvajes que se superponían a las de Jane Clayton, mientras que las pisadas de Rokoff se marcaban en el suelo después de que los animales hubiesen estampado las suyas. Pero posteriormente, entre las pisadas de Jane y las del ruso, las huellas de animales salvajes fueron disminuyendo en número, hasta que al acercarse al río el hombre-mono tuvo plena conciencia de que Rokoff no estaría a más de cien metros por detrás de la muchacha.
Comprendió que debían de estar ya bastante cerca de él, y un estremecimiento expectante le sacudió mientras se adelantaba velozmente a su tropa. Desplazándose a toda velocidad de árbol en árbol, llegó a la orilla del río en el mismo paraje en que Rokoff había alcanzado a Jane cuando la joven se esforzaba en conseguir echar la canoa al agua.
En el barro de la orilla del río vio el hombre-mono las huellas de las dos personas que buscaba, pero cuando llegó no había allí embarcación ni persona alguna.
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