A primera vista tampoco descubrió ningún indicio acerca de dónde pudieran encontrarse.

Estaba claro que habían botado una canoa indígena, que embarcaron en ella y descendieron corriente abajo. Los ojos del hombre-mono recorrieron rápidamente el curso del río en esa dirección y avistó a lo lejos, bajo la enramada de los árboles que sombreaban la corriente, una canoa arrastrada por las aguas, en cuya popa se recortaba la silueta de un hombre.

En el momento en que llegaron al río, los integrantes de la tropa de Tarzán vieron a su ágil caudillo descender a la carrera por la orilla del río, saltando de montículo en montículo, por el pantanoso terreno que los separaba de un pequeño promontorio que se alzaba en el punto donde la corriente fluvial trazaba una curva y se perdía de vista.

Para seguirlo, los pesados simios no tuvieron más remedio que dar un amplio rodeo; lo mismo que Sheeta, que aborrecía el agua. Mugambi marchó tras ellos, todo lo rápidamente que pudo, en pos del gran amo blanco.

Tras media hora de veloz marcha por aquella cenagosa lengua de tierra y después de dejar atrás el promontorio, franqueándolo por un atajo, Tarzán se encontró en la parte interior de la curva del serpenteante río y frente a él, en el seno de la corriente, vio la canoa y, en su popa, a Nicolás Rokoff.

Jane no estaba con el ruso.

Al ver a su enemigo, la ancha cicatriz de la frente del hombre-mono se tornó escarlata y de sus labios brotó el bestial y espantoso alarido desafiante del mono macho.

Un escalofrío recorrió el cuerpo y el alma de Rokoff cuando aquella terrible alarma llegó a sus oídos. Se encogió en el fondo de la barca y desde allí, mientras le tableteaban los dientes a causa del pánico, observó al hombre a quien más temía entre todas las criaturas que poblaban la faz de la tierra, el cual corría celéricamente hacia la orilla del río.

Pese a tener la certeza de encontrarse a salvo de su enemigo, sólo verle allí provocó en el ruso una crisis de nervios que sacudió su cuerpo con los temblores histéricos de la cobardía. Luego, cuando Tarzán se lanzó de cabeza a las impresionantes aguas del río tropical, elevó el espíritu de Rokoff a las alturas de la histeria más delirante.

Con brazadas firmes y potentes, el hombre-mono surcó las aguas en dirección a la canoa arrastrada por la corriente. Rokoff agarró entonces uno de los remos caídos en el fondo de la embarcación y, con los aterrados ojos fijos en la muerte viva que le acosaba, empezó a remar con todas sus energías, en un desesperado intento de acelerar la velocidad de la pesada canoa.

Desde la ribera opuesta, una serie de siniestras ondulaciones empezaron a rizar la superficie, invisibles para el otro hombre, y fueron acercándose de manera uniforme y constante al nadador medio desnudo.

Tarzán alcanzó por fin la popa de la barca. Extendió la mano para agarrar la borda. Sentado, paralizado por el miedo, Rokoff parecía incapaz de mover una mano o un pie y de apartar la vista del rostro de su Némesis.

Unas repentinas ondulaciones que agitaron el agua detrás del nadador llamaron entonces la atención del ruso. Vio cómo se agitaba la superficie y comprendió el motivo.

En el mismo instante, Tarzán notó que unas mandíbulas poderosas de cerraban sobre su pierna derecha. Trató de zafarse de ellas y remontar el cuerpo por una costado de la canoa. Sus esfuerzos hubieran tenido éxito si aquel inesperado lance no hubiese reanimado el perverso cerebro del ruso, impulsándole a entrar en acción automáticamente, ante la súbita promesa de liberación y desquite.

Como una serpiente venenosa, se precipitó hacia la popa de la canoa y con un rápido volteo de la pesada pala propinó un golpe violento en plena cabeza de Tarzán. Los dedos del hombre-mono perdieron fuerza y resbalaron fuera de la borda.

Las aguas se agitaron brevemente, se produjo a continuación un remolino y una serie de burbujas ascendieron a la superficie para, antes de que desaparecieran eliminadas por la fuerza de la corriente, señalar el punto por donde Tarzán de los Monos, señor de la selva, desapareció de la vista bajo las sombrías aguas del ominoso y oscuro Ugambi.

Hecho un guiñapo a causa del terror, Rokoff se desplomó en el fondo de la canoa. Tardó unos minutos en darse cuenta de la enorme sonrisa que le había dedicado la suerte… Lo único que podía ver era la figura de un silencioso y forcejearte hombre blanco que desaparecía bajo la superficie del río hacia una inconcebible muerte en el mucilaginoso lodo del fondo del Ugambi.

El significado de aquel episodio fue filtrándose poco a poco en la mente del ruso, hasta que, al comprenderlo del todo, una cruel sonrisa de alivio y triunfo apareció en sus labios. Pero le duró muy poco, porque cuando empezaba a felicitarse por sentirse relativamente a salvo y poder continuar río abajo, hacia la costa, sin que nada ni nadie alterase su viaje, un formidable pandemónium estalló en la orilla, cerca de donde se encontraba.

Al buscar con la mirada a los causantes de aquel guirigay, sus ojos vieron un cuadro sobrecogedor. Las pupilas llenas de odio de una pantera de rostro diabólico le fulminaban desde allí. Flanqueaban al felino los espeluznantes simios de Akut y delante de todos, como si capitaneara a aquella horda, un gigantesco guerrero negro agitaba el puño y le amenazaba prometiéndole una muerte inminente y espantosa.

La pesadilla de aquella huida por el río Ugambi, con la aterradora hueste acosándole día y noche, convirtió al ruso, hombre fuerte y robusto poco antes, en un ser demacrado, encanecido, tembloroso de miedo. Los aliados de Tarzán estaban siempre al acecho, tanto si los veía en la orilla, como si se perdían de vista durante horas en la selva, para acabar reapareciendo, por delante o por detrás de él, torvos, implacables, despiadados. El ruso ni siquiera reaccionó cuando tuvo ante su desesperada vista la desembocadura del río, la bahía y el océano.

Había dejado atrás aldeas muy pobladas. En varias ocasiones, guerreros a bordo de canoas trataron de interceptarle, pero en todas aquellas ocasiones, la escalofriante horda se dejó ver, amenazadora, y los indígenas consideraron más saludable emprender la retirada, perderse en la jungla y dejar la ribera a aquellas nada amigables criaturas.

En ninguna parte, en ningún momento de su huida divisó Rokoff a Jane Clayton. Ni una sola vez volvió a poner los ojos en la muchacha, desde aquel momento en que, al borde del agua, agarró la cuerda sujeta a la proa de la embarcación y llegó a creer que volvía a tenerla en su poder… Sólo para saborear momentos después el amargo sabor de la decepción: la muchacha no había perdido un segundo en empuñar el pesado rifle que llevaba en el fondo de la canoa y apuntar con él directamente al pecho del ruso.

Rokoff tuvo que soltar la cuerda y ver alejarse a Jane por el río, lejos de su alcance. Pero instantes después el ruso salió disparado corriente arriba hacia el afluente en cuya desembocadura estaba oculta la canoa en que él y su partida llegaron hasta allí en el curso de su persecución de Anderssen y Jane Clayton.

¿Qué habría sido de la muchacha?

En la mente de Rokoff, sin embargo, existían pocas dudas acerca de su destino: seguramente la habrían capturado guerreros de una u otra de las aldeas por las que la joven no tuvo más remedio que pasar en su navegación río abajo hacia el océano. En fin, al menos él parecía haberse quitado de encima casi todos sus principales enemigos humanos.

Sin embargo, le hubiera alegrado una barbaridad poder traerlos de nuevo al reino de los vivos, con tal de verse libre de aquellas espeluznantes criaturas que le acosaban con implacable tenacidad, dedicándole sus más amenazadores gritos y rugidos cada vez que aparecía ante su vista. La que más le empavorecía era la pantera, aquel felino de ojos llameantes y rostro diabólico, cuyas fauces se abrían ominosas de par en par durante el día y cuyas feroces pupilas no cesaban de fulgurar perversamente desde la otra orilla del río, en la oscuridad cimeria que envolvía las noches de la jungla.

Divisar la desembocadura del Ugambi inundó de renovada esperanza el ánimo de Rokoff, porque allí, sobre las amarillas aguas de la bahía, estaba fondeado el Kincaid. Rokoff había dejado el pequeño vapor al mando de Paulvitch, al que encargó que fuese a reponer las existencias de carbón mientras él, Rokoff, emprendía la expedición río arriba. Ahora, al comprobar que había regresado a tiempo para salvarle, a punto estuvo el ruso de estallar en gritos de júbilo.

Como un poseso frenético, redobló sus esfuerzos, remando con entusiasmo hacia el buque. De vez en cuando, se ponía en pie en la canoa para agitar el remo en el aire y chillar a voz en cuello, al objeto de llamar la atención de los que estaban a bordo. Pero sus gritos no provocaron ninguna respuesta en la cubierta del silencioso buque.

Una rápida ojeada por encima del hombro, hacia

la ribera, le reveló la presencia allí de la rugiente cuadrilla. Pensó que incluso entonces aquellos demonios antropoides serían capaces de alcanzarle, aunque llegara a la cubierta del Kincaid, so pena de que los rechazasen con armas de fuego.

¿Qué podía haberles ocurrido a los tripulantes que dejó en el buque? ¿Dónde estaba Paulvitch? ¿Sería posible que el barco estuviera abandonado y que, después de todo, cayera sobre su vida el terrible destino del que llevaba huyendo tantos horripilantes días y noches? Rokoff se estremeció como hubiera podido estremecerse alguien que sintiera sobre su frente la presión del gélido y húmedo dedo de la muerte.

Lo cual no le impidió seguir remando frenéticamente en dirección al buque y, al cabo de lo que le pareció una eternidad, la proa de la canoa chocó contra las maderas del casco del buque. Desde la borda, una escala descendía por el costado del Kincaid, pero cuando el ruso se agarró a ella para subir a cubierta, una voz le avisó desde arriba y, al levantar la mirada, se encontró con el frío e inflexible cañón de un rifle.

Inmediatamente después de que, gracias al arma con que apuntaba directamente al pecho de Rokoff, Jane Clayton consiguió impedir que el ruso subiera a la canoa en que ella se había refugiado y una vez la embarcación llegó al seno del Ugambi, lejos del alcance del hombre, la muchacha se apresuró a remar hacia el punto del río donde la corriente era más rápida. Durante los largos días y las fatigosas noches, mantuvo la embarcación en esa parte del río donde las aguas se deslizaban a mayor velocidad.