Tardó unos minutos en darse cuenta de la enorme sonrisa que le había dedicado la suerte… Lo único que podía ver era la figura de un silencioso y forcejearte hombre blanco que desaparecía bajo la superficie del río hacia una inconcebible muerte en el mucilaginoso lodo del fondo del Ugambi.

El significado de aquel episodio fue filtrándose poco a poco en la mente del ruso, hasta que, al comprenderlo del todo, una cruel sonrisa de alivio y triunfo apareció en sus labios. Pero le duró muy poco, porque cuando empezaba a felicitarse por sentirse relativamente a salvo y poder continuar río abajo, hacia la costa, sin que nada ni nadie alterase su viaje, un formidable pandemónium estalló en la orilla, cerca de donde se encontraba.

Al buscar con la mirada a los causantes de aquel guirigay, sus ojos vieron un cuadro sobrecogedor. Las pupilas llenas de odio de una pantera de rostro diabólico le fulminaban desde allí. Flanqueaban al felino los espeluznantes simios de Akut y delante de todos, como si capitaneara a aquella horda, un gigantesco guerrero negro agitaba el puño y le amenazaba prometiéndole una muerte inminente y espantosa.

La pesadilla de aquella huida por el río Ugambi, con la aterradora hueste acosándole día y noche, convirtió al ruso, hombre fuerte y robusto poco antes, en un ser demacrado, encanecido, tembloroso de miedo. Los aliados de Tarzán estaban siempre al acecho, tanto si los veía en la orilla, como si se perdían de vista durante horas en la selva, para acabar reapareciendo, por delante o por detrás de él, torvos, implacables, despiadados. El ruso ni siquiera reaccionó cuando tuvo ante su desesperada vista la desembocadura del río, la bahía y el océano.

Había dejado atrás aldeas muy pobladas. En varias ocasiones, guerreros a bordo de canoas trataron de interceptarle, pero en todas aquellas ocasiones, la escalofriante horda se dejó ver, amenazadora, y los indígenas consideraron más saludable emprender la retirada, perderse en la jungla y dejar la ribera a aquellas nada amigables criaturas.

En ninguna parte, en ningún momento de su huida divisó Rokoff a Jane Clayton. Ni una sola vez volvió a poner los ojos en la muchacha, desde aquel momento en que, al borde del agua, agarró la cuerda sujeta a la proa de la embarcación y llegó a creer que volvía a tenerla en su poder… Sólo para saborear momentos después el amargo sabor de la decepción: la muchacha no había perdido un segundo en empuñar el pesado rifle que llevaba en el fondo de la canoa y apuntar con él directamente al pecho del ruso.

Rokoff tuvo que soltar la cuerda y ver alejarse a Jane por el río, lejos de su alcance. Pero instantes después el ruso salió disparado corriente arriba hacia el afluente en cuya desembocadura estaba oculta la canoa en que él y su partida llegaron hasta allí en el curso de su persecución de Anderssen y Jane Clayton.

¿Qué habría sido de la muchacha?

En la mente de Rokoff, sin embargo, existían pocas dudas acerca de su destino: seguramente la habrían capturado guerreros de una u otra de las aldeas por las que la joven no tuvo más remedio que pasar en su navegación río abajo hacia el océano. En fin, al menos él parecía haberse quitado de encima casi todos sus principales enemigos humanos.

Sin embargo, le hubiera alegrado una barbaridad poder traerlos de nuevo al reino de los vivos, con tal de verse libre de aquellas espeluznantes criaturas que le acosaban con implacable tenacidad, dedicándole sus más amenazadores gritos y rugidos cada vez que aparecía ante su vista. La que más le empavorecía era la pantera, aquel felino de ojos llameantes y rostro diabólico, cuyas fauces se abrían ominosas de par en par durante el día y cuyas feroces pupilas no cesaban de fulgurar perversamente desde la otra orilla del río, en la oscuridad cimeria que envolvía las noches de la jungla.

Divisar la desembocadura del Ugambi inundó de renovada esperanza el ánimo de Rokoff, porque allí, sobre las amarillas aguas de la bahía, estaba fondeado el Kincaid. Rokoff había dejado el pequeño vapor al mando de Paulvitch, al que encargó que fuese a reponer las existencias de carbón mientras él, Rokoff, emprendía la expedición río arriba. Ahora, al comprobar que había regresado a tiempo para salvarle, a punto estuvo el ruso de estallar en gritos de júbilo.

Como un poseso frenético, redobló sus esfuerzos, remando con entusiasmo hacia el buque. De vez en cuando, se ponía en pie en la canoa para agitar el remo en el aire y chillar a voz en cuello, al objeto de llamar la atención de los que estaban a bordo. Pero sus gritos no provocaron ninguna respuesta en la cubierta del silencioso buque.

Una rápida ojeada por encima del hombro, hacia

la ribera, le reveló la presencia allí de la rugiente cuadrilla. Pensó que incluso entonces aquellos demonios antropoides serían capaces de alcanzarle, aunque llegara a la cubierta del Kincaid, so pena de que los rechazasen con armas de fuego.

¿Qué podía haberles ocurrido a los tripulantes que dejó en el buque? ¿Dónde estaba Paulvitch? ¿Sería posible que el barco estuviera abandonado y que, después de todo, cayera sobre su vida el terrible destino del que llevaba huyendo tantos horripilantes días y noches? Rokoff se estremeció como hubiera podido estremecerse alguien que sintiera sobre su frente la presión del gélido y húmedo dedo de la muerte.

Lo cual no le impidió seguir remando frenéticamente en dirección al buque y, al cabo de lo que le pareció una eternidad, la proa de la canoa chocó contra las maderas del casco del buque. Desde la borda, una escala descendía por el costado del Kincaid, pero cuando el ruso se agarró a ella para subir a cubierta, una voz le avisó desde arriba y, al levantar la mirada, se encontró con el frío e inflexible cañón de un rifle.

Inmediatamente después de que, gracias al arma con que apuntaba directamente al pecho de Rokoff, Jane Clayton consiguió impedir que el ruso subiera a la canoa en que ella se había refugiado y una vez la embarcación llegó al seno del Ugambi, lejos del alcance del hombre, la muchacha se apresuró a remar hacia el punto del río donde la corriente era más rápida. Durante los largos días y las fatigosas noches, mantuvo la embarcación en esa parte del río donde las aguas se deslizaban a mayor velocidad. Sólo dejaba de proceder así en las horas más calurosas de la jornada, en que se tendía boca arriba en el fondo de la canoa, se cubría el rostro con una gran hoja de palmera para resguardarlo del sol y dejaba que la corriente llevase la barca por donde quisiera.

Fueron los únicos momentos de reposo que se concedió, porque casi siempre procuraba acelerar la marcha de la embarcación aplicándose a los pesados remos.

Por su parte, Rokoff actuó con escasa o nula inteligencia en su navegación por el Ugambi. La mayor parte del trayecto lo hacía por zonas de aguas más bien remansadas, dado que habitualmente mantenía la embarcación lo más lejos posible de la ribera por la que la aterradora horda le perseguía y amenazaba.

Eso explica el que, pese a iniciar el descenso del Ugambi pocos minutos después de que lo hiciera Jane Clayton, la joven llegara a la bahía dos horas largas antes de que lo hiciera Rokoff. Cuando avistó un barco anclado en las tranquilas aguas de la ensenada, el corazón de la muchacha aceleró sus latidos, lleno de agradecimiento y esperanza, pero al acercarse y ver que se trataba del Kincaid, su alegría cedió paso a los recelos y temores más funestos.

Era demasiado tarde, sin embargo, para dar media vuelta y retroceder, porque la corriente que la había impulsado hacia el barco resultaba demasiado potente para sus músculos. Le hubiera sido imposible de todo punto remontar la canoa, y lo único que podía hacer era intentar llegarse a la orilla sin que la viesen los que estuvieran en la cubierta del Kincaid o entregarse y quedar a su merced… O dejarse arrastrar hasta mar abierto.

No ignoraba que la orilla le brindaba pocas esperanzas de supervivencia, puesto que no tenía idea acerca de la situación geográfica de la aldea de los amistosos mosula a la que le había conducido Anderssen a través de la oscuridad de la noche, cuando huyeron del Kincaid.

Como Rokoff no se encontraba a bordo del vapor, cabía la posibilidad de que, si ofrecía a la tripulación una recompensa lo bastante tentadora, acaso se dejaran convencer para trasladarla al puerto civilizado más próximo. Merecía la pena arriesgarse… si lograba llegar al buque.

La corriente la impelía velozmente río abajo y Jane Clayton comprobó que tendría que recurrir a todas sus fuerzas para desviar la pesada embarcación hacia las proximidades del Kincaid. Adoptada la determinación de subir a bordo del vapor, dirigió la vista hacia la cubierta, con ánimo de pedir ayuda y, con enorme sorpresa, observó que parecía desierta. No se apreciaba el más mínimo atisbo de vida a bordo del barco.

La canoa estaba cada vez más cerca de la proa del Kincaid, pero no se oyó ningún grito ni se vio a nadie mirando por encima de la borda. Un momento después, Jane se dio cuenta de que iba a pasar de largo por delante del buque y que, a menos que del Kincaid arriasen un bote y la rescatasen, la impetuosa corriente del río y el reflujo de la marea arrastrarían la canoa a mar abierto.

La joven pidió ayuda a pleno plumón, pero la única respuesta que obtuvo fue el agudo chillido que alguna fiera salvaje emitió entre la espesura de la vegetación que crecía en tierra. Jane accionó el remo con todas sus energías, esforzándose frenéticamente en dirigir la embarcación hacia el costado del Kincaid.

Durante unos segundos pareció que por unos metros no iba a lograr su objetivo, pero en el último momento la canoa se desvió hacia la proa del buque y Jane consiguió agarrarse a la cadena del ancla.

Se mantuvo heroicamente aferrada a los gruesos eslabones de hierro, aunque estuvo en un tris de abandonar la canoa, a la que la fuerza de la corriente trataba de impulsar hacia adelante. Vio una escala que colgaba del costado del buque, un poco más allá. Soltarse de la cadena del ancla e intentar llegarse a la escala, mientras la corriente sacudiera a la canoa, parecía una misión imposible, pero seguir agarrada al eslabón de la cadena tampoco iba a servirle de nada.

Por último, sus ojos tropezaron con la cuerda sujeta a la proa de su embarcación. De inmediato, procedió a atar el extremo de la cuerda a la cadena y a continuación, con enorme esfuerzo, fue aproximando lentamente la canoa a la escala.