Luego, con el rifle en bandolera, subió por la escala hasta la abandonada cubierta del Kincaid.
Lo primero que hizo fue explorar el buque, con el rifle amartillado y dispuesto por si se daba de manos a boca con alguna amenaza humana que le aguardase a bordo. No tardó mucho en descubrir la causa del aparente abandono en que se encontraba el vapor: encontró en el castillo de proa, sumidos en el profundo sueño de una borrachera épica, a los marineros, a los que sin duda habían dejado al cuidado del barco.
Un estremecimiento de desagrado sacudió a Jane, que continuó adelante y, como Dios le dio a entender, cerró y echó el cerrojo de la escotilla, por encima de las cabezas de los dormidos centinelas. Acto seguido, fue a la despensa y, tras calmar el hambre, se apostó en la cubierta, firmemente decidida a impedir que subiera alguien a bordo del Kincaid, a menos que aceptase previamente las condiciones que ella impusiera.
Durante cosa de una hora sobre la superficie del río no apareció nada ni nadie que despertase su alarma, pero al final, Jane vio aparecer por una curva del río, corriente arriba, una canoa en la que iba sentada una sola persona. No había avanzado mucho en dirección a la joven, cuando ésta ya había reconocido a Rokoff en el ocupante de la canoa, de modo que al intentar el individuo subir a bordo del Kincaid se encontró con la boca del cañón de un rifle que le apuntaba a la cara.
Cuando el ruso se dio cuenta de la identidad de la persona que le impedía seguir adelante montó en cólera y prorrumpió en una furibunda sarta de maldiciones y amenazas. Luego, al percatarse de que por ese camino no llegaba a ninguna parte, que Jane ni se impresionaba ni se asustaba, cambió de táctica y recurrió a la súplica y a la promesa.
A todas las proposiciones del ruso, Jane no tuvo más que una respuesta: nada la induciría a permitir que Rokoff estuviese en el mismo barco que ella. El ruso tuvo en seguida el absoluto convencimiento de que la muchacha no vacilaría una décima de segundo en pasar a la acción y descerrajarle un tiro si él insistía en su intento de subir a bordo.
De forma que, al no tener otra alternativa, el acreditado cobarde volvió a dejarse caer en la canoa y, aunque el peligro de verse arrastrado por la corriente a mar abierto estuvo rondándole amenazador, consiguió llevar la embarcación a la orilla de la bahía opuesta a la ribera donde la horda de fieras gruñía y rugía.
Jane Clayton sabía que xsolo, sin ayuda de nadie, aquel sujeto no podía impulsar su pesada embarcación, remando contra la corriente, hasta el Kincaid, por lo que no temió ningún posible ataque por parte del ruso. Le pareció que la espantosa cuadrilla aposentada en la otra ribera era el mismo grupo que había visto pasar cerca de ella en la selva, río Ugambi arriba, varias jornadas antes. Resultaba a todas luces fuera de toda lógica que hubiese más de un grupo formado por tan extraños componentes como aquel, pero tampoco podía imaginar qué fue lo que los indujo a trasladarse corriente abajo, hasta la desembocadura del Ugambi.
Al anochecer, los gritos que empezó a lanzar el ruso desde la otra orilla del río alarmaron súbitamente a la muchacha. Instantes después, al seguir la dirección de la mirada de Rokoff, el terror se apoderó de Jane al ver que un bote del Kincaid descendía por el río. Tuvo la seguridad de que los ocupantes de la barca no podían ser más que miembros de la desaparecida tripulación del buque… sólo canallas y enemigos despiadados.
XVI
En la oscuridad de la noche
Cuando Tarzán de los Monos se dio cuenta de que le habían atrapado las enormes mandíbulas de un cocodrilo no reaccionó como lo hubiera hecho un hombre corriente, abandonando toda esperanza y resignándose al fatídico destino de la muerte.
En vez de renunciar a la lucha, se llenó los pulmones de aire antes de que el tremendo reptil lo arrastrara bajo la superficie y luego, con toda la formidable potencia de sus músculos, bregó para liberarse de aquellas quijadas asesinas. Pero fuera de su elemento natural, el hombre-mono se encontraba en demasiada desventaja para hacer algo más que obligar al monstruo a aumentar su rapidez natatoria mientras arrastraba a su presa por debajo de la superficie del río.
Los pulmones de Tarzán estaban a punto de estallar, bajo la necesidad imperiosa de una bocanada de aire fresco. Comprendió que sólo podría sobrevivir unos segundos más y, en el paroxismo final de su angustia, hizo lo único que podía hacer para vengar su propia muerte.
Pegó su cuerpo a la piel viscosa del saurio y buscó entre los escudos córneos que la protegían un punto en el que hundir el cuchillo de piedra, mientras la espeluznante criatura se esforzaba en llevarlo a su guarida.
Los esfuerzos del hombre-mono no sirvieron más que para que el cocodrilo acelerase su velocidad, y en el preciso momento en que Tarzán comprendió que había llegado al limite de su resistencia, notó que su cuerpo se arrastraba por un lecho fangoso y sus fosas nasales emergieron por encima de la superficie del agua. A su alrededor, la oscuridad absoluta del foso…, el silencio de la tumba.
Tarzán de los Monos permaneció momentáneamente tendido allí, sobre el fétido lecho al que le había llevado el saurio, jadeante, tratando de llevar aire a los pulmones. Sintió junto a sí las heladas y duras placas que revestían el cuerpo del reptil, que subían y bajaban como si el cocodrilo se esforzase espasmódicamente en respirar.
Ambos continuaron varios minutos en la misma postura y lugar. Luego, de súbito, el gigantesco cuerpo tendido junto al hombre se convulsionó, tembló, se quedó rígido. Tarzán se incorporó y, de rodillas, miró al cocodrilo. Descubrió, asombradísimo, que el feroz reptil estaba muerto. El fino cuchillo había encontrado un punto vulnerable entre las escamas córneas de su armadura.
El hombre-mono se puso en pie con vacilante impulso y tanteó el húmedo y rezumante cubil. Se percató de que estaba aprisionado en una cámara subterránea lo bastante amplia como para acomodar a más de una docena de cocodrilos de las proporciones del que le había arrastrado hasta allí.
Comprendió que se encontraba en la madriguera secreta que aquella criatura tenía bajo el suelo de la orilla del río y que, indudablemente, la única forma de entrar y salir era la abertura sumergida a través de la cual le había trasladado allí el terrible cocodrilo.
En lo primero que pensó, naturalmente, fue en salir de allí, pero parecía altamente improbable que pudiera bucear, salir a la superficie del río y luego llegar a la orilla. Era posible que aquel pasadizo sumergido estuviese plagado de vueltas y revueltas y, lo que más temía, que, en su trayecto de vuelta se tropezase con otros viscosos habitantes de aquellas cavernas.
Incluso aunque lograra llegar sin tropiezo al río, aún subsistía el peligro de que le atacasen antes de que pudiera echar pie a tierra. Pero no tenía ninguna otra opción, de forma que tras llenarse los pulmones del hediondo aire de la cámara, Tarzán de los Monos se aventuró por aquel oscuro y acuoso agujero, que no podía ver y que exploró a base de tantear con las manos y las piernas.
La pierna sobre la que se habían cerrado las mandíbulas del cocodrilo estaba gravemente malherida, pero no tenía ningún hueso roto, y los músculos y tendones tampoco habían sufrido suficiente daño como para que la pierna quedase inutilizada. Le dolía de una manera insoportable, pero nada más.
Tarzán de los Monos, sin embargo, estaba acostumbrado al dolor, así que no le prestó más atención en cuanto comprobó que los afilados dientes del monstruo no habían causado daños irreparables a la extremidad inferior.
Rápidamente serpenteó y nadó por el descendente pasillo sumergido, hasta llegar por fin al fondo del río, a escasos metros de la orilla. Cuando el hombre-mono emergió a la superficie, vio a escasa distancia del lugar donde se encontraba las cabezas de un par de enormes cocodrilos. Los saurios se precipitaron rápidamente hacia él y, sólo gracias a un esfuerzo sobrehumano, logró Tarzán agarrarse a las ramas de un árbol tendidas sobre la corriente.
Justo a tiempo, porque apenas había conseguido encaramarse y ponerse a salvo en la rama cuando dos fauces hambrientas chasquearon malévolas inmediatamente debajo de él. Tarzán descansó unos minutos en el árbol que tan oportunamente le había procurado la salvación. Los ojos del hombre-mono examinaron el río corriente abajo, en toda la longitud que la tortuosa corriente permitía, pero no divisó el menor rastro del ruso ni de su canoa.
Tras vendarse la pierna y descansar un poco, emprendió la persecución de la canoa arrastrada por la corriente. Se encontraba en la ribera contraria a la que ocupaba cuando se lanzó al agua, pero como la persona a la que iba siguiendo navegaba por el centro del río, al hombre-mono le daba lo mismo la orilla por la que tuviera que marchar en pos de su presa.
Le contrarió mucho comprobar que la pierna herida se encontraba en un estado bastante peor de lo que había supuesto, lo cual le impedía avanzar con la soltura y rapidez que hubiera deseado. A duras penas y con enorme esfuerzo podía marchar a pie y en seguida se percató de que saltar de árbol en árbol no sólo le resultaba arduo, sino realmente peligroso.
La anciana negra, Tambudza, le había dicho algo que ahora colmaba de dudas y desconfianza el cerebro de Tarzán. Al comunicarle la muerte del niño, la vieja añadió que la mujer blanca, con todo y sentirse abatida por el dolor, le había confiado que el niño no era suyo.
Tarzán no imaginaba qué motivos pudiera tener Jane para considerar aconsejable ocultar su verdadera identidad o la del crío. La única explicación que se le ocurría al hombre-mono era la de que, al fin y a la postre, tal vez Jane no fuese realmente la mujer blanca que acompañó a su hijo y al sueco al interior de la jungla.
Cuantas más vueltas le daba en la cabeza a aquel asunto, más firme era su convicción de que su hijo había muerto y su esposa aún continuaba en Londres, sana, salva, y ajena al terrible destino sufrido por el primogénito del matrimonio.
Después de todo, pues, la interpretación que dio Tarzán a la siniestra bravata de Rokoff era errónea, y estuvo soportando innecesariamente la carga de un doble e infundado temor… Al menos, así lo pensaba ahora el hombre-mono.
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