Se limitó a hundir de vez en cuando la pala del remo para desviar el rumbo de aquella embarcación primitiva hacia el costado del barco.

Al acercarse, la oscura mole apareció frente a él como si surgiera de entre las negruras de la noche. No se oía sonido alguno en la cubierta del Kincaid. Paulvitch dirigió la canoa hacia el buque. El roce momentáneo de la proa del esquife contra las tablas del barco fue el único ruido que quebró el silencio nocturno.

Tembloroso de pura excitación nerviosa, el ruso permaneció inmóvil durante varios minutos; pero de la gigantesca mole que se erguía sobre él no brotó sonido alguno indicador de que en la nave se habían apercibido de su llegada.

Subrepticiamente, desplazó el esquife hacia la proa hasta que los tirantes del bauprés quedaron directamente encima de él. Llegaba a ellos, justo, pero podía alcanzarlos. Amarrar la canoa a los estays fue cuestión de un par de minutos; a continuación, el ruso se izó a bordo en el más absoluto silencio.

Segundos después pisaba la cubierta. El recuerdo de la sobrecogedora cuadrilla que había ocupado el barco disparó escalofríos vibrantes a la largo de la columna vertebral del cobarde merodeador, pero su vida dependía del éxito de aquella aventura, de modo que no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y armarse de valor para afrontar los trances terribles que sin duda le esperaban.

En la cubierta del vapor no percibió ningún ruido ni señales de vigilancia. Paulvitch se deslizó furtivamente en dirección al castillo de proa. El silencio era total. La escotilla estaba levantada y, al mirar al interior, Paulvitch vio a uno de los tripulantes del Kincaid que estaba leyendo al resplandor de una humeante lámpara que colgaba del techo de los alojamientos de la dotación.

Paulvitch lo conocía bien, era un sujeto torvo, de instintos sanguinarios, en el que el ruso confió casi plenamente para llevar a cabo el plan que había concebido. Despacio, el ruso descendió a través de la abertura hasta los peldaños de la escalera que llevaba al castillo de proa.

Sus ojos no se apartaron un segundo del hombre que estaba leyendo, preparado para advertirle que guardara silencio en el mismo instante en que reparase en su presencia. Pero el marinero estaba tan abismado en la lectura de la revista que el ruso llegó hasta el piso del castillo de proa sin que nadie reparase en él.

Paulvitch volvió la cabeza y susurró el nombre del absorto lector. Éste levantó los ojos de la revista, unos ojos que se desorbitaron al tropezar con el semblante familiar del lugarteniente de Rokoff… Luego los entornó automáticamente y su entrecejo se frunció en gesto de desaprobación.

–¡Al diablo! – exclamó-. ¿De dónde sale? Todos creíamos que lo habían largado al otro barrio, que es el sitio en el que debía estar desde hace mucho tiempo. Su señoría se va a llevar un alegrón tremendo cuando lo vea.

Paulvitch se llegó hasta el marinero. Una sonrisa amistosa decoraba los labios del ruso. Tendió la mano al hombre, como si éste fuera un amigo de toda la vida al que hiciese tiempo que no veía. El marinero no se dignó aceptarla, actuó como si no la viera, ni correspondió a la sonrisa de Paulvitch.

–He venido a echaros una mano -explicó Paulvitch-. He vuelto para rescataros de las garras del inglés y de sus fieras… Después ya no tendremos nada que temer de la ley cuando volvamos a la civilización.

»Podemos caer sobre ellos y liquidarlos mientras duermen… Me refiero a Greystoke, a su esposa y a ese granuja negro, Mugambi. Luego, dejar el barco limpio de fieras será coser y cantar. ¿Dónde están esos bichos?

–Abajo -respondió el marinero-, pero permítame que le aclare algo, Paulvitch. Ni se le ocurra pensar que va a convencemos para que nos revolvamos contra el inglés. Ya hemos tenido bastante de usted y de esa otra bestia que le mandaba. De su patrón no quedan ni los restos y, o mucho me equivoco, o a usted le va a ocurrir tres cuartos de lo mismo dentro de muy poco. Nos trataron como a perros y si cree que le tenemos tanto así de afecto vale más que mande al guano esa idea.

–¿Eso significa que te vuelves contra mí? – preguntó Paulvitch.

El otro asintió con la cabeza y, al cabo de un momento, durante el cual pareció ocurrírsele algo, volvió a hablar.

–A menos -dijo- que pueda ofrecerme algo que merezca la pena, antes de que el inglés se entere de que está usted aquí.

–No me condenarás a volver a la selva, ¿verdad? – preguntó Paulvitch-. No sobreviviría allí ni una semana.

–No dejaría de tener alguna posibilidad de sobrevivir -repuso el marinero-. Aquí no tiene ni la más remota. Si se me ocurriera despertar a mis compañeros, le harían picadillo antes siquiera de que el inglés pudiese echarle el guante. Ha tenido una suerte loca al ser yo el único que está despierto, mientras todos los demás duermen.

–¡Estás loco! – protestó Paulvitch-. ¿No sabes que el inglés hará que os ahorquen a todos en cuanto regreséis a un sitio donde la ley pueda cogeros?

–No, el inglés es un caballero y no nos hará semejante faena -replicó el marinero-.