He venido a todo correr para avisarte y estoy agotado.
El piloto del Kincaid se dejó caer en el suelo y respiró entrecortadamente, como si realmente se encontrara sin resuello.
Mugambi titubeó. Le habían dejado allí para cuidar de las dos mujeres. No sabía qué hacer y entonces Jane Clayton, que había oído la historia de Schneider, intervino para añadir sus instancias a las del piloto.
–No pierdas tiempo -apremió-. Aquí estaremos perfectamente seguras. El señor Schneider se quedará con nosotras. Ve, Mugambi. Hay que salvar a ese pobre hombre.
Oculto entre unos matorrales que crecían al borde del campamento, Schmidt esbozó una sonrisa. Mugambi no tenía más remedio que obedecer la orden de su ama, de modo que, aunque dudaba de lo sensato de su acción, partió en dirección sur, con Jones y Sullivan a la zaga.
Tan pronto se perdieron de vista, Schmidt se incorporó y salió disparado a través de la jungla, hacia el norte. Al cabo de unos minutos, la cara de Kai Shang, de Foshan, apareció en la linde del claro. Schneider vio al chino y le hizo una seña, indicándole que el terreno estaba despejado.
Jane Clayton y la mujer mosula permanecían sentadas delante de la tienda de la muchacha, de espaldas a los facinerosos que se les acercaban. La primera indicación que las dos mujeres tuvieron de la presencia de extraños en el campamento fue al ver la repentina aparición a su alrededor de media docena de malhechores harapientos.
–¡Venga! – ordenó Kai Shang, al tiempo que indicaba por señas a las dos mujeres que se levantaran y le siguieran.
Jane Clayton se puso en pie de un salto y volvió la cabeza para mirar a Schneider… Le vio entre los invasores del campamento, con una sonrisa en la cara. Junto a él se encontraba Schmidt. Lady Greystoke comprendió automáticamente que había sido víctima de una confabulación.
–¿Qué significa esto? – dirigió su pregunta al piloto.
–Significa que hemos encontrado un barco y que ya podemos largarnos de la Isla de la Selva -replicó el hombre.
–¿Por qué envió a la jungla a Mugambi y a los otros dos? – quiso saber Jane Clayton.
–No vienen con nosotros… Sólo nos iremos usted, la mujer mosula y yo.
¡Venga! ¡Vamos! – repitió Kai Shang, y cogió a Jane Clayton por la muñeca.
Uno de los maoríes agarró de un brazo a la mujer negra y al ver que iba a ponerse a chillar le cruzó los labios con un bofetón.
Mugambi corría por la selva hacia el sur. Jones y Sullivan le seguían, pero a bastante distancia. El negro continuó a toda velocidad, decidido a auxiliar a Schmidt, a lo largo de más de kilómetro y medio, pero no vio el menor rastro del hombre desaparecido ni de los monos de Akut.
Al final, acabó por detenerse y procedió a lanzar al aire las llamadas que Tarzán y él solían emplear para convocar a los gigantescos antropoides. No obtuvo respuesta. Jones y Sullivan alcanzaron al guerrero negro en el instante en que profería aquel increíble alarido. El indígena continuó su búsqueda durante cerca de otro kilómetro, repitiendo la llamada de vez en cuando.
Por último, la verdad brilló en su cerebro y entonces, como un ciervo asustado, giró sobre sus talones y emprendió veloz regreso al campamento. Al llegar a él, sólo unos segundos fueron suficientes para que la confirmación de sus temores se estampase en su mente. Lady Greystoke y la mujer mosula habían desaparecido. Y Schneider, tres cuartos de lo mismo.
Cuando Jones y Sullivan llegaron a su altura, Mugambi los hubiese matado de buena gana, impulsado por la cólera, ya que creía que formaban parte de aquella maquinación, pero los marineros lograron convencerle de que ellos no sabían nada del asunto.
Mientras hacían cábalas acerca del probable paradero de las mujeres y de su secuestrador, así como del propósito que animó a Schneider a llevárselas del campamento, Tarzán de los Monos saltó al suelo desde la enramada de un árbol y atravesó el claro en dirección a los tres hombres.
Sus agudos ojos se percataron al instante de que algo marchaba radicalmente mal, y cuando oyó el relato de Mugambi, el hombre-mono chasqueó los dientes, apretó las mandíbulas con furia y frunció el entrecejo mientras se sumía en profunda meditación.
¿Qué pretendía conseguir el piloto al secuestrar a Jane Clayton, llevándosela de un campamento en una pequeña isla donde no tenía la más remota posibilidad de escapar a la venganza de Tarzán? El hombre-mono no podía creer que aquel individuo fuese tan estúpido. De súbito, un leve chisporroteo de realidad brotó en su imaginación.
Schneider no hubiera cometido un acto así a menos de estar prácticamente seguro de que disponía de un medio para abandonar la Isla de la Selva con sus prisioneras. Sin duda había otras personas complicadas en el asunto, alguien que deseaba para algo a la mujer de piel oscura.
–Vamos -dijo Tarzán-, sólo podemos hacer una cosa: seguirles la pista.
En el momento en que terminaba de pronunciar tales palabras, un sujeto alto y desgarbado salía de la selva, por la parte norte del campamento. Se dirigió en linea recta a los cuatro hombres. Era un completo desconocido para todos ellos, ninguno de los cuales hubiera soñado que, aparte los que se albergaban en su propio campamento, pudiese haber otro ser humano en las inhóspitas orillas de la Isla de la Selva.
Se trataba de Gust. Fue directamente al grano.
–Les han quitado las mujeres -dijo-. Si quieren volver a verlas, reaccionen ya mismo y síganme. Si no nos damos prisa, la Cowrie estará en alta mar cuando lleguemos al fondeadero.
–¿,Quién es usted? – preguntó Tarzán-. ¿Qué sabe del secuestro de mi esposa y de la mujer negra?
–0í a Kai Shang y a Momulla el Maorí cuando tramaban el rapto con dos hombres de este campamento. Yo tuve que abandonar el mío porque iban a matarme.
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