Salió precipitadamente de la tienda del cocinero. No era persona que necesitase una explicación detallada de determinadas intenciones que eran demasiado evidentes.

Con la misma certeza que si les hubiera escuchado mientras tramaban su conspiración, supo que Kai Shang y Momulla iban allí a arrancarle la vida. Hasta entonces, el hecho de que él fuera la única persona de la cuadrilla capaz de gobernar la Cowrie fue suficiente garantía de seguridad; pero saltaba a la vista que había sucedido algo que él ignoraba, algo que había cambiado las cosas hasta el punto de que a los conspiradores les beneficiaba eliminarle.

Sin concederse un segundo de respiro, Gust atravesó la playa como una flecha y se adentró en la selva. La selva le aterraba; en ella resonaban ruidos misteriosos, sobrecogedores, que surgían de todos los huecos y rincones, de los enigmáticos laberintos de aquella enmarañada zona que se extendía más allá de la playa.

Pero si a Gust le asustaba la selva, más pavor le inspiraban aún Kai Shang y Momulla. Los peligros

de la jungla eran más o menos inciertos, pero el que le amenazaba, caso de caer en manos de sus compañeros, le era perfectamente conocido en cantidad y calidad: podía concretarse expresado en centímetros de hoja de acero o de cuerda rematada en nudo corredizo. Había visto a Kai Shang estrangular a un hombre en un callejón oscuro de Pai-sha, detrás del local de Loo Kotai. Temía al dogal, por lo tanto, más que al cuchillo del maorí; pero las dos cosas le asustaban demasiado para quedarse al alcance de cualquiera de ellas. En consecuencia, optó por la selva, con todo lo despiadada que era.

XXI

La ley de la jungla

En su campamento, Tarzán había conseguido por fin, a copia de amenazar y prometer recompensas, tener casi terminado el casco de una embarcación de proporciones bastante respetables. La mayor parte del trabajo lo habían realizado Mugambi y él con sus propias manos. Aparte de esa tarea, también se encargaron de suministrar carne a los ocupantes del campamento.

Schneider, el piloto, tras una considerable cantidad de refunfuños, abandonó ostentosamente la tarea y se fue a cazar a la selva, acompañado de Schmidt. Puso la excusa de que necesitaba un poco de descanso y Tarzán, para no aumentar las tensiones que hacían poco menos que insoportable la vida en el campamento, los dejó marchar sin la menor protesta.

Sin embargo, en el transcurso del día siguiente Schneider fingió sentir remordimientos y, sin que nadie le dijese nada, se puso a trabajar en el esquife. Schmidt también lo hacía contento y de buen grado, por lo que lord Greystoke se felicitó por el hecho de que al fm los dos hombres se habían percatado de que no quedaba más remedio que llevar a cabo lo que se les pedía y que estaban tan obligados a cumplir como el resto de la partida.

Con una sensación de alivio como no la había experimentado en bastantes jornadas, Tarzán emprendió al mediodía una expedición de caza y se adentró en la selva en busca de un rebaño de cervatillos que Schneider le dijo que Schmidt y él vieron el día anterior.

Schneider afirmó haberlos avistado por el suroeste y en aquella dirección marchó Tarzán, desplazándose ágilmente a través de la embrollada vegetación del bosque.

Y mientras el hombre-mono se alejaba hacia allí, procedentes del norte se acercaban media docena de individuos de semblante innoble que caminaban por la selva furtivamente, tal como hacen las personas que se proponen cometer algún acto inconfesable.

Creían avanzar sin ser vistos, pero detrás de ellos caminaba un hombre alto que les llevaba siguiendo los pasos casi desde el mismo instante en que salieron de su campamento. En los ojos del perseguidor había odio y miedo, pero también una gran curiosidad. ¿Por qué marchaban tan sigilosamente hacia el sur Kai Shang, Momulla y los demás? ¿Qué esperaban encontrar allí? Gust meneó su cerril cabeza, llena de perplejidad en aquel momento. Lo averiguaría. Los seguiría y se enteraría de sus planes. Después, si le era posible frustrárselos, lo haría… eso, seguro.

Al principio pensó que habían salido a buscarlo a él; pero su escaso buen juicio acabó por informarle de que tal no podía ser el caso, puesto que al conseguir que se largara del campamento, sus deseos se habían cumplido. Ni Kai Shang ni Momulla se molestarían en organizar una expedición para matarle, a él o a cualquier otra persona, a menos que eso les proporcionara dinero contante y sonante. Y como Gust no tenía dinero, saltaba a la vista que buscaban a otra persona.

Finalmente, la partida a la que iba pisando los talones se detuvo. Sus integrantes se escondieron entre la vegetación que flanqueaba el sendero por el que habían llegado hasta allí. Para poder observarlos mejor, Gust trepó a las ramas de un árbol, a espaldas de sus antiguos compañeros, extremando las precauciones y poniendo buen cuidado en mantenerse entre las frondas más densas para evitar que le viesen.

No tuvo que esperar mucho para ver que, por el camino procedente del sur, se acercaba cautelosamente un hombre blanco desconocido.

Al verle llegar, Momulla y Kai Shang se levantaron y salieron de sus escondites para saludarle. A Gust no le fue posible oír las palabras que intercambiaron. Luego el hombre dio media vuelta y se marchó en la misma dirección por la que había llegado.

Era Schneider. Al acercarse a su campamento, dio un rodeo para entrar en él por la parte contraria y echó a correr. Jadeante y excitadísimo llegó hasta Mugambi.

–¡Rápido! – gritó-. Esos monos vuestros han cogido a Schmidt y lo matarán si no acudimos en seguida a rescatarlo. Tú eres el único que puedes convencerlos para que lo suelten. Llévate a Jones y a Sullivan, es posible que necesites ayuda, y procura liberar a Schmidt cuanto antes. Sigue el sendero de caza en dirección sur cosa de kilómetro y medio. Yo me quedaré aquí.