La cabeza en forma de bala cayó hacia adelante, para quedar apoyada fláccidamente sobre el peludo pecho. Cesaron los aullidos y rugidos.
Los porcinos ojillos de los espectadores se trasladaron de la inerte forma de su jefe a la figura de aquel mono blanco que se ponía en pie junto al vencido. Tas miradas volvieron después al destronado rey como si, estupefactos, fuesen incapaces de comprender por qué no se levantaba y daba cuenta de aquel presuntuoso extraño.
Vieron que el recién llegado plantaba un pie sobre el cuello de la inmóvil figura tendida ante él, echaba hacia atrás la cabeza y lanzaba al viento el singular grito de desafío del mono macho que ha consumado una muerte. Comprendieron entonces que su rey acababa de morir.
Las espeluznantes notas de aquel grito de victoria reverberaron a lo largo y ancho de la selva. Los micos situados en las copas de los árboles suspendieron su parloteo. También guardaron súbito silencio las chillonas aves de brillante plumaje. De la distancia llegó la respuesta al grito de desafío que emitió un leopardo, a la que siguió el rugido profundo de un león.
El Tarzán de otros tiempos selváticos dirigió la mirada interrogadora de sus ojos hacia el reducido grupo de simios que tenía frente a sí. Fue el antiguo Tarzán quien sacudió la cabeza como si tratara de apartar de la cara y echarse hacia atrás la espesa melena: vieja costumbre de aquella época pasada en la que las largas guedejas negras le caían sobre los hombros y a menudo se colocaban delante de los ojos, en los instantes cruciales en que tener despejada la visión podía significar la vida o la muerte.
El hombre-mono sabía que era posible que le atacase de inmediato el mono macho que se considerara más fuerte y preparado para competir por el cargo de rey de la tribu. Entre los antropoides de la comunidad de Tarzán no era inhabitual que un absoluto desconocido entrase a formar parte de ella y, tras despachar al rey, asumiera la jefatura de la tribu y tomara posesión de las hembras del monarca caído.
Por otra parte, si no hacía el menor intento de seguirlos, lo más probable era que se alejaran de él poco a poco y que, posteriormente, los candidatos al trono lucharan entre sí para conseguir los regios atributos. Tenía la plena certeza de que, si se lo proponía, estaba a su alcance erigirse en rey de aquella tribu, pero, en cambio, de lo que no podía estar seguro era de que tal situación de mando le interesara, puesto que comportaba a veces obligaciones fastidiosas y no alcanzaba a ver qué posibles ventajas particulares podría reportarle.
Uno de los simios más jóvenes, una gigantesca bestia de músculos imponentes y aire amenazador, se fue aproximando al hombre-mono. Enseñó los colmillos y dejó oír a través de ellos un torvo gruñido.
Tarzán no le quitaba ojo; observó atentamente cada uno de sus movimientos, erguido y rígido como una estatua. De haber retrocedido un paso, habría provocado una acometida inmediata; si se hubiera precipitado al encuentro del simio, la consecuencia habría sido la misma, o tal vez el belicoso mono hubiera emprendido la retirada… todo dependía de la cantidad de valor que tuviese el joven antropoide.
Permanecer completamente inmóvil, a la espera de la iniciativa que el contrario pudiese tomar, era el adecuado término medio. En ese caso, el macho provocador, de acuerdo con la costumbre, se aproximaría hasta situarse muy cerca del objeto de su atención. Soltaría espantosos gruñidos amedrentadores y enseñaría los babeantes colmillos.
Procedería a girar lentamente en círculo alrededor del otro, como si algo le ligase a él… Y eso fue lo que hizo aquel cuadrumano, tal como Tarzán había anticipado.
Acaso se tratara de un farol majestuoso, aunque, por otra parte, el cerebro de un simio es tan inestable que cualquier arrebato súbito podía impulsar aquella masa peluda sobre el hombre, sin previo aviso, con ánimo de desgarrar y despedazar con saña.
Mientras la fiera giraba a su alrededor, Tarzán fue volviéndose despacio también, con los ojos clavados en su antagonista. La opinión que se había formado de aquel mono joven era la de que se trataba de un individuo que hasta entonces nunca se había considerado capaz de vencer al rey en ejercicio, pero que estaba convencido de que algún día iba a conseguirlo. Tarzán observó que era un ejemplar de proporciones magníficas, que se alzaba hasta una altura de dos metros diez sobre sus cortas y arqueadas extremidades inferiores.
Incluso levantado en toda su estatura, los largos brazos casi le llegaban al suelo y sus tremendos incisivos, muy cerca del rostro de Tarzán en aquel momento, eran excepcionalmente largos y afilados. Al igual que los demás integrantes de la tribu, se diferenciaba en muy pocos detalles, todos secundarios, de los monos entre los que Tarzán vivió su infancia y juventud.
Al principio, nada más ver los velludos cuerpos de los antropoides, un estremecimiento de esperanza agitó a Tarzán…, la esperanza de que, por una extraña veleidad del destino, hubiera regresado al seno de su propia tribu. Pero un examen más atento le había convencido de que aquellos simios pertenecían a otra familia.
Mientras el amenazador macho seguía dando vueltas, muy tieso y moviéndose espasmódicamente, a la manera en que lo hacen los perros cuando entre ellos aparece un individuo desconocido, a Tarzán se le ocurrió comprobar si el lenguaje de su propia tribu era idéntico al de aquella otra comunidad, así que se dirigió a su presunto adversario, hablándole en la lengua de la tribu de Kerchak.
¿Quién eres tú -le preguntó- que te atreves a amenazar a Tarzán de los Monos?
La sorpresa apareció en el semblante de la peluda bestia.
-Soy Akut -replicó en el mismo lenguaje simple, primitivo, tan bajo en la escala de las lenguas orales que, como Tarzán había supuesto, era idéntico al de la tribu en la que había vivido los veinte primeros años de su existencia.
-Yo soy Akut -repitió el mono-. Molak ha muerto. Soy el rey. ¡Márchate si no quieres que te mate!
–Ya viste con qué facilidad he matado a Molak -replicó Tarzán-. Si quisiera ser rey, te mataría a ti del mismo modo. Pero Tarzán de los Monos no tiene ningún interés en ser rey de la tribu de Akut. Lo único que desea es vivir en paz en esta tierra. Seamos amigos. Tarzán de los Monos puede ayudaros y vosotros podéis ayudar a Tarzán de los Monos.
–Tú no puedes matar a Akut -contestó el simio-. Nadie es tan grande como Akut. Si tú no hubieses matado a Molak, Akut lo habría hecho, porque Akut estaba ya listo para ser rey.
A guisa de respuesta, Tarzán se abalanzó hacia la enorme fiera, que en el curso de la conversación había bajado la guardia ligeramente.
En un abrir y cerrar de ojos aferró la muñeca del gigantesco mono, le obligó a dar media vuelta antes de que tuviese tiempo de abrazarlo a él y se encaramó de un salto en las amplias espaldas del antropoide.
Ambos cayeron juntos, pero la maniobra le salió a Tarzán a las mil maravillas, tan perfectamente que antes de que llegaran al suelo ya había inmovilizado a Akut con la misma presa que poco antes empleara para romper el cuello a Molak.
Poco a poco fue aumentando la presión y luego, de la misma manera que en otra época pasada brindó a Kerchak la oportunidad de rendirse y conservar la vida, ofreció a Akut -en quien veía un posible aliado de enorme vigor y recursos considerables- la opción de vivir en paz y amistosa armonía con él o morir como momentos antes había visto caer a su hasta entonces salvaje e invencible rey.
-¿Ka-goda? -susurró Tarzán al mono sobre el que se encontraba.
Era la misma pregunta que había formulado a Kerchak y que en el lenguaje de los monos significa, en versión más o menos libre: «¿Te rindes?».
Akut recordó el chasquido que oyó poco antes de que el grueso cuello de Molak se tronchase. Se estremeció.
La idea de renunciar a la jefatura le fastidiaba enormemente, así que bregó con todas sus fuerzas para liberarse. Sin embargo, una repentina y torturante presión sobre las vértebras arrancó a sus labios un angustioso «¡Ka-goda!».
Tarzán aflojó un poco la presa.
–Aún estás a tiempo de ser rey, Akut-dijo-.
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