Tarzán a duras penas logró contener la sonrisa.

La misma codicia de la pareja iba a ser la causa de su fracaso, al menos en lo que concernía al rescate. Fingió titubear y hasta regateó un poco, adrede, pero Paulvitch se mostró inexorable. Por último, el hombre-mono extendió el talón por una cantidad superior al saldo que tenía en la cuenta.

Al volverse para tender al ruso aquel inútil rectángulo de papel, su mirada pasó casualmente por encima de la amura de estribor del Kincaid. Y vio con gran sorpresa que el buque se encontraba a sólo unos centenares de metros de tierra. Una tupida selva tropical llegaba casi hasta el mismo borde del mar, mientras que en segundo plano, hacia el interior, se elevaba un terreno cubierto de foresta.

Paulvitch observó la dirección de su mirada.

–Ahí vamos a dejarle en libertad -dijo.

El plan que alimentaba Tarzán para vengarse inmediatamente del ruso se desvaneció en el aire. Supuso que la tierra que tenía ante sí correspondía al continente africano y comprendió que si le liberaban allí le iba a resultar relativamente fácil encontrar y cubrir el camino de regreso a la civilización.

Paulvitch cogió el cheque.

–Desnúdese -ordenó al hombre-mono-. Ahí no va a necesitar la ropa.

Tarzán vaciló.

Paulvitch indicó los marineros armados. El inglés procedió entonces a desvestirse lentamente.

Se arrió un bote y condujeron a Tarzán a tierra, fuertemente custodiado. Media hora después, los marineros estaban de vuelta en el Kincaid y el buque se aprestaba despacio a reanudar la navegación.

Mientras Tarzán contemplaba desde la estrecha franja de playa la partida del barco vio asomar por la borda una figura que empezó a dar grandes voces para llamar su atención.

El hombre-mono se disponía a leer una nota que le había entregado uno de los marineros del bote, poco antes de regresar al vapor, pero al oír los gritos de aviso alzó la cabeza y miró hacia la cubierta del Kincaid.

Vio allí a un hombre de negra barba que se burlaba de él entre risotadas, al tiempo que mantenía por encima de su cabeza la figura de un niño pequeño. Tarzán hizo un movimiento como si fuera a lanzarse al mar para intentar llegar a nado hasta el vapor, que ya estaba en marcha, pero al darse cuenta de lo estéril de tan insensato intento se detuvo en el mismo borde del agua.

Allí permaneció, con la vista clavada en el Kincaid, hasta que el buque desapareció tras un promontorio que se destacaba de la línea de la costa.

En la espesura de la selva, a su espalda, unos ojos feroces, inyectados en sangre, le contemplaban a través de las colgantes hebras de unas cejas hirsutas.

Grupos de pequeños monos parloteaban y reñían en las copas de los árboles. A lo lejos, en las profundidades de la selva, resonó el rugido de un leopardo.

Pero John Clayton, lord Greystoke, continuó allí, ciego y sordo, sumido en el dolor de los alfilerazos que se le clavaban al pensar en la oportunidad perdida al dejarse embaucar por la falsa oferta de ayuda del lugarteniente de su enemigo.

«Al menos -pensó Tarzán-, me queda el consuelo de saber que Jane está a salvo en Londres. Gracias a Dios, ella no ha caído también en las garras de estos facinerosos.»

A su espalda, el ser velludo cuyos perversos ojillos habían estado contemplándole, como un gato acecha al ratón, se desplazaba sigilosamente hacia él.

¿Dónde estaban los adiestrados sentidos del salvaje hombre-mono?

¿Dónde su finísimo oído?

¿Dónde su extraordinario olfato?

III

Fieras al ataque

Tarzán desdobló lentamente la nota que el marinero le había puesto en la mano. La leyó. Al principio, sus sentidos ofuscados por el dolor no percibieron bien lo que significaba aquel texto, pero, al final, el objetivo de aquella espantosa conjura vindicativa se desplegó en toda su envergadura y alcance frente a la imaginación del hombre-mono. Decía la nota:

Esto le explicará la exacta naturaleza de mis intenciones respecto a usted y a su retoño.

Nació usted simio. Vivió desnudo en la selva… Le devolvemos, pues, a su ambiente natural; pero su hijo se elevará un peldaño sobre el nivel del padre. Es la inmutable ley de la evolución.

El padre era una bestia, pero el hijo será un hombre…, ascenderá al peldaño inmediatamente superior de la escala del progreso. El hijo no será una fiera que viva completamente desmida en la selva, sino que llevará taparrabos, ajorcas de cobre en los tobillos y tal vez un aro en la nariz, porque lo educarán hombres: una tribu de caníbales salvajes.

Podría haberle matado, pero eso hubiera acortado en buena medida el castigo que se ha ganado a pulso y que deseo aplicarle personalmente.

Muerto no podría experimentar el sufrimiento que le representará conocer la difícil situación en que se encuentra su hijo; pero vivo y en un lugar del que no podrá evadirse para ir a buscar o a auxiliar a su hijo, la tortura de su sufrimiento será mil veces peor que la muerte. Se pasará el resto de la vida pensando en los horrores que caracterizarán la existencia de su hijo. Esto, pues, será parte de su castigo por haber osado enfrentarse a

N. R.

P.D. El resto del correctivo que voy a aplicarle se refiere a lo que le ocurrirá a su esposa… Algo que dejo a su imaginación.

Al concluir la lectura, un leve sonido que se produjo a su espalda hizo dar un respingo al hombre-mono, al tiempo que regresaba al mundo de la realidad.

Todos sus sentidos se despertaron automáticamente y volvió a ser Tarzán de los Monos.

Cuando giró en redondo y vio ante sí al gigantesco mono macho que se precipitaba sobre él, Tarzán era ya una fiera acorralada, vibrante en su espíritu el instinto de conservación.

Los dos años transcurridos desde que Tarzán abandonó la selva virgen en compañía del hombre al que había rescatado, no menoscabaron prácticamente nada las impresionantes facultades que le permitieron erigirse en invencible señor de la jungla. Sus extensas propiedades de Uziri le exigieron gran parte de su tiempo y atención, y allí encontró amplio campo para utilizar y mantener sus poderes casi sobrehumanos; pero luchar a brazo partido, desnudo y desarmado, con aquella bestia peluda, de cuello de toro, feroz y musculosa, era una prueba que al hombre-mono no le hubiera hecho ninguna gracia afrontar en ninguna época de su existencia selvática.

Sin embargo, no le quedaba más alternativa que la de enfrentarse a aquella furibunda criatura exclusivamente con las armas que le había proporcionado la naturaleza.

Por encima del hombro de aquel macho Tarzán vio los bustos de acaso una docena más de aquellos formidables antecesores del hombre primitivo.

Sabía, no obstante, que las probabilidades de que le atacasen eran mínimas, dado que en las facultades de raciocinio de los antropoides no entra la idea de considerar o apreciar el valor de una acción conjunta contra un enemigo. De otro modo, hace mucho tiempo que serían los auténticos dueños y señores de su territorio, dado el terrible poder de destrucción de sus poderosas zarpas y sus atroces colmillos.

Al tiempo que profería un sordo rugido, la bestia se abalanzó sobre Tarzán, pero el hombre-mono había descubierto, entre otras muchas cosas asimiladas en el mundo civilizado, determinados sistemas científicos de lucha desconocidos entre los pobladores de la jungla.

Y si bien años atrás hubiera plantado cara a la fiera recurriendo exclusivamente a la fuerza bruta, ahora dio un ágil salto hacia la izquierda y esquivó así la embestida de su enemigo. El impresionante simio pasó junto a Tarzán, quien le asestó un tremendo puñetazo en la boca del estómago.

El simio lanzó un alarido en el que se mezclaban la rabia y la angustia, al tiempo que se doblaba sobre sí mismo e iba a estrellarse contra el suelo, aunque casi instantáneamente empezó a bregar para incorporarse.

Sin embargo, antes de que consiguiera ponerse en pie, su adversario de piel blanca había dado ya media vuelta y se aprestaba a atacarle. Automáticamente, al lord inglés se le disolvió la superficial capa de civilización que le cubría.

Volvió a ser la salvaje fiera de la jungla que gozaba en el sangriento combate con los de su clase. Otra vez era Tarzán, hijo de Kala la simia.

Sus fuertes y blancos dientes se clavaron en la peluda garganta de su adversario, mientras tanteaba para localizar la palpitante yugular.

Dedos poderosos mantenían a distancia de su propia carne los colmillos enemigos o golpeaban y batían con la violencia de un martillo pilón la rugiente y espumeante cara del enemigo.

De pie, en círculo alrededor de los luchadores, los restantes miembros de la tribu de monos contemplaban y disfrutaban del combate. Emitían guturales gruñidos de aprobación cada vez que volaban por el aire trozos de piel blanca o puñados de ensangrentado pelo desprendidos de uno u otro de los contendientes. Pero en general guardaban silencio, expectantes y mudos de asombro cuando vieron que el poderoso mono blanco se colocaba a la espalda del rey de la tribu, sus músculos de acero se tensaban por debajo de las axilas del mono macho y las palmas de sus manos se enlazaban sobre la nuca de éste y ejercían presión sobre el cuello. El rey de la tribu de simios no pudo hacer más que lanzar gritos atribulados, dar vueltas impotentes sobre sí mismo y pisotear la espesa alfombra de hierba.

Del mismo modo que venció Tarzán al colosal Terkoz aquella vez, muchos años antes, cuando el hombre-mono se disponía a ir en busca de seres de su propia especie y color, así derrotaba ahora a aquel mono gigantesco, con la misma llave efectiva que descubrió por casualidad durante aquel otro combate.

La reducida concurrencia de feroces antropoides oyó el chasquido que produjo al romperse el cuello de su rey, mezclado con los gritos de dolor y los espantosos rugidos del cuadrumano.

Sonó luego un restallido súbito, como cuando la violencia del vendaval desgaja la rama de un árbol.