Y tampoco había tenido tiempo de doblar el cabo de Buena Esperanza. Así que Tarzán, desconcertado, ignoraba por completo dónde podía encontrarse.

Se preguntó en más de una ocasión si el buque no habría atravesado el Atlántico para depositarle en alguna playa selvática de América del Sur; pero la presencia de Numa, el león, le hizo comprender que tal no podía ser el caso.

Mientras caminaba en solitario por la selva, paralelamente a la orilla del mar, solía sentir un intenso deseo de verse acompañado, de forma que, poco a poco, empezó a lamentar no haberse integrado en la tribu de monos. No había vuelto a verlos desde el día de su llegada, cuando más predominaba en su ánimo la influencia de la civilización. Casi había regresado de nuevo a su antigua condición de Tarzán de los Monos y aunque se daba cuenta de que entre él y los grandes antropoides existían pocas cosas en común, no dejaba de decirse que estar con ellos era mejor que carecer por completo de compañía.

Avanzaba sin prisas, a veces por tierra y a ratos desplazándose de rama en rama. De vez en cuando se entretenía en recoger frutos o en darle la vuelta al tronco de un árbol caído, para buscar algún insecto de los de mayor tamaño, bichos que aún le resultaban tan agradables al paladar como en los viejos tiempos. Habría recorrido cerca de dos kilómetros cuando atrajo su atención el olor de Sheeta que el viento, que soplaba de cara, llevó hasta su olfato.

A Tarzán le alegraba extraordinariamente que Sheeta se cruzara en su camino, porque precisamente estaba deseando tropezarse con un ejemplar de pantera para agenciarse sus resistentes tripas, que utilizaría como cuerdas del arco, y la piel de los lomos, con la que se confeccionaría un taparrabos. De forma que, si bien hasta entonces la despreocupación había presidido sus paseos, a partir de ese momento Tarzán se convirtió en la personificación de la marcha cautelosa y furtiva.

Rápida y silenciosamente se deslizó a través de la floresta, en pos del salvaje felino. Y el perseguidor, con toda su noble estirpe, no era menos bárbaro que la fiera criatura a la que acechaba.

Al acercarse a Sheeta, Tarzán adivinó que la pantera, por su parte, andaba tras alguna pieza y, en el preciso instante en que la idea llegaba a su mente, llegó también a sus fosas nasales, impulsado por una leve brisa que soplaba desde la derecha, el fuerte olor de una comunidad de grandes simios.

Cuando Tarzán la avistó, Sheeta se encontraba a cierta distancia, en un árbol gigante y, más allá de la pantera, el hombre-mono vio a la tribu de Akut, cuyos miembros descansaban en un pequeño claro natural. Algunos dormían apoyados en los troncos de los árboles, mientras otros remoloneaban por allí, arrancaban trozos de corteza y, si descubrían debajo algún gusano, escarabajo o cualquier otro bicho comestible, se apresuraban a echárselo al coleto glotonamente.

Akut era el más próximo a Sheeta.

El enorme felino se encontraba agazapado sobre una gruesa rama y el denso follaje lo ocultaba a la vista del mono. La pantera aguardaba pacientemente a que el antropoide entrara en su radio de acción, se pusiera al alcance de su salto.

Con toda la precaución propia del caso, Tarzán tomó posiciones en el mismo árbol en que estaba Sheeta, un poco por encima de la pantera. Empuñaba en la mano izquierda el fino cuchillo de piedra. Hubiera preferido emplear la cuerda, pero la densidad de la fronda que rodeaba al felino no garantizaba ni mucho menos que el lanzamiento del lazo fuese certero.

Akut se había aproximado mucho, casi estaba debajo de la rama donde la muerte le aguardaba. Sheeta distendió un poco más las patas traseras y, de súbito, al tiempo que emitía un rugido espantoso, se abalanzó sobre el gigantesco simio. Pero una décima de segundo antes de que el felino saltara, otro animal de presa se dejó caer encima de él y el alarido de éste se mezcló con el salvaje rugido de la pantera.

Cuando el sobresaltado Akut alzó la cabeza, se vio a la pantera casi encima y, sobre el lomo de la misma, al mono blanco que le había vencido aquel día cerca de la corriente de agua grande.

Los dientes del hombre-mono estaban hundidos en el cuello de Sheeta y su brazo derecho se ceñía en torno al cuello de la fiera, mientras la mano izquierda, que esgrimía un afilado cuchillo de piedra, subía y bajaba repetidamente, descargando golpes furiosos en el costado del felino, por detrás de la paletilla izquierda.

Akut tuvo el tiempo justo para dar un salto lateral y evitar así verse cogido entre aquellos dos monstruos de la jungla enzarzados en feroz combate.

Cayeron estruendosamente a los pies del simio. Sheeta gruñía, chillaba y rugía de forma espeluznante, pero el mono blanco seguía tenaz y silenciosamente aferrado al cuerpo de su presa, que no cesaba en sus sacudidas frenéticas.

De modo constante, implacable, el cuchillo de piedra atravesaba una y otra vez la lustrosa piel de la pantera… Una y otra vez se hundía profundamente en el cuerpo del felino, hasta que éste, tras un último salto, acompañado de un aullido de agonía, rodó sobre un costado y quedó tendido allí, sin vida, completamente yerto e inmóvil, salvo por las vibraciones espasmódicas de los músculos.

El hombre-mono levantó entonces la cabeza, erguido sobre el cadáver del derrotado adversario, y, de nuevo, el salvaje grito retador, anuncio de la victoria, hizo estremecer el aire de la jungla.

Convertidos en asombrados espectadores, Akut y sus simios contemplaron, entre el temor y la maravilla, el cuerpo inerte de Sheeta y la ágil y erguida figura del hombre que la había matado.

Tarzán fue el primero en hablar.

Había salvado la vida a Akut con un objetivo y, conocedor de las limitaciones intelectuales del mono, no ignoraba que debía explicar ese propósito con sencillez y claridad al antropoide, si quería que le sirviera de acuerdo con sus esperanzas.

–Soy Tarzán de los Monos -dijo-. Poderoso cazador. Luchador formidable. Junto a la corriente de agua grande perdoné a Akut la vida cuando podía habérsela arrebatado y erigirme en rey de la tribu de Akut. Ahora he salvado a Akut de morir bajo los colmillos desgarradores de Sheeta.

»Cuando Akut o la tribu de Akut esté en peligro, llamad a Tarzán así…

El hombre-mono lanzó al aire el aterrador alarido con el que la tribu de Kerchak convocaba a los miembros ausentes cuando surgía algún peligro.

–Y cuando oigáis que Tarzán os llama -continuó-, recordad lo que ha hecho por Akut y acudid con la máxima rapidez que podáis. ¿Haréis lo que os dice Tarzán?

–¡Jiu! – asintió Akut, y los demás integrantes de la tribu emitieron un unánime «¡Jiu!».

A continuación, reanudaron su descanso y búsqueda de cosas que llevarse a la boca, como si nada hubiese ocurrido. En esa tarea alimenticia les acompañó John Clayton, lord Greystoke.

Observó, con todo, que Akut se mantenía siempre cerca de él y que a menudo se le quedaba mirando con una extraña expresión de perplejidad en sus ojillos inyectados en sangre. Llegó incluso a hacer algo que, en los largos años que había vivido en la tribu de antropoides, Tarzán no había visto hacer a ninguno de ellos una sola vez: al encontrar un bocado de los que los simios consideraban exquisito, se lo tendió a Tarzán.

Durante las cacerías, el reluciente cuerpo del hombre-mono se mezclaba con las pieles de color pardo y cubiertas de pelo de sus compañeros, Con frecuencia se rozaban o tropezaban, al cruzarse, pero los monos ya daban por normal la presencia de Tarzán entre ellos y lo consideraban uno más, tan miembro de la tribu como el propio Akut.

Si se acercaba más de la cuenta a una madre joven con su hijo pequeño, la hembra le enseñaba los dientes y gruñía en tono amenazador. A veces, un macho joven con tendencia a lo truculento, si mientras estaba comiendo se le acercaba Tarzán, le rugía a guisa de ominosa advertencia. Pero en todo eso no reaccionaban de manera distinta a como lo hacían cuando se trataba de cualquier otro miembro de la tribu.

Por su parte, Tarzán se sentía a sus anchas entre aquellos feroces y velludos progenitores del hombre primitivo. Con ágil rapidez se ponía fuera del alcance de toda hembra agresiva, ya que esa es la forma de actuar de los monos en tales circunstancias y, en cuanto a los tremebundos simios jóvenes, les pagaba en la misma moneda: les enseñaba los dientes y les devolvía los gruñidos. Así, casi sin darse cuenta, regresó Tarzán a su antiguo sistema de vida, con tan natural facilidad como si nunca hubiera saboreado la convivencia con seres de su propia especie.

Durante cerca de una semana deambuló por la selva con sus nuevos amigos, en parte a causa de su deseo de tener compañía y en parte porque pretendía que su persona se grabara de forma indeleble en la memoria de los antropoides, en los que, en el mejor de los casos, los recuerdos nunca permanecen mucho tiempo. Por su pasada experiencia, Tarzán sabía que podía resultarle muy útil estar en buenas relaciones y contar con una tribu de animales tan poderosos y terribles, a los que llamar para que acudieran en su ayuda.

Una vez tuvo el convencimiento de que había logrado, hasta cierto punto, imprimir su personalidad en el entendimiento de los simios, tomó la decisión de reanudar sus exploraciones. A tal objeto, un día se puso en marcha, a primera hora de la mañana, rumbo al norte, y avanzó con paso rápido en paralelo a la playa hasta que casi se había hecho de noche.

Cuando salió el sol a la mañana siguiente comprobó que se remontaba en el cielo un tanto a su derecha y, como estaba en la playa, le extrañó no encontrárselo de frente, surgiendo al otro lado del agua, como siempre. Razonó entonces que la línea de la costa tendía hacia el oeste. Continuó su veloz marcha a lo largo de la segunda jornada y cuando Tarzán de los Monos quería ir deprisa, se desplazaba por el nivel intermedio de las enramadas, con la rapidez de una ardilla.

Aquella noche el sol se puso por el mar, al otro lado de la tierra, lo que hizo adivinar por fin al hombre-mono la verdad que llevaba cierto tiempo sospechando.

Rokoff le había desembarcado en una isla.

¡Tenía que haberse dado cuenta! Si existía un plan que elevara al máximo las dificultades de la situación, haciendo ésta insuperablemente terrible, no cabía duda de que el ruso lo iba a adoptar, ¿y qué podía ser más horroroso que dejarle abandonado en una isla desierta, condenado a una tensión, una incertidumbre y una angustia vitalicias?

Sin duda, Rokoff había puesto proa al continente, donde le resultaría relativamente fácil dar con el modo de poner al niño Jack en manos de unos padres adoptivos salvajes y crueles que, como amenazaba el ruso en su nota, se encargarían de criar al chico.

Un estremecimiento sacudió a Tarzán al pensar en los espantosos sufrimientos que soportaría el pequeño en el curso de semejante existencia, incluso aunque cayera en poder de individuos cuyas intenciones hacia él fueran de lo más afectuoso.