Pero se amontonan sobre mí. Entre sus grandes hombros me llevan. Me obligan a dar un giro sobre mí misma, me derriban, estoy tendida entre esas largas luces, esas largas olas, esos inter­minables senderos, esas gentes que me persiguen, me persiguen.»

El sol se alzó más. Olas azules, olas verdes, dibu­jaban rápidos abanicos en la playa, rodeando el hie­rro vertical clavado en la arena, y dejando aquí y allá, superficiales charcas de luz. Cuando se retiraron, quedó una sutil línea negra en la arena. Las rocas, antes suaves y neblinosas, se endurecieron y queda­ron marcadas por rojas grietas.

Duras franjas de sombra yacían en el césped, y el rocío que danzaba en lo alto de las flores y las hojas convertía el jardín en un mosaico de chispas aisla­das que aún no se habían reunido en una. Los pájaros de pecho moteado en rosa y amarillo, cantaron ahora una o dos estrofas juntos, enloquecidos, como patinadores cogidos del brazo, y se callaron brus­camente, separándose.

El sol proyectaba más anchas franjas sobre la casa. La luz tocó algo verde en el ángulo de la ven­tana y lo convirtió en un bulto de esmeralda, en una caverna de puro verde, como un fruto sin semilla. Afiló los perfiles de las sillas y de las mesas, y bordó los blancos manteles con fino hilo de oro. A medida que la luz aumentaba, aquí y allá algún que otro capullo se abría en flor temblorosa y veteada de verde, como si el esfuerzo de la eclosión las hu­biera dejado balanceándose, golpeando con sus frá­giles aldabas los blancos muros, en débil sonido de carillón. Todo devino suavemente amorfo, como si la porcelana de la fuente fuese fluida y líquido el acero del cuchillo. Entretanto, el choque de las olas al romper llegaba a sordos golpes, como leños al caer, sobre la playa.

«Ahora», dijo Bernard, «ha llegado el momento. El día ha llegado. El coche está a la puerta. El peso de mi gran maleta parece exagerar la curvatura de las piernas patizambas de George. La horrenda ce­remonia ha terminado, las propinas y los adioses en el vestíbulo. Ahora me queda esa ceremonia de tragar saliva con mi madre, la de estrechar la mano de mi padre. Ahora debo seguir agitando la mano, y no parar hasta que doblemos la esquina. Ahora esta ceremonia ha terminado. A Dios gracias, todas las ceremonias han terminado. Estoy solo. Voy a ingre­sar en la escuela superior.

»Parece que todos hagamos las cosas sólo para un momento determinado, y que jamás volvamos a hacerlas. Jamás. Esta urgente temporalidad da mie­do. Todos saben que ingreso en la escuela superior, que por vez primera voy a la escuela superior. Mien­tras friega los peldaños, la criada dice: "Este chico va por vez primera a la escuela." Debo esforzarme en no llorar. Debo mirarlos a todos con indiferen­cia. Ahora veo abiertos de par en par los terribles portalones de la estación. "El reloj con cara de luna me mira." Debo construir frases y frases para in­terponer algo duro entre yo y la mirada de las cria­das, la mirada de los relojes, los rostros observan­tes, los rostros indiferentes, o de lo contrario llo­raré. Ahí va Louis, ahí va Neville.