Quizá sean laboratorios, y esto quizá sea una biblioteca en la que exploraré las exactitudes de la lengua latina, y pisaré firmemente el sendero de las bien forjadas frases, y pronunciaré los explícitos y sonoros hexámetros de Virgilio, de Lucrecio, y cantaré con pasión jamás oscura o informe los amores de Catulo, leyendo en un gran libro de anchos márgenes. También me tumbaré en los campos de cosquilleantes céspedes. Con mis amigos yaceré bajo los olmos.
»Mira, el director de estudios. Es sorprendente que me parezca ridículo. Es demasiado pulido, demasiado reluciente y negro, como una estatua de jardín público. Y en el lado izquierdo del chaleco, de este chaleco prieto, tenso como un tambor, cuelga un crucifijo.»
«El viejo Crane», dijo Bernard, «se pone ahora en pie para dirigirnos la palabra. El viejo Crane, el director de estudios, tiene una nariz como una montaña al ocaso, y una hendidura azul en el mentón, como una hondonada cubierta de vegetación incendiada por un excursionista, como una hondonada con vegetación vista desde la ventanilla del tren. Se balancea un poco, mientras va formando sus tremendas y sonoras palabras. Pero sus palabras son demasiado afables para ser verdad. Sin embargo, ahora se cree sincero. Y cuando abandona la estancia, moviendo pesadamente los hombros a uno y otro lado, y sigue adelante lanzándose a través de las puertas batientes, todos los profesores, balanceándose pesadamente, también se lanzan a través de las puertas. Esta es la primera noche que pasamos en la escuela, lejos de nuestras hermanas.»
«Esta es la primera noche que paso en la escuela», dijo Susan, «lejos de mi padre, lejos de mi casa. Se me humedecen los ojos, las lágrimas me dan escozor. Me desagrada el olor a pino y linóleo. Me desagradan los arbustos estremecidos por el viento y las higiénicas baldosas. Me desagradan los alegres chistes y el bruñido aspecto que todos tienen aquí. Dejé mi ardilla y mis palomas al cuidado del chico. Bate la puerta de la cocina, y los tiros estremecen las hojas cuando Percy dispara contra las cornejas. Aquí todo es falso, todo corrompido. Rhoda y Jinny están sentadas lejos, con sus vestidos de sarga castaña, y contemplan a la señorita Lambert sentada bajo el retrato de la reina Alejandra, leyendo el libro que tiene ante sí. También hay una banderola azul, de labor de punto, bordada por una alumna de otros tiempos. Si no oprimo los labios, si no estrujo el pañuelo, lloraré.»
«El brillo purpúreo», dijo Rhoda, «en el anillo de la señorita Lambert cruza y vuelve a cruzar la mancha negra en la página blanca del libro de rezos. Es un brillo amoroso, del color del vino. Ahora que tenemos las maletas deshechas en los dormitorios, nos sentamos en rebaño bajo mapas de todo el mundo. Aquí hay pupitres con pocillos para la tinta. Escribiremos con tinta nuestros ejercicios. Pero aquí nadie soy. No tengo cara. Tanta gente, todas vestidas de sarga castaña, me ha robado la identidad. Todas somos desconsideradas y retraídas.
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