Bus­caré un rostro, un rostro compuesto y monumental, y lo dotaré de omnisciencia, y lo llevaré bajo mis ropas, como un talismán, y después (lo prometo) encontraré un escondite en el bosque para poder, allí, mirar en secreto mi colección de curiosos te­soros. Lo prometo. Así no lloraré.»

«La mujer morena», dijo Jinny, «con pómulos salientes, tiene un reluciente vestido veteado, como una concha, para vestir de noche. Está muy bien para el verano, pero, para el invierno, me gustaría un vestido muy sutil, entreverado de hebras rojas que brillaran a la luz del fuego. Entonces, cuando todas las lámparas se encendieran, me pondría el vestido rojo, sutil como un velo, el vestido revolo­tearía alrededor de mi cuerpo, y flotaría en el mo­mento en que yo entrara en la estancia con evolu­ciones de bailarina. Tomaría, el vestido, forma de flor cuando me dejara caer, en el centro de la sala, sobre una silla dorada. Pero la señorita Lambert lleva un vestido opaco que le cae en cascada, desde el frunce blanco como la nieve, mientras sigue sen­tada bajo el retrato de la reina Alejandra, con un blanco dedo firmemente posado en la página. Y re­zamos.»

«Ahora entramos de dos en dos», dijo Louis, «or­denada y procesionalmente, en la capilla. Me gusta la penumbra que nos cubre al entrar en el sagrado edificio. Me gusta el ordenado avance. En filas en­tramos. Nos sentamos. Prescindimos de nuestras in­dividuales peculiaridades, al entrar. Me gusta este momento en que, balanceándose un poco, aunque sólo a consecuencia de la inercia, el doctor Crane sube al púlpito y lee el texto de una Biblia puesta en el dorso de un águila de bronce. Gozo, mi cora­zón se ensancha ante el volumen y la autoridad del doctor Crane. Deja, el doctor Crane, las nubes de polvo arremolinado sobre mi trémula e ignominio­samente agitada mente -cómo bailábamos alrede­dor del árbol de Navidad, y al entregar los regalos se olvidaron de mí, y la mujer gorda dijo "este niño no tiene regalo", y me dio la reluciente bandera de la Gran Bretaña, puesta en lo alto del árbol, y yo lloré de rabia-, para que las recuerde con devo­ción. Ahora todo queda bien asentado, gracias a la autoridad y al crucifijo del doctor Crane, y me doy cuenta de que me invade la conciencia de la Tierra bajo mis pies, y mis raíces descienden y descienden, hasta que se agarran a algo duro, situado en el cen­tro, envolviéndolo. Mientras el doctor Crane lee, recobro mi continuidad. Me convierto en una figura de la procesión, en un radio de la gran rueda que al girar me pone por fin erecto, aquí y ahora. He estado en tinieblas, he estado oculto, pero cuando la rueda gira (mientras él lee), me elevo a esta débil luz en la que puedo percibir, aunque con dificultad, los muchachos arrodillados, las columnas y las pla­cas de bronce conmemorativas. No hay aquí grose­ría, no hay aquí bruscos besos.»

«El bruto amenaza mi libertad», dijo Neville, «cuando reza. Sin calor de imaginación, sus heladas palabras caen sobre mi cabeza como losas, mientras la dorada cruz jadea sobre el chaleco. Las palabras con autoridad quedan corrompidas por quienes las pronuncian. Me mofo y me río de esta triste reli­gión, de estas trémulas y acongojadas figuras, he­ridas y cadavéricas, que descienden por el blanco camino bordeado de hogueras, a cuya sombra yacen tendidos en el polvo, abiertas las piernas, mucha­chos, muchachos desnudos. Y en la puerta de la taberna cuelgan los pellejos hinchados de vino. Por Pascua estuve en Roma con mi padre. Y la temblo­rosa figura de la madre de Cristo fue paseada, ba­lanceándose, a lo largo de las calles, igual que la torturada figura de Cristo, en una caja de vidrio.

»Ahora me inclinaré a un lado, como si me ras­cara el muslo. Así veré a Percival. Está sentado ahí, erguido entre la chusma. Inhala y expele el aire con indudable vigor por la recta nariz.