Dejan que las briznas de hierba, como plumas, les cosquilleen la nariz. Y en­tonces todos nos damos cuenta de que Percival yace entre nosotros. Sus curiosas carcajadas pare­cen avalar nuestras risas. Pero ahora ha dado una vuelta sobre sí mismo, rodando sobre el largo cés­ped. Me parece -que mordisquea una brizna. Se abu­rre. Y yo también me aburro. Inmediatamente se da cuenta Bernard de que nos aburrimos. Advierto cierto esfuerzo, cierta tensión en su frase, como si dijera: “¡Escuchad!”, pero Percival dice: “No.” Sí, porque Percival es siempre el primero en descubrir la insinceridad y también es en extremo brutal. La frase se debilita y muere. Sí, ha llegado el terrible momento en que a Bernard le fallan las fuerzas y ya no sabe cómo proseguir, y duda, y retuerce entre los dedos una porción de cordel, y calla, abriendo la boca como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Entre las torturas y las desdichas del vivir, se cuenta también ésta: nuestros amigos son inca­paces de terminar sus relatos.»

«Ahora intentaré», dijo Louis, «antes de que nos levantemos, antes de que vayamos a tomar el té, fijar este momento, mediante un esfuerzo de supre­ma ambición. Esto permanecerá. Nos vamos; unos a tomar el té, otros a las pistas de tenis, yo a mos­trar mi ensayo al señor Barker. Esto permanecerá. De la disconformidad y del odio (desprecio a cuantos juegan con las imágenes; me irrita intensamente el poder de Percival) mi mente hecha añicos pasa a la unidad, recompuesta por cierta súbita percep­ción. Los árboles y las nubes son testigos de mi total unidad. Yo, Louis, yo, que caminaré por la tierra durante esos setenta años, en el odio y la disconformidad me he formado entero y uno. Aquí, en esta zona circular de césped, hemos permane­cido juntos, unidos por el tremendo poder de una fuerza interior inevitable. Agitan los árboles sus ra­mas y las nubes pasan. Se acerca el instante en que estos soliloquios serán compartidos. No siempre emitiremos un sonido cual el gong golpeado, cuan­do en nosotros incide una sensación y después otra. De niños, nuestras vidas fueron gongs golpeados, clamor y alardes, llanto de desesperación, palma­das contra el cogote en los jardines.

»Ahora césped y árboles, aire viajero que al so­plar vacía espacios en el azul que después se llenan, estremeciendo las hojas que después se aquietan, y nosotros en círculo, aquí sentados, con los brazos alrededor de las piernas dobladas, anuncian cierto orden diferente, y nuevo, que' constituye una razón permanente. Lo veo durante un segundo, y esta no­che intentaré fijarlo en palabras, forjarlo como un circulo de acero, pese a que Percival lo destruye, al irse a pasos rudos, aplastando las briznas del césped, seguido por el grupo de los chicos sin im­portancia que trotan serviles tras él. Sin embargo necesito a Percival, ya que es él quien inspira poe­sía.»

«¿Durante cuántos meses», dijo Susan, «durante cuántos años, he subido corriendo esta escalera, en los tristes días del invierno, en los escalofríos de los días de primavera? Ahora estamos en pleno verano. Subimos la escalera para ponernos las blancas pren­das de jugar a tenis, Jinny y yo, y detrás Rhoda. Cuento los peldaños mientras asciendo, los cuento porque cada peldaño es una consumación. Del mismo modo, todas las noches arranco el día consumido del calendario y lo estrujo hasta dejarlo como una pelota. Lo hago vengativamente, mientras Betty y Clara están de rodillas. No rezo.