Atraído estéticamente por aspectos de una sociedad que le repugna, Apollinaire se burla ferozmente de ella. No es la única de sus contradicciones. Quizá donde quede reflejada con más claridad su actitud vital sea en su participación en la Gran Guerra: herido en las trincheras francesas mientras leía tranquilamente el periódico, él que decía desear la victoria de Alemania pues significaría el triunfo universal del cubismo. El hecho en sí no es fundamental. Pero sí arquetípico de la actitud del poeta ante la vida y de sus relaciones con ella. El mismo, admirador incondicional del cubismo, era un personaje cubista, con mil facetas diferentes. Provocador anti-burgués decía desear ardientemente la Legión de Honor.

La libresca y cartesiana tradición marxista francesa ha intentado apropiárselo y ha tenido que confesar su derrota para asumir las contradicciones de su vida y de su obra. Una cierta tradición “maldita” ha querido ver en él al apóstol de la marginación, el desarraigo y la angustia vital preexistencialista. Tampoco han podido digerirlo. Los momentos de angustia no son los únicos, ni siquiera los más importantes, dentro de la obra y la vida de Apollinaire. La alegría de vivir, la burla, el humor, la farsa por la farsa, la curiosidad chafarderil e impertinente, la mixtificación por diversión ocupan demasiado lugar dentro de la producción y la vida del poeta. Las once mil vergas es el ejemplo más luminoso de todo ello. Precisamente por eso Pablo Picasso, entre otros, la consideraba la obra maestra del autor. Los marxistas esclerosados, los malditos autocomplacidos en su angustia y los tripudos académicos se han visto obligados a disculpar, como pecadillos sin importancia dentro de una Gran Obra, todos estos aspectos de la producción de Apollinaire. Coinciden en afirmar que no son los fundamentales. Mienten como bellacos, diría el príncipe Vibescu. Nada es accesorio en la obra del poeta. Y menos que nada, el sacrosanto humor.

Ernst Fischer, hablando de Karl Kraus, dice: “¡Que nadie diga: era de los nuestros! ¡Pues no era de nadie!… Estuvo siempre solo; conservador y rebelde, mirando hacia adelante y vuelto hacia el pasado…” Estas líneas, dedicadas a un personaje tan diferente, se pueden aplicar con exacta precisión a Guillaume-Albert-Vladimir-Alexandre Apollinaire Kostrowitzky, francés, nacido en Roma, hijo de una dama polaca y de padre desconocido, aunque haya fundados motivos para atribuir su paternidad al obispo de Monaco.

Un consejo

Quien pueda procurarse una edición francesa de este texto, que lo haga y lo lea en su idioma original. El francés se formó como lengua literaria con Rabelais y más tarde con el marqués de Sade. La literatura se desarrolló en un clima de relativa tolerancia desde la Revolución de 1789. Los términos eróticos y sexuales empleados en francés son de una precisión y un refinamiento extraordinarios. El vocabulario sexual castellano es más pobre, menos preciso y muchos vocablos, aunque no lo sean, parecen malsonantes a nuestros oídos tras tantos siglos de hipocresía y represión de los impulsos más vitales. La traducción, en este caso más que en otros, empobrece necesariamente el texto, hace perder muchos juegos de palabras y si hubiera traducido también los nombres y apellidos de los personajes, hubiera velado el doble sentido de muchos de ellos. El empobrecimiento que la traducción hace sufrir al texto empieza en el mismo título. En francés Les onze mille verges rima con las famosas Onze mille vierges que, dirigidas por santa Úrsula, prefirieron morir antes que entregarse a los hunos que querían violarlas. En castellano, vergas y vírgenes no riman. Quizás sea más real, pero no es tan divertido.

J. Rafael Macau

Noviembre de 1977

Capítulo I

Bucarest es una bella ciudad donde parece que vienen a mezclarse Oriente y Occidente. Si solamente tenemos en cuenta la situación geográfica estamos aún en Europa, pero estamos ya en Asia si nos referimos a ciertas costumbres del país, a los turcos, a los servios y a las otras razas macedonias, pintorescos especímenes de las cuales se distinguen en todas las calles. Sin embargo es un país latino: los soldados romanos que colonizaron el país tenían, sin duda, el pensamiento constantemente puesto en Roma, entonces capital del mundo y árbitro de la elegancia.