La seriedad y la trascendencia, típicas de la pornografía de consumo, brillan por su ausencia. El humor invade y domina toda la obra. La define, creo yo. Las once mil vergas es esencialmente una obra humorística.
Esta clave paródica se refleja en el aspecto de crónica de la belle-époque que tiene la novela. El ambiente es totalmente belle-époque. Y los personajes, también. Están todos inspirados en amigos y conocidos de Apollinaire o en personajes de la crónica mundana del París de la época.
El nombre del protagonista, el hospodar rumano Mony Vibescu, parece estar inspirado en varias personas. Existió un príncipe Vibescu, hospodar en el siglo XIX. En París vivía un Bibesco, amigo de Marcel Proust. ¿Y el nombre propio, Mony? La psicología del personaje me hace pensar en Boni de la Castellane (1867-1932), político nacionalista francés y, sobre todo, el dandy supremo, el arbitro de la elegancia, de la moda y del savoir-faire del París de principios de siglo.
¿Y qué decir de Culculine d'Ancóne, que tiene un amante explorador? Esa encantadora personita con nombre indecente me hace pensar en la bella Emilienne d'Alençon, amante del rey Leopoldo II de Bélgica, el que dirigió personalmente la colonización del Congo. Emilienne d'Alençon, Cleo de Merode y Liane de Pougy eran las reinas indiscutibles del “de-mi-monde” de las grandes cortesanas que vivía en estrecha relación con el “monde” implacable de la aristocracia. Culculine d'Ancóne y Alexine Mangetout, la pareja de la ficción, están inspiradas en esas exquisitas hetairas. El grado de exageración paródica que se permite Apollinaire está sólidamente basado en la realidad, que en sí era ya bastante humorística. Baste un botón de muestra. El rey Leopoldo quería ocultar sus amores con Emilienne. No halló mejor solución para ello que aparentar ser el amante de Cleo de Merode, lo que le valió que los caricaturistas de la época le bautizaran como Cleopoldo. Ello le permitía relacionarse con facilidad y discreción con Emilienne, e incluso llevarla a casa como diría un castizo. Es famosa una carta del rey a la joven: “Voy a Escocia a cazar gallos salvajes. Ven con nosotros. Te llamarás condesa de Songeon y te presentaré a mi primo Eduardo”. El primo de marras era el futuro Eduardo VII de Inglaterra y la treta estaba destinada a engañar a la puritana reina Victoria. Este real episodio real podría figurar sin desentonar en el texto de Las once mil vergas.
Más personajes. André Bar, periodista parisino que en la ficción dirige el complot contra la dinastía de los Obrenovitch. Su nombre suena igual que el de André Barre, periodista parisino especializado en temas balcánicos.
De nuevo en la ficción, dos poetas simbolistas homosexuales dirigen un burdel en el Port-Arthur sitiado durante la guerra ruso-japonesa. Uno de ellos se llama Adolphe Terré. ¿Quién no le identificaría con el simbolista Adolphe Retté, que si no tenía fama de homosexual, sí la tenía de borracho?
¿Y Genmolay, corresponsal de guerra y escultor del monumento funerario del príncipe Vibescu? Fonéticamente es lo mismo que Jean Mollet, gran amigo de Apollinaire, que ni era corresponsal de guerra, ni escultor, ni estuvo jamás en Manchuria.
Y si pasáramos a otras obras de Apollinaire, veríamos que muchos personajes de Las once mil vergas parecen parientes próximos de los protagonistas de otros textos del poeta.
Las once mil vergas es el texto más claramente humorístico de Apollinaire. Responde a su gusto innato por la provocación, a su interés por el erotismo, a su portentosa e imaginativa erudición, a su don genial para la mixtificación y, cómo no, a la contradicción permanente a toda la obra y la vida del poeta. Entre las líneas de este texto corrosivo que puede ser interpretado, si se quiere, como denuncia de una manera de vivir y de unos falsos valores, aparece la atracción hacia ese mismo modo de vida que se denuncia. Creo que ni la denuncia ni la atracción formaban parte consciente de las intenciones del autor. Inconscientemente están presentes las dos.
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