La canción era de todo el mundo, y las palabras hablaban a veces con nosotros, secreto oriental de alguna raza perdida. El ruido de la ciudad no se oía si le oíamos, y pasaban los coches tan cerca que uno me rozó el faldón de la chaqueta. Pero lo sentía y no lo oí. Había un absorción en el canto del desconocido que le hacía bien a lo que en nosotros sueña o no consigue. Era un acontecimiento callejero, y todos nos fijamos en que el policía había doblado la esquina despacio. Se acercó con la misma lentitud. Se quedó parado un rato detrás del chico de los paraguas, como quien ve algo. En aquel momento, el cantor se detuvo. Nadie dijo nada. Entonces intervino el policía.

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y desde lo alto de la majestad de todos los sueños, ayudante de contabilidad en la ciudad de Lisboa [70].

Pero el contraste no me abruma ―me alivia; y la ironía que hay en él es sangre mía. Lo que debiera humillarme es mi bandera, que despliego; y la risa con que debería reírme de mí es un clarín con el que saludo y creo [71] una alborada en la que me convierto [72].

¡La gloria nocturna de ser grande no siendo nada! La majestad sombría de esplendor desconocido... Y siento, de repente, la sublimidad del monje en el yermo, del eremita en el retiro, informado de la substancia del Cristo en los arenales [73]y en las cavernas que son la negación del mundo, que son la estatuaria vacía [74].

Y en la mesa de mi cuarto soy menos despreciable, empleado y anónimo, escribo palabras como la salvación del alma (...) anillo de renuncia en mi dedo evangélico, joya sin brillo de mi desdén extático.

(Posterior a 1913)

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El personaje individual e imponente, que los románticos imaginaban en sí mismos, varias veces, en sueños, he intentado vivirlo y tantas veces como he intentado vivirlo, me he encontrado riendome a carcajadas de mi idea de vivirlo. El hombre fatal, al final, existe en los sueños propios de todos los hombres vulgares, y el romanticismo no es sino el volver del revés del dominio cotidiano de nosotros mismos. Casi todos los hombres sueñan, en los secretos de su ser, un gran imperialismo propio, la sujeción de todos los hombres, la entrega de todas las mujeres, la adoración de los pueblos y, en los más nobles, de todas las eras... Pocos habituados, como yo, al sueño, son por eso lo bastante lúcidos para reírse de la posibilidad estética de soñarse así.

La mayor acusación contra el romanticismo no se ha formulado todavía: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridiculeces, sus poderes varios de conmover y seducir, residen en que es la figuración exterior de lo que hay más dentro en el alma, más concreto, visualizado, hasta imposible, si el ser posible dependiese de otra cosa que no fuese el Destino.

¡Cuántas veces yo mismo, que me río de semejantes seducciones de la distracción, me encuentro suponiéndome que sería bueno ser célebre, que sería agradable ser halagado, que sería brillante ser triunfal! Pero no consigo visualizarme en esos papeles de cima sino con una carcajada del otro yo que tengo siempre cerca como una calle de la Baja [75]. ¿Me veo célebre? Pero me veo célebre como contable. ¿Me siento exaltado a los tronos del ser conocido? Pero la cosa sucede en la oficina de la Calle de los Doradores [76] y los muchachos son un obstáculo. ¿Me oigo aplaudido por multitudes variadas? El aplauso llega al cuarto piso en el que vivo y tropieza con el mobiliario basto de mi cuarto barato, con lo que me rodea, y me humilla desde la cocina [...] al sueño. Ni siquiera he tenido despreciables castillos en España [77], como los grandes españoles de todas las ilusiones. Los míos han sido los naipes, viejos, sucios, de una baraja incompleta con la que no se podría jugar más [78]; no se me han caído, hubo que destruirlos, con un gesto de la mano, bajo el impulso impaciente de la criada vieja, que quería extender en toda la mesa el mantel echado en la mitad de allá, porque había sonado la hora del té como una maldición del Destino. Pero incluso esto es una visión inútil, pues no tengo la casa provinciana, con las tías viejas, a cuya mesa se tome, al final de una velada familiar, un té que me sepa a reposo. Mi sueño ha fracasado hasta en las metáforas y en las figuraciones. Mi imperio no ha llegado ni a las cartas viejas de jugar. Mi victoria ha fracasado sin una tetera ni un gato antiquísimo. Me moriré como he vivido, entre el baratillo de los alrededores, tasado al peso entre los proscritos de lo perdido.

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Lo que hay de más deleznable en los sueños es que todos los tienen. En algo piensa en la oscuridad el cargador que se amodorra de día contra la farola en el intervalo de los carreteos. Sé en qué entrepiensa: es en lo mismo en que yo me abismo entre asentamiento y asentamiento en el tedio estival de la oficina tranquilísima.

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Me da más pena de los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que de los que devanean sobre lo lejano y lo extraño.