Los que sueñan en grande, o están locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son devaneadores sencillos, para quienes el devaneo es una música del alma que los arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión. No puede pesarme mucho el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el no haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve, dobla siempre la esquina de la derecha. El sueño que nos promete lo imposible ya nos priva con eso de ello, pero el sueño que nos promete lo posible se entromete en la propia vida y delega en ella su solución. Uno, vive exclusivo e independiente; el otro, sometido a las contingencias del acontecer.

Por eso amo los paisajes imposibles y las grandes zonas desiertas de las llanuras en las que nunca voy a estar. Las épocas históricas pasadas son de pura maravilla, pues, desde luego, no puedo pensar que se realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no existe; me despierto cuando sueño lo que puede existir.

Me asomo, desde una de las ventanas de la oficina abandonada a mediodía, a la calle en la que mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve, desde la distancia de mi meditación. Me duermo sobre los codos, donde me duele la barandilla, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle sin animación por la que muchos andan se me destacan en un alejamiento mental: los cajones apiñados en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro y, en el escaparate distante de la tienda de ultramarinos de la esquina, el vislumbre de las botellas de ese vino de Oporto que sueño que nadie puede comprar. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que ha pasado hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas sin movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.

La anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los mismos sentidos... La posibilidad de otras cosas... Y, de repente, suena, detrás de mí, en la oficina, la llamada metafísicamente abrupta del mancebo. Siento que podría matarlo por haber interrumpido lo que no estaba pensando. Le miro, volviéndome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una tensión de homicidio latente, la voz que va a gastar en decirme algo. Se sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en voz alta. Le odio como al universo. Tengo los ojos pesados de sopor.

42

Como los días en que la tronada se prepara y los ruidos de la calle hablan alto con una voz solitaria.

La calle se fruncía de luz intensa y pálida y la negrura sucia [79] tembló, de este a oeste del mundo, con un estruendo de reventones ecoantes... La tristeza dura de la lluvia bruta empeoró al aire negro de intensidad fea. Frío, tibio, caliente ―todo al mismo tiempo—, el aire estaba equivocado en todas partes. E, inmediatamente, por la amplia sala, una cuña de luz metálica abrió brecha en los reposos de los cuerpos humanos y, con el sobresalto helado, un pedrizal de sonidos golpeó en todas partes, destrizándose en un solo silencio grande [80]. El sonido de la lluvia disminuye como una voz de menos peso. El ruido de las calles ha disminuido angustiosamente. Una nueva luz, de un amarillento rápido, entolda la negrura sorda, pero ha habido ahora una respiración posible antes que el puño [81] del son trémulo ecoase súbito desde otro punto; como una despedida malhumorada, empezaba a no estar aquí.

con un susurro arrastrado y acabado, sin luz en la luz que aumentaba, el temblor de la tronada se calmaba [82]en las anchas lejanías ―rodaba [83] en Almada [84]...

Una súbita luz formidable se astilla (...) Todo se ha parado de repente. Los corazones se han parado un momento. Todos son personas muy sensibles. El silencio aterra como si hubiera muerte. El sonido de la lluvia que aumenta, alivia como lágrimas de todo [85].