Le latía con extrañas y leves sacudidas; sus manos estaban frías, y se sentía oprimida por la sensación de un desastre. Había dolor y asombro en su expresión, el asombro de una niña mimada que siempre ha tenido todo cuanto quiere y que ahora, por primera vez, se ve en contacto con la parte desagradable de la vida.
¡Casarse Ashley con Melanie Hamilton!
¡Oh, no podía ser verdad! ¡Los gemelos estaban equivocados! ¡Le habían gastado una de sus bromas! Ashley no podía estar enamorado de ella. Nadie podía estarlo de una personilla tan ratonil como Melanie. Scarlett recordó con disgusto la delgada figura infantil, la cara seria en forma de corazón e inexpresiva casi hasta la fealdad. Y Ashley llevaba varios meses sin verla. Él no había estado en Atlanta más de dos veces desde la recepción que había dado el año anterior en Doce Robles. No, Ashley no podía estar enamorado de Melanie porque —¡oh, era imposible que se equivocase!—, ¡porque estaba enamorado de ella! Era a ella, a Scarlett, a quien él amaba. ¡Lo sabía, sí!
Scarlett oyó los pesados pasos de Mamita que hacían retemblar el piso del vestíbulo, se apresuró a adoptar una postura natural y procuró dar a su rostro una expresión más apacible. No quería que nadie sospechase que algo no marchaba bien. Mamita creía poseer a los O'Hara en cuerpo y alma, y que sus secretos eran los suyos; y el menor asomo de secreto bastaba para ponerla sobre la pista, implacable como un sabueso.
Scarlett lo sabía por experiencia; si la curiosidad de Mamita no quedaba satisfecha, pondría en seguida al corriente del asunto a Ellen, y entonces Scarlett no tendría más remedio que contárselo todo a su madre o inventar alguna mentira aceptable.
Mamita llegó del vestíbulo. Era una mujer enorme, con ojillos penetrantes de elefante. Una negra reluciente, africana pura, devota de los O'Hara hasta dar por ellos la última gota de su sangre; la mano derecha de Ellen, la desesperación de sus tres hijas y el terror de los demás criados de la casa. Mamita era negra, pero su regla de conducta y su orgullo eran tan elevados como los de sus amos. Se había criado con Solange Robillard, la madre de Ellen, una francesa distinguida, fría, estirada, que no perdonaba ni a sus hijos ni a sus criados el justo castigo por la menor ofensa al decoro. Había sido nodriza de Ellen, viniéndose con ella de Savannah a las tierras altas cuando se casó. Mamita castigaba a quienes quería. Y como a Scarlett la quería muchísimo y estaba enormemente orgullosa de ella, la serie de castigos no tenía fin.
—¿Se han marchado esos señores? ¿Cómo no los ha convidado a cenar, señorita Scarlett? Le dije a Poke que pusiera plato para ellos. ¿Es ésa su educación?
—¡Oh! Estaba tan cansada de oírlos hablar de la guerra que no hubiera podido soportarlo la comida entera, y menos con papá vociferando sobre el señor Lincoln.
—No tiene usted mejores maneras que cualquiera de las criadas. ¡Después de lo que la señora Ellen y yo hemos luchado con usted! ¿Y está usted aquí sin un chai? ¡Con el relente que hace! ¿No le he dicho y repetido que se cogen fiebres por estar sentada al relente de la noche sin nada sobre los hombros? ¡Métase en casa, señorita Scarlett!
—No; quiero estar sentada aquí contemplando la puesta de sol. ¡Es tan hermosa! Por favor, corre y tráeme un chai, Mamita. Estaré aquí sentada hasta que llegue papá.
—Me parece, por la voz, que está usted resfriándose —dijo Mamita, recelosa.
—Pues no es verdad —replicó Scarlett, impaciente—. Anda, tráeme mi chai.
Mamita volvió al vestíbulo, con sus andares de pato, y Scarlett la oyó llamar en voz baja desde el pie de la escalera a una de las criadas del piso de arriba.
—¡Tú, Rose, échame el chai de la señorita Scarlett! —Y luego más alto—: ¡Dichosas negras! Nunca están donde deben. Ahora voy a tener que subir yo a buscarlo.
Scarlett oyó crujir los peldaños y se levantó sin hacer ruido. Cuando Mamita volviese, reanudaría su sermón sobre la falta de hospitalidad de Scarlett, y ésta sentía que no podría aguantar la charla sobre un asunto tan trivial cuando le estallaba el corazón. Mientras permanecía en pie, vacilante, pensando dónde podría esconderse hasta que el dolor de su pecho se hubiera calmado algo, se le ocurrió una idea que fue como un rayo de esperanza. Su padre había ido aquella tarde a caballo a Doce Robles, la plantación de Wilkes, para proponerle la compra de Dilcey, la obesa esposa de su criado Pork. Dilcey era el ama de llaves y mujer de confianza de Doce Robles, y desde que, hacía seis meses, se había casado con Pork, éste había mareado a su amo día y noche para que comprase a Dilcey, y que pudieran así vivir los dos en la misma plantación. Y, esa tarde, Gerald, agotada ya su resistencia, salió a proponer una oferta por Dilcey.
«Seguramente —pensó Scarlett—, papá se enterará si es cierta esa horrible historia. Aunque realmente no oiga nada esta tarde, acaso note algo, tal vez perciba alguna agitación en la familia Wilkes. Si yo pudiera verle a solas antes de cenar, quizá conseguiría averiguar la verdad.
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