—Gerald soltó el brazo de su hija y se volvió, mirándola inquisitivamente a la cara—. ¿De modo que por eso has salido a esperarme? ¿Por qué no lo dijiste de una vez, sin dar tantos rodeos?

A Scarlett no se le ocurrió nada que contestar y notó con disgusto que se ruborizaba.

—¡Vamos, habla!

Pero Scarlett permaneció callada; en aquel momento sintió no poder darle un buen meneo a su padre y obligarle a callar.

—Estaba allí y me preguntó por ti con más interés que sus hermanas, y dijo que esperaba que nada te impediría ir mañana a la barbacoa. Respondo de que nada te lo impedirá —afirmó Gerald con marcada intención—. Y ahora, hija mía, dime: ¿qué hay entre Ashley y tú?

—No hay nada —dijo ella, arrastrándole por el brazo—. Vamos, papá.

—Vaya, ahora eres tú la que tienes prisa —observó él—. Pero no me moveré de aquí hasta que consiga entenderte. Pensándolo bien..., ya te notaba yo algo raro últimamente. ¿Ha estado jugando contigo? ¿Se te ha declarado?

—No —replicó ella secamente.

—Ni se te declarará —dijo Gerald.

Scarlett se sintió furiosa en su interior, pero su padre la aplacó con un ademán.

—¡No se ponga usted así, señorita! John Wilkes me lo ha dicho esta noche en la más estricta intimidad: Ashley se va a casar con Melanie. Lo anunciarán mañana.

Scarlett dejó caer bruscamente la mano.

¡Así, pues, era cierto!

El dolor se le clavaba en el corazón tan brutalmente como los colmillos de un fiero animal. Como a través de una niebla, sintió que los ojos de su padre la observaban con una mirada entre compasiva y enojada, por tener que enfrentarse con un problema al que no encontraba solución. Quería mucho a Scarlett, pero le resultaba desagradable verse obligado a buscar solución a los pueriles problemas de la muchacha. Ellen sabía todas las soluciones. Que Scarlett le confiase a ella sus problemas.

—¡De modo que nos has estado poniendo a todos en evidencia! —gritó, elevando la voz como le ocurría siempre que se excitaba—. ¡Perseguir a un hombre que no te quiere, cuando podrías esclavizar a tu gusto a cualquier petimetre del condado!

La cólera y el amor propio herido se sobrepusieron al dolor.

—No le he perseguido. Es, sencillamente, que me has cogido de sorpresa.

—¡Mientes! —replicó Gerald. Pero, al observar su apenado rostro, añadió en un arranque de bondad—: Lo siento, hija mía. Después de todo no eres más que una niña, y hay otros muchos galanes en el mundo.

—Mamá tenía quince años cuando se casó contigo, y yo tengo ya dieciséis.

—Tu madre era distinta —repuso Gerald—. Nunca fue una atolondrada como tú. Ahora ven, hija mía, anímate, y te llevaré a Charleston la semana que viene, a ver a tu tía Eulalie, y con todo el jaleo que hay allí, con lo del Fort Sumter, antes de una semana te habrás olvidado de Ashley.

«Cree que soy una niña —pensó Scarlett, afligida y rabiosa sobre toda ponderación—, y sólo se le ocurre darme un nuevo juguete para que olvide mis descalabros.»

—Vamos, no me pongas esa cara —dijo, regañón, Gerald—. Si tuvieras algo de sentido común te hubieras casado con Stuart o Brent Tarleton hace tiempo. Piénsalo, hija mía. Cásate con uno de los gemelos, juntaremos las plantaciones y Jim Tarleton y yo os construiremos una hermosa casa, precisamente en el gran pinar donde se unen, y...

—¿Quieres dejar de tratarme como a una niña? ¡No quiero ir a Charleston, ni tener una casa, ni casarme con los gemelos! Sólo quiero... —Se contuvo, pero era demasiado tarde.

La voz de Gerald era tranquila, y habló despacio, como si extrajese sus palabras de un lugar de su memoria al que rara vez acudiese.

—Sólo quieres a Ashley y no lo vas a tener. Y si él quisiera casarse contigo, te daría mi consentimiento temblando, a pesar de la excelente amistad que me une con su padre. —Al notar la mirada de asombro de Scarlett, explicó—: Yo deseo que mi hija sea feliz; y tú no serías feliz con él.

—¡Oh, lo sería! ¡Lo sería!

—No, hija mía. Sólo las parejas afines pueden ser felices en el matrimonio.

Scarlett sintió un súbito deseo de gritar: «¡Pues vosotros habéis sido felices, y mamá y tú no os parecéis en nada!», pero se contuvo, comprendiendo que se ganaría un tirón de orejas por su impertinencia.

—Nuestra gente es distinta de los Wilkes —continuó pausado, articulando torpemente las palabras—. Los Wilkes son distintos de todos nuestros vecinos, distintos de las demás familias que he conocido. Son seres raros, y es mejor que se casen dentro de su propia familia y guarden sus rarezas para ellos.

—Pero, papá, Ashley no es...

—¡Punto en boca, gatita! No digo nada en contra de ese muchacho, pues le tengo afecto. Al llamarle raro, no quiero decir que esté loco. No es su rareza como la de los Calvert, que se juegan a un caballo todo lo que tienen, o la de los Tarleton, entre quienes hay siempre uno o dos borrachínes en cada generación, o la de los Fontaine, fogosos como animalitos y que son capaces de matar a un hombre por el menor capricho.