Esa clase de rarezas son fáciles de comprender, sin duda, y si no fuese por misericordia divina, ¡Gerald O'Hara tendría todos esos defectos! Y tampoco quiero decir que Ashley se escapase con otra mujer, si te casaras con él, ni que te pegase. Serías más feliz si tal hiciese, pues por lo menos podrías comprenderle. Pero es un raro de otro estilo y no hay quien lo entienda. Me resulta simpático, pero no encuentro pies ni cabeza a la mayor parte de lo que dice. Y ahora, gatita, dime la verdad, ¿entiendes tú sus desatinos sobre libros, música, poesía y pintura y otras tonterías por el estilo? —¡Oh, papá! ¡Si me caso con él, ya haré que cambie todo eso! —exclamó Scarlett con impaciencia.
—¡Lo harás! ¿Lo cambias ahora? —dijo Gerald, impertinente, mirándola sagazmente—. Conoces muy poco a los hombres, Scarlett. No pienses en Ashley. No hay mujer que cambie a su marido en lo más mínimo: no lo olvides. Y en cuanto a cambiar un Wilkes... ¡Por Dios, hija mía! ¡Si toda esa familia es del mismo estilo, y lo ha sido siempre! Y, probablemente, siempre lo será. Te digo que han nacido raros. Tú fíjate cómo se largan a Nueva York para oír una ópera o ver una exposición de pintura. Y cómo encargan libros franceses y alemanes a los yanquis. Y se pasan las horas leyendo o soñando, sabe Dios qué, en lugar de pasarlas cazando o jugando al poker, como hacen las personas decentes.
—No hay nadie en el condado que monte como Ashley —dijo Scarlett, indignada por el estigma de afeminado que se arrojaba sobre él—. Nadie, excepto tal vez su padre. Y, en cuanto al poker, ¿no te ganó Ashley doscientos dólares en Jonesboro la semana pasada?
—Los chicos de Calvert han estado otra vez chismorreando —dijo Gerald, resignado—, pues de otro modo no sabrías la cantidad. Ashley puede montar a caballo con el mejor y jugar al poker con el mejor, ¡o sea, conmigo!, gatita. Y no te niego que si se pone a beber es capaz de dejar atrás a los mismos Tarleton. Puede hacer esas cosas, pero no pone corazón en ellas. Por eso digo que es un ser raro.
Scarlett, con el pecho oprimido, permaneció silenciosa. Sabía que Gerald tenía razón y no encontraba disculpa para su amado. Ashley no ponía nunca el corazón en ninguna de aquellas cosas tan agradables y que tan bien sabía hacer. No les dedicaba más que un interés cortés, en contraste con los demás, a quienes les interesaba vitalmente.
Interpretando certeramente su silencio, Gerald le acarició el brazo, y dijo triunfante:
—¡Scarlett! ¿Reconoces, entonces, que es verdad? ¿Qué ibas a hacer con un marido como Ashley? Todos los Wilkes son unos auténticos lunáticos.
Y luego, con acento mimoso, continuó:
—Aunque hace un momento mencioné a los Tarleton, no quiere esto decir que los ensalce. Son simpáticos muchachos, pero si prefieres a Cade Calvert, a mí lo mismo me da. Los Calvert son buena gente, todos ellos; aunque el viejo se haya casado con una yanqui. Y cuando yo desaparezca, ¡cállate, rica, y escúchame!, os dejaré Tara a ti y a Cade.
—¡No querría a Cade ni en bandeja de plata! —gritó Scarlett, exasperada—. Haz el favor de no decirle nada de mí. No quiero ni Tara ni ninguna otra antigua plantación. Las plantaciones no me importan nada cuando...
Iba a decir «cuando no tengo al hombre que quiero», pero Gerald, irritado por la desdeñosa actitud con que acogía su dadivosa oferta, lo que más quería en el mundo después de Ellen, exhaló un rugido:
—¿Eres capaz, tú, Scarlett O'Hara, de decirme a mí que esta tierra de Tara no te importa nada?
Scarlett movió la cabeza obstinadamente. Sentía demasiado dolorido su corazón para que la preocupase irritar a su padre.
—La tierra es la única cosa del mundo que tiene algún valor —murmuró él; haciendo con sus cortos y gruesos brazos amplios ademanes de indignación—, porque es la única que perdura.
1 comment