¡No lo olvides! Es la única cosa que merece que trabajemos por ella, que luchemos por ella, que muramos por ella.
—¡Oh, papá! —protestó Scarlett, disgustada—. ¡Hablas como un irlandés!
—Nunca me he avergonzado de serlo; por el contrario, estoy orgulloso de ello. ¡No olvides que tú también eres medio irlandesa, señorita! Y para cualquiera que tenga en sus venas una gota de sangre irlandesa la tierra en que vive es como su madre. De ti sí que estoy avergonzado ahora. Te ofrezco la tierra más hermosa del mundo, exceptuando el condado de Meath, en el Viejo Continente, ¿y tú, qué haces? ¡La desprecias!
Gerald había empezado a excitarse, gritando de rabia, cuando algo en el desconsolado rostro de su hija le hizo interrumpirse.
—Bueno, eres joven aún. Ya sentirás después ese amor a la tierra. No podrás escapar de él, si tienes sangre irlandesa. Eres sencillamente una niña, preocupada por tus adoradores. Cuando seas vieja, ya verás lo que es eso. Y ahora, ¿quieres decidirte por Cade o por los gemelos o por uno de los chicos de Evan Munroe? ¡Ya verás el pago que te doy!
—¡Oh, papá!
En aquel momento estaba ya Gerald completamente harto de la conversación y aburridísimo de encontrarse aquel problema sobre sus hombros. Se sentía ofendido, además, al ver que Scarlett seguía estando desconsolada aun después de haberle ofrecido los mejores partidos del condado y Tara por añadidura. A Gerald le gustaba que sus regalos fuesen recibidos con palmitas y besos.
—¡Vaya! ¡No haga usted pucheros, señorita! No me importa con quién te cases con tal que piense como tú y sea un caballero, un hombre del Sur, y arrogante. Porque el amor de la mujer llega después del matrimonio.
—¡Por Dios, papá! ¡Ésa sí que es una teoría del Viejo Continente!
—Y una magnífica teoría. Todos los americanos tratan afanosos de casarse por amor, como los criados, como los yanquis. Los mejores matrimonios son aquellos que escogen los padres. ¿Cómo va a saber una chiquilla tonta, como tú, distinguir a un hombre bueno de un canalla? Fíjate, si no, en los Wilkes. ¿Qué es lo que les hace conservarse dignos y fuertes a través de todas las generaciones? Pues sencillamente el casarse con sus afines; entre primos, como quiere su familia que lo hagan.
—¡Dios mío! —gimió Scarlett, sintiendo renovado su dolor con las palabras de Gerald, que trajeron de nuevo a su mente la inevitable verdad. Su padre la miró y bajando la cabeza anduvo unos pasos indeciso.
—¿No estarás llorando? —le preguntó, acariciándole torpemente la barbilla e intentando levantarle là cabeza, compasivo.
—¡No! —exclamó ella con vehemencia, dando un respingo.
—Mintiendo es lo que estás, y me enorgullezco de ello. Me alegro de que seas orgullosa, gatita. Y deseo verte orgullosa mañana, en la barbacoa. No quiero que todo el condado cotillee y se ría de ti mañana porque hayas entregado tu corazón a un hombre que no ha pensado en ti más que como amiga de la familia.
«Sí que ha pensado —se dijo Scarlett, dolida—. ¡Ya lo creo que ha pensado! Estoy segura de que si hubiera tenido un poco más de tiempo se lo hubiera hecho confesar... ¡Ay, si no fuese porque los Wilkes se creen siempre obligados a casarse con sus primas!»
Gerald enlazó su brazo al de su hija.
—Y, ahora, entremos a cenar; que todo esto quede entre nosotros, para que tu madre no se preocupe y yo tampoco. Suénate, hija mía.
Scarlett se sonó con su arrugado pañuelito, y ambos echaron a andar por el sendero, cogidos del brazo, mientras el caballo los seguía lentamente. Al llegar a la casa, Scarlett se disponía a hablar de nuevo, cuando vio a su madre salir de la densa sombra del porche. Tenía puestos la toca, el chai y los mitones, y detrás de ella iba Mamita con cara de pocos amigos, asiendo el maletín de cuero negro en que Ellen O'Hara llevaba siempre los vendajes y medicinas que utilizaba en las curas de los esclavos. Mamita tenía una boca grande, de labios gruesos y colgantes que, cuando la negra se enfadaba, pendían más que de costumbre. En aquellos momentos los labios de Mamita tenían una longitud desmesurada, y Scarlett comprendió que Mamita estaba furiosa por algo que no aprobaba.
—Señor O'Hara —llamó Ellen, al ver a la pareja que avanzaba por el camino (Ellen pertenecía a una generación formalista, aun después de diecisiete años de matrimonio y de haber tenido seis hijos)—. Señor O'Hara, ha ocurrido una desgracia en casa de los Slattery. El hijo de Emmie ha nacido, se está muriendo y hay que bautizarlo.
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