Compañero de juegos de su infancia, había sido regalado a los gemelos cuando cumplieron los diez años. Al verle, los perros de los Tarleton se levantaron del rojo polvo y permanecieron a la expectativa, aguardando a sus amos. Los muchachos se inclinaron estrechando la mano de Scarlett, y le dijeron que por la mañana temprano la esperarían en casa de los Wilkes. Salieron en seguida a la carretera, montaron en sus caballos y, seguidos de Jeems, bajaron al galope la avenida de cedros, agitando los sombreros y gritándole adiós.
Cuando hubieron doblado el recodo del polvoriento camino que los ocultaba de Tara, Brent detuvo su caballo en un bosquecillo de espinos. Stuart se paró también, mientras el criado negro retrocedía, distanciándose de ellos unos pasos. Los caballos, al sentir las bridas flojas, alargaron el cuello para pacer la tierna hierba primaveral y los pacientes perros se tumbaron de nuevo en el suave polvo rojo, mirando con ansia las golondrinas que revoloteaban en la creciente oscuridad. El ancho e ingenuo rostro de Brent estaba perplejo y demostraba una leve contrariedad.
—Oye —dijo—. ¿No te parece que debía habernos convidado a cenar?
—Eso creo —respondió Stuart—, y estaba esperando que lo hiciese pero no lo ha hecho. ¿Qué te ha parecido?
—No me ha parecido nada, pero creo que debía habernos invitado. Después de todo es el primer día que estamos en casa, no nos había visto casi ni un minuto, y teníamos un verdadero montón de cosas que decirle.
—A mí me ha hecho el efecto de que estaba contentísima de vernos cuando llegamos.
—Y a mí también.
—Y de repente, al cabo de media hora, se ha quedado casi ensimismada, como si le doliera la cabeza.
—Yo me he dado cuenta, pero no me he preocupado de momento. ¿Qué crees que le dolería?
—No sé. ¿Habremos dicho algo que la disgustase?
Ambos pensaron durante un momento.
—No se me ocurre nada. Además, cuando Scarlett se enfada, todo el mundo se entera; no se domina como hacen otras chicas.
—Sí, precisamente eso es lo que me gusta de ella. No se molesta en aparentar frialdad y desapego cuando está enfadada, y dice lo que se le ocurre. Pero ha sido algo que hemos hecho o dicho lo que ha provocado su mudez y su aspecto de enferma. Yo juraría que le alegró vernos cuando llegamos y que tenía intención de convidarnos a cenar. ¿No habrá sido por nuestra expulsión?
—¡Qué diablos! No seas tonto. Se rió como si tal cosa cuando se lo dijimos. Y, además, Scarlett no concede a los libros más importancia que nosotros.
Brent se volvió en la silla y llamó al criado negro.
—Jeems!
—¿Señor?
—¿Has oído lo que hemos estado hablando con la señorita Scarlett?
—¡Por Dios, señorito Brent...! ¿Cómo puede usted creer? ¡Dios mío, estar espiando a las personas blancas!
—¡Espiando, por Dios! Vosotros, los negros, sabéis todo lo que ocurre. Vamos, mentiroso, te he visto con mis propios ojos rondar por la esquina del porche y esconderte detrás del jazminero del muro. Vaya, ¿nos has oído decir algo que pueda haber disgustado a la señorita Scarlett o herido sus sentimientos?
Así interrogado, Jeems no llevó más lejos su pretensión de no haber escuchado la charla, y frunció el oscuro ceño.
—No, señor; yo no me di cuenta de que dijeran ustedes nada que le disgustase. Me pareció que estaba muy contenta de verlos y que los había echado mucho de menos; gorjeaba alegre como un pájaro, hasta el momento en que empezaron ustedes a contarle lo de que el señorito Ashley y la señorita Melanie Hamilton se iban a casar. Entonces se quedó callada como un pájaro cuando va el halcón a echarse sobre él.
Los gemelos se miraron moviendo la cabeza, perplejos.
—Jeems tiene razón. Pero no veo el motivo —dijo Stuart—. ¡Dios mío! Ashley no le importa absolutamente nada, no es más que un amigo para ella. No está enamorada de él. En cambio, nosotros la tenemos loca.
Brent movió la cabeza asintiendo.
—¿Pero no crees —dijo— que quizá Ashley no le haya dicho a Scarlett que iba a anunciar su boda mañana por la noche y que Scarlett se ha disgustado por no habérselo comunicado a ella, una antigua amiga, antes que a nadie? Las muchachas dan mucha importancia a eso de ser las primeras en enterarse de semejantes cosas.
—Bueno, puede ser. Pero ¿qué tiene que ver que no le dijera que iba a ser mañana? Se supone que era un secreto, una sorpresa, y un hombre tiene derecho a mantener secreta su palabra de casamiento, ¿no es así? Nosotros no nos hubiéramos enterado si no se le escapa a la tía de Melanie. Pero Scarlett debía saber que él había de casarse algún día con Melanie. Nosotros lo sabemos hace años.
1 comment