Pero tenían miedo de enfrentarse con su madre y remoloneaban en el porche de Tara, con la momentánea esperanza de que Scarlett los invitara a cenar.
—Oye, Scarlett. A propósito de mañana —dijo Brent—, el que hayamos estado fuera y no supiéramos nada de la barbacoa y del baile no es razón para que no nos hartemos de bailar mañana por la noche. No tendrás comprometidos todos los bailes, ¿verdad?
—¡Claro que sí! ¿Cómo iba yo a saber que estabais en casa? No podía exponerme a estar de plantón sólo por esperaros a vosotros. —¿Tú de plantón? Y los muchachos rieron a carcajadas.
—Mira, encanto. Vas a concedernos a mí el primer vals y a Stu el último, y cenarás con nosotros. Nos sentaremos en el rellano de la escalera, como hicimos en el último baile, y llevaremos a mamita Jincy para que te eche otra vez la buenaventura.
—No me gustan las buenaventuras de mamita Jincy. Ya sabes que me dijo que iba a casarme con un hombre de pelo y bigotazos negros; y no me gustan los hombres morenos.
—Te gustan con el pelo rojo, ¿verdad, encanto? —dijo Brent haciendo una mueca—. Bueno, anda; prométenos todos los valses y que cenarás con nosotros.
—Si lo prometes te diremos un secreto —dijo Stuart.
—¿Cuál? —exclamó Scarlett, curiosa como una chiquilla ante aquella palabra.
—¿Es lo que oímos ayer en Atlanta, Stu? Si es eso, ya sabes que prometimos no decirlo.
—Bueno, la señorita Pitty nos dijo...
—¿La señorita qué?
—Ya sabes; la prima de Ashley Wilkes, que vive en Atlanta. La señorita Pittypat Hamilton, la tía de Charles y de Melanie Hamilton.
—Sí, ya sé; y la vieja más tonta que he visto en toda mi vida.
—Bueno, pues cuando estábamos ayer en Atlanta, esperando el tren para venir a casa, llegó en su coche a la estación, se paró y estuvo hablando con nosotros; y nos dijo que mañana por la noche, en el baile de los Wilkes, iba a anunciarse oficialmente una boda.
—¡Ah! Ya estoy enterada —exclamó Scarlett con desilusión—. Charles Hamilton, el tonto de su sobrino, con Honey Wilkes. Todo el mundo sabe hace años que acabarán por casarse alguna vez, aunque él parece tomarlo con indiferencia.
—¿Le tienes por tonto? —preguntó Brent—. Pues las últimas Navidades bien dejabas que mosconeara a tu alrededor.
—No podía impedirlo —dijo Scarlett, encogiéndose de hombros con desdén—. Pero me resulta un moscón aburrido.
—Además, no es su boda la que se va a anunciar —dijo Stuart triunfante—. Es la de Ashley con Melanie, la hermana de Charles.
El rostro de Scarlett no se alteró, pero sus labios se pusieron pálidos como los de la persona que recibe, sin previo aviso, un golpe que la aturde, y que èn el primer momento del choque no se da cuenta de lo que le ha ocurrido. Tan tranquila era su expresión mientras miraba fijamente a Stuart, que éste, nada psicólogo, dio por supuesto que estaba simplemente sorprendida y muy interesada.
—La señorita Pitty nos dijo que no pensaban anunciarlo hasta el año que viene, porque Melanie no está muy bien de salud; pero que con estos rumores de guerra las dos familias creyeron preferible que se casaran pronto. Por eso lo harán público mañana por la noche, en el intermedio de la cena. Y ahora, Scarlett, ya te hemos dicho el secreto. Así que tienes que prometernos que cenarás con nosotros.
—Desde luego —dijo Scarlett como una autómata.
—¿Y todos los valses?
—Todos.
—¡Eres encantadora! Apuesto a que los demás chicos van a volverse locos de rabia.
—Déjalos que se vuelvan locos. ¡Qué le vamos a hacer! Mira, Scarlett, siéntate con nosotros en la barbacoa de la mañana.
—¿Cómo?
Stuart repitió la petición.
—Desde luego.
Los gemelos se miraron entusiasmados, pero algo sorprendidos. Aunque se consideraban los pretendientes preferidos de Scarlett, nunca hasta aquel momento habían logrado tan fácilmente testimonios de su preferencia. Por regla general les hacía pedir y suplicar, mientras los desesperaba negándoles un sí o un no; riendo si se ponían ceñudos, mostrando frialdad si se enfadaban. Y ahora les había prometido el día siguiente casi entero: sentarse a su lado en la barbacoa, todos los valses (¡y ya se las arreglarían ellos para que todas las piezas fueran valses!), y cenar con ellos en el intermedio. Sólo por esto valía la pena ser expulsados de la universidad.
Henchidos de renovado entusiasmo con su éxito, continuaron remoloneando, hablando de la barbacoa y del baile, de Ashley Wilkes y Melanie Hamilton, interrumpiéndose uno a otro, diciendo chistes y riéndoselos, y lanzando indirectas clarísimas para que los invitaran a cenar. Pasó algún tiempo antes de que notaran que Scarlett tenía muy poco que decir. Algo había cambiado en el ambiente, algo que los gemelos no sabían qué era. Pero la tarde había perdido su bella alegría. Scarlett parecía prestar poca atención a lo que ellos decían, aunque sus respuestas fuesen correctas. Notando algo que no podían comprender, extrañados y molestos por ello, los gemelos lucharon aún durante un rato y se levantaron por fin de mala gana consultando sus relojes.
El sol estaba bajo, sobre los campos recién arados, y recortaba al otro lado del río las negras siluetas de los bosques. Las golondrinas hogareñas cruzaban veloces a través del patio, y polluelos, patos y pavos se contoneaban, rezagándose de vuelta de los campos.
Stuart bramó: «Jeems!» Y, tras un intervalo, un negro alto y de su misma edad corrió jadeante alrededor de la casa y se dirigió hacia donde estaban trabados los caballos. Jeems era el criado personal de los gemelos y, lo mismo que los perros, los acompañaba a todas partes.
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