Londres

Pocas escritoras están tan asociadas a Londres como Virginia Woolf, que supo convertir la ciudad del Támesis en uno mas de sus personajes. En este libro se reunen seis piezas que la autora de La Sra Dalloway escribió en 1931 para la revista Good Housekeeping sobre distintos aspectos de la vida, la arquitectura, las gentes y la historia de Londres. El primer artículo, titulado 'Retrato de una londinense' se creía perdido hasta hace poco tiempo. En los diferentes artículos, Virginia Woolf traza, como si del cuaderno de apuntes de un pintor se tratara, el retrato de Londres: la bruma de los muelles, la marea humana que fluye por Oxford Street, las casas de los grandes escritores, los pináculos góticos de abadías y catedrales o el esplendor de la Cámara de los Comunes. Iluminados con fotografías de la época, estos textos se convierten en deliciosos paseos por una de las grandes capitales de la literatura occidental.

©1931, Woolf, Virginia

ISBN: 9788426414953

Generado con: QualityEbook v0.58

Londres

Virginia Woolf

Traducción de

Andrés Bosch y Bettina Blanch Tyroller

Lumen

Título original: The London Scene

Primera edición: enero de 2005

Segunda edición: febrero de 2005

Tercera edición: abril de 2005

© 1975, The estate of Virginia Woolf

© 2005, Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 1986, Andrés Bosch, por la traducción

© 2005, Bettina Blanch Tyroller, por la traducción de

«Retrato de una londinense» y de «Historia de Londres»

Fotografías de las portadillas: © Hulton/Getty Images I

© Corbis

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Printed in Spain - Impreso en España

ISBN: 84-264-1495-8

Depósito legal: B. 19.680-2005

Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A.

Impreso en Limpergraf

Mogoda, 29. Barberà del Vallès (Barcelona)

H 414958

Retrato de una londinense

QUIEN no conozca a un auténtico cockney, quien no pueda alejarse de las tiendas y los teatros para torcer por una callejuela lateral y llamar a la puerta de una casa particular, no puede jactarse de conocer Londres.

En Londres, las casas particulares tienden a parecerse como gotas de agua. La puerta principal se abre a un recibidor penumbroso del que parte una angosta escalera. La puerta del rellano conduce a un espacioso salón con sendos sofás a cada lado de la chimenea encendida, seis sillones y tres ventanas alargadas que dan a la calle. Con frecuencia, lo que sucede en la mitad posterior del salón, que tiene vistas a los jardines de otras casas, da pie a numerosas conjeturas. Sin embargo, lo que nos interesa es la zona delantera del salón, pues la señora Crowe siempre se sentaba en un sillón junto al fuego; allí era donde transcurría su vida; allí era donde servía el té.

Aunque resulte extraño, parece cierto que nació en el campo, como también lo es que en ocasiones, durante esas semanas estivales en que Londres deja de ser Londres, abandonaba la ciudad. No obstante, nadie sabía ni imaginaba adónde iba o qué hacía cuando se ausentaba de Londres, cuando su sillón permanecía vacío, el fuego apagado y la mesa sin poner. Por mucho que uno diera rienda suelta a su imaginación, resultaba imposible visualizarla paseando por un campo de nabos o subiendo la ladera de una colina salpicada de vacas, ataviada con su vestido negro, su velo y su cofia.

Llevaba sesenta años allí sentada, junto al fuego en invierno y junto a la ventana en verano, pero nunca sola. Siempre se veía a algún visitante sentado en el sillón de enfrente. Y apenas transcurridos diez minutos desde la llegada de la primera visita, la puerta del salón volvía a abrirse, y Maria, la doncella de ojos saltones y dientes prominentes, que llevaba sesenta años abriendo la puerta, anunciaba la llegada de una segunda visita, luego de una tercera y más tarde de una cuarta.

Nunca se la veía a solas con un visitante; le desagradaba encontrarse a solas con una persona; la falta de amistades íntimas era una peculiaridad que compartía con numerosas anfitrionas. Por ejemplo, en el rincón, junto a la vitrina, siempre se sentaba un anciano que parecía formar parte tan integrante de aquel magnífico mueble del siglo XVIII como las patas de latón. Pese a su constante presencia, la señora Crowe siempre se dirigía a él como señor Graham, jamás John ni William, si bien en ocasiones lo llamaba «querido señor Graham» como si pretendiera subrayar el hecho de que lo conocía desde hacía sesenta años.

Lo cierto era que no buscaba intimidad, sino conversación. La intimidad tiende a engendrar silencio, y la señora Crowe detestaba el silencio. Necesitaba sentirse rodeada de una conversación amplia y general. No debía ser demasiado profunda ni demasiado ingeniosa, pues si se adentraba excesivamente en cualquiera de aquellos derroteros, sin lugar a dudas alguien se sentiría excluido y acabaría sentado con su taza de té sin decir esta boca es mía.

Por ello, el salón de la señora Crowe guardaba escasa relación con los famosos salones de los autores de memorias. Con frecuencia acudían a él personas de gran inteligencia, tales como jueces, médicos, diputados, escritores, músicos, viajeros, jugadores de polo y también gentes insignificantes, pero cualquier observación brillante se consideraba más bien un error de etiqueta, un accidente del que se hacía caso omiso, como si de un acceso de estornudos o una catástrofe con los pastelillos se tratara. La charla que la señora Crowe prefería y alentaba constituía una versión refinada de los chismes de pueblo. El pueblo era Londres, y los chismes giraban en torno a la vida londinense. El mayor don de la señora Crowe residía en lograr que la inmensa metrópoli se antojara diminuta como un pueblo con una sola iglesia, una casa solariega y veinticinco granjas. Poseía información de primera mano acerca de cada obra de teatro, cada exposición, cada juicio, cada caso de divorcio. Sabía quién se casaba, quién fallecía, quién estaba en la ciudad y quién se había ausentado. Mencionaba que acababa de ver pasar el coche de lady Umphleby y conjeturaba que a buen seguro se dirigía a visitar a su hija, que había dado a luz la noche anterior, del mismo modo que las mujeres de pueblo comentan que la esposa del señor del lugar se dirige a la estación para reunirse con el señor John a su regreso de la ciudad.

Y puesto que llevaba unos cincuenta años haciendo observaciones de aquella índole, había hecho acopio de una cantidad ingente de información sobre vidas ajenas.