Barcazas repletas de viejas botas de vino, cuchillas de afeitar, colas de pescado, periódicos viejos y cenizas, repletas de cuanto dejamos en el plato y arrojamos al cubo de la basura, descargan en la tierra más desolada del mundo. Durante cincuenta años, esos alargados montones han estado pudriéndose y humeando, dando cobijo a innumerables ratas, abonando áspera y macilenta hierba, e impregnando el aire de un hedor acre y punzante. Los montones se hacen más y más altos, más y más densos, sus laderas se hacen más peligrosas por culpa de las viejas latas, y sus cumbres, más angulosas, año tras año. Pero he aquí que, ante esta sordidez, se desliza indiferente un gran buque de pasajeros, que parte rumbo a la India. Pasa por entre barcazas cargadas de desechos y podredumbre y restos de dragados, para salir al mar. Un poco más allá, a nuestra izquierda, quedamos súbitamente sorprendidos, y la visión vuelve a alterar totalmente nuestro sentido de las proporciones, por lo que parece ser el más solemne edificio jamás levantado por el hombre. El Greenwich Hospital, con todas sus columnas y sus cúpulas, llega en perfecta simetría hasta las aguas, y transforma de nuevo el río en el sereno caudal al que la nobleza de Inglaterra en otros tiempos se dirigía, paseando sin prisas por verdes prados, o cuyos peldaños de piedra en la orilla descendían para pasar a bordo de sus embarcaciones de recreo. Cuando nos acercamos al puente de la Torre, la autoridad de la ciudad comienza a imponerse. Los edificios son más robustos, y, amontonándose, alcanzan mayores alturas. El cielo parece poblado de nubes más pesadas y más purpúreas. Cúpulas que se hinchan y los campanarios eclesiales, blanqueados por el paso del tiempo, se mezclan con las chimeneas de las fábricas, en forma de lápiz, puntiagudas. Se oyen los rumores y el rugido del mismísimo Londres. Por fin, hemos llegado a ese grueso y formidable círculo de viejas piedras, en el que tantos tambores han batido y tantas cabezas han caído, la torre de Londres. Este es el nudo, la clave, el cogollo de todas esas desperdigadas millas de esquelética desolación y de actividad de hormigas. Aquí se oye la ruda canción ciudadana, con sonido de gruñidos y estertores, que ha convocado a las naves del mar, para que quedaran aquí cautivas, junto a los tinglados.
Ahora, desde el borde del muelle, contemplamos el buque que tentado ha dirigido el rumbo de su viaje hasta aquí, para quedar amarrado a la seca tierra. Los pasajeros y sus equipajes han desaparecido. Los marineros también se han ido. Las grúas trabajan infatigables, bajando y balanceándose, balanceándose y bajando. Cajas, sacos, barriles, son extraídos de la panza del buque, con constante regularidad, y la grúa, balanceándose, los deposita en el muelle. Rítmica y diestramente, con un orden que no deja de producir estético deleite, cada barril es colocado junto a los otros barriles, y lo mismo las cajas y los sacos, uno detrás de otro, en interminable agrupamiento, a lo largo de los pasillos y bajo los arcos de los tinglados inmensos, de bajo techo, expeditos y carentes de todo adorno. Madera, hierro, cereales, vino, azúcar, papel, sebo, fruta, todo lo que el buque ha cargado procedente de las llanuras, los bosques, los pastos del mundo entero, es extraído de su panza y depositado aquí, en su correspondiente lugar. Todas las semanas se descargan mil buques con mil cargas. Y no solo cada fardo de esta vasta y variada mercancía es cuidadosamente extraído y depositado en su lugar, sino que cada uno de ellos es pesado y abierto, se comprueba su contenido y se registra, y otra vez se vuelve a cerrar y se devuelve a su lugar, sin prisas, sin menoscabos, sin pérdida de tiempo ni confusiones, por unos cuantos hombres, pocos, en camisa, que trabajan con suma organización en interés de todos -ya que los compradores aceptan su palabra y acatan sus decisiones-, pero que a pesar de ello son capaces de hacer una pausa en su trabajo y decir al ocasional visitante: «¿Quiere ver las cosas que a veces encontramos en los sacos de canela? ¡Mire, una serpiente!».
Una serpiente, un escorpión, un escarabajo, una porción de ámbar, el diente enfermo de un elefante, un recipiente con mercurio, estos son algunos de los objetos raros e insólitos que han sido hallados en la amplia mercancía, y depositados sobre una mesa. Pero, con la salvedad de esta concesión a la curiosidad, el humor imperante en los muelles es de severa eficacia. Los objetos raros o bellos o insólitos suelen realmente encontrarse, pero inmediatamente se examina cuál es su valor mercantil. En el suelo, entre los círculos formados por los colmillos de elefante, hay un montón de colmillos que son más grandes y más oscuros que los otros. Y es natural que sean oscuros, porque se trata de colmillos de mamuts que han estado enterrados, helados, bajo el hielo de Siberia, durante cincuenta mil años. Pero el paso de cincuenta mil años siempre suscita sospechas en las mentes de los expertos en marfil. El marfil del mamut tiene cierta tendencia a combarse. Con el marfil del mamut no se pueden formar bolas de billar, sino tan solo la empuñadura de un paraguas o el dorso de los espejos de mano más baratos.
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