La destreza no puede alcanzar un punto más alto.
Y se llega a pensar que lo único que puede cambiar las costumbres imperantes en los tinglados es un cambio en nosotros mismos. Por ejemplo, si dejáramos de beber vino, o si utilizáramos caucho en vez de lana para fabricar mantas, los mecanismos de producción y de distribución, en su integridad, se tambalearían, y efectuarían un esfuerzo para adaptarse a la nueva realidad. Somos nosotros, con nuestros gustos, nuestras modas, nuestras necesidades, los responsables de que las grúas desciendan y se balanceen, nosotros somos quienes llamamos a los buques en el mar. Nuestro cuerpo es su amo. Pedimos zapatos, pieles, bolsos, estufas, aceite, arroz, velas, y nos lo traen. El comercio nos observa ansiosamente, para saber cuáles son los deseos que comienzan a formarse en nosotros, cuáles son las nuevas antipatías. Uno se siente un animal complejo, importante y necesario, cuando se encuentra en el muelle contemplando cómo las grúas levantan este barril, esa caja, esa bala, sacándolos de la panza del buque que aquí ha anclado. Puesto que nos gusta encender un cigarrillo, toda esa carga de tabaco de Virginia se va depositando en el muelle. Rebaños y rebaños de corderos australianos se han sometido al trasquilado, debido a que nosotros pedimos abrigos de lana para el invierno. En cuanto al paraguas que negligentemente llevamos en la mano, balanceándolo de aquí para allá, digamos que un mamut que anduvo rugiendo por tierras empantanadas hace cincuenta mil años cedió un colmillo para que con él se construyera la empuñadura.
Y en cuanto al buque que lleva la bandera de partida, helo aquí que se ha apartado lentamente del muelle, y que vuelve a orientar la proa hacia la India o Australia. Pero en el puerto de Londres los camiones se apretujan en la calleja de salida del muelle, sí, debido a que ha habido una gran venta, y los carros arrastrados por caballos avanzan trabajosa y lentamente para distribuir la lana por toda Inglaterra.
El oleaje de Oxford Street

En los muelles, las cosas se ven en su estado primario, en su volumen, en su enormidad. Pero aquí, en Oxford Street, han sido refinadas y transformadas. Los grandes paquetes de tabaco húmedo han sido transformados en innumerables cigarrillos límpidamente cilíndricos, envueltos en papel de plata. Las corpulentas balas de lana han sido hiladas y se han convertido en delgadas chaquetas y suaves medias. La grasa de la gruesa lana del cordero se ha convertido en perfumada crema para las pieles delicadas. Y quienes compran, así como quienes venden, han experimentado el mismo cambio ciudadano. Caminando rítmicamente, caminando delicadamente, con chaqueta negra, con vestido de seda, la forma humana se ha adaptado igual que el producto animal. En vez de levantar pesos y jadear, abre cajones diestramente, desenrolla rollos de seda sobre mostradores, mide y corta con vara y tijera.
No hace falta decir que Oxford Street no es la vía más distinguida de Londres. Los moralistas han señalado con el dedo del desprecio a quienes compran en esa calle, y al hacerlo han contado con el apoyo de los elegantes. La moda tiene secretos recovecos junto a Hanover Square, en las cercanías de Bond Street, en los que se retira discretamente para celebrar sus más sublimes ritos. En Oxford Street hay demasiadas gangas, demasiadas ventas con rebajas, demasiados productos rebajados a una libra con once chelines y tres peniques, que la semana pasada costaban dos libras y seis chelines. El acto de comprar y vender es excesivamente flagrante y bronco. Pero, mientras a paso vivo se avanza hacia el ocaso -y entre las luces artificiales, los montones de seda y los destellantes autobuses, parece que un perpetuo ocaso se cierna sobre Marble Arch-, el relumbrón y el colorido de la gran alfombra rodante de Oxford Street tiene su fascinación. Es como el pedregoso lecho de un río, cuyas piedras son siempre lavadas y pulidas por el destellante caudal. Todo brilla y reluce. El primer día de primavera trae consigo carritos de mano cargados de tulipanes, violetas y narcisos, formando esplendentes montones. Los frágiles carritos cruzan vagamente sinuosos el caudal del tránsito. En una esquina, sórdidos magos consiguen que pedacitos de papel de colores se dilaten en el interior de mágicas vasijas, convirtiéndose en exuberantes bosques de flora espléndidamente coloreada, en un jardín subacuático. En otra, reposan galápagos sobre montoncillos de hierba. Estos seres, los más lentos y contemplativos, desarrollan sus inofensivas actividades en cosa de uno o dos pies de pavimento, celosamente protegidos de los pies de los transeúntes.
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