Penetró en un extremo del patio, y el espectáculo que a su vista se presentó era capaz de helar de miedo. El silencio era espantoso; veíase en todas partes la imagen de la muerte y la mirada tropezaba en cuerpos de hombres y animales que parecía estaban privados de vida; pero bastole fijarse en la nariz de berenjena y en los encendidos carrillos de los suizos para comprender que sólo estaban dormidos; además, los vasos, en los que sólo se veían restos de vino, decían que se habían dormido bebiendo.
Atravesó otro gran patio con pavimento de mármol; subió la escalera y entró en la sala de los guardias, que estaban formando hilera con el arcabuz al hombro y roncando ruidosamente. Cruzó varios aposentos llenos de gentiles hombres y de damas, de pie los unos, sentados los otros, pero todos durmiendo. Penetró en una cámara completamente dorada y vio en una cama, cuyos cortinajes estaban abiertos, el más hermoso espectáculo que a su mirada se había presentado: una princesa, que parecía tener quince o diez y seis años y cuya deslumbradora belleza tenía algo de luminosa y divina. Aproximose a ella temblando y admirándola y se arrodilló al pie de la cama.
Como había sonado la hora en que debía tener fin el encantamiento, la princesa despertó; y mirándole con tiernos ojos, le dijo:
—¿Sois vos, príncipe mío? ¡Cuánto os habéis hecho esperar!
Y llenaron de contento al príncipe tales palabras, y más aun la manera como fueron dichas. No sabía como encontrarla su alegría y agradecimiento y la aseguró que la amaba más que a si mismo. Mal hilvanadas salieron las palabras de los labios de ambos, pero a esto se debió que fueran más atractivas, pues poca elocuencia es señal de mucho amor. La confusión del hijo del rey era mayor que la de la princesa, cosa que no ha de sorprender, pues ella había tenido tiempo de pensar en lo que le diría; pues se supone, aunque nada de ello indique historia, que la buena Hada le había procurado el placer de agradables sueños durante los cien años que estuvo dormida. Cuatro horas hablaron y no se dijeron la mitad de las cosas que querían decirse.
El encantamiento del palacio cesó al mismo tiempo que el de la princesa, y cada cual pensó en cumplir con sus deberes; pero como no todos estaban enamorados, su primera sensación fue la del hambre, que sensiblemente les aguijoneaba. La dama de honor, hambrienta como las demás, se impacientó y dijo a la princesa que la comida estaba servida. El príncipe la ayudó a levantarse. Estaba vestida con mucha magnificencia, pero guardose de decirla que su traza y tocado se parecían a los de su abuela y que la moda del cuello que llevaba había pasado hacia mucho tiempo; pero su vestido y adornos en nada disminuían su belleza.
Pasaron a un salón con espejos y en él cenaron servidos por los gentileshombres de la princesa. Los músicos tocaron con los violines y los oboes antiguas piezas, pero muy bonitas, por más que hiciera cien años que nadie las tocaba y después de haber cenado, casoles sin pérdida de tiempo el gran limosnero en la capilla del castillo.
Al día siguiente el príncipe volvió a la ciudad en donde su padre debía estar con cuidado por su ausencia. Le dijo que cazando se había perdido en el bosque y había pasado la noche en la choza de un carbonero que le había dado pan negro y queso para cenar. El rey su padre, que era muy bonachón, le creyó, pero no del todo su madre al ver que casi todos los días iba a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba fuera dos o tres noches, y supuso que se trataba de amores. El príncipe vivió con la princesa más de dos años y tuvo de ella dos hijos; una niña llamada Aurora, y el segundo un niño, al que pusieron por nombre Día, pues aun parecía más hermoso que su hermana.
La reina hizo varias tentativas para que su hijo le revelara su secreto, pero el príncipe no se atrevió a confiárselo, porque si bien la amaba, la temía por proceder de raza de ogros, a pesar de lo cual el rey había casado con ella porque su fortuna era grande. Además, se murmuraba en la corte, pero en voz muy baja, que tenía las inclinaciones de los ogros y que, al ver pasar los niños, con mucha dificultad lograba contener el deseo de devorarlos. A esto se debió que el príncipe nada le dijera.
Pero al cabo de dos años murió el rey, y al subir su hijo al trono, declaró públicamente su matrimonio y fue con gran ceremonia a buscar a la reina su esposa a su castillo. La recepción que le hicieron en la ciudad, que era la capital, cuando se presentó en medio de sus dos hijos, fue magnífica.
Algún tiempo después el príncipe fue a guerrear contra su vecino, el emperador Cantagallos. Confió la regencia a la reina madre y le recomendó mucho a su mujer y a sus hijos. Debía guerrear todo el verano; y en cuanto estuvo fuera, la reina madre envió su nuera y sus nietos a una casa de campo que había en el bosque para poder satisfacer con mayor libertad sus horribles apetitos. Algunos días después fue a la casa de campo y por la noche dijo a su mayordomo:
—Mañana quiero comerme a Aurora.
—¡Ah! señora..., —exclamó el mayordomo.
—Lo quiero, —contestó la reina con tono de ogra que desea devorar carne fresca,— y quiero comerla en salsa picante.
El pobre hombre comprendió que no había que andarse con bromas con la ogra; tomó un enorme cuchillo y subió al cuarto de la pequeña Aurora. Tenía entonces cuatro años, y al verle corrió hacia él saltando y riendo, le abrazó y le pidió un caramelo. El mayordomo se puso a llorar, se le escapó el cuchillo y bajó al corral, degolló un cordero y lo aderezó con una salsa tan rica que la reina le dijo que nunca había comido cosa mejor. Al mismo tiempo el mayordomo llevó la pequeña Aurora a su mujer para ocultarla en su casa, que estaba situada a un extremo del corral.
Ocho días después aquella mala reina dijo a su mayordomo:
—Para cenar quiero comerme a mi nieto Día.
El mayordomo no replicó porque ya tenía formado el propósito de engañarla como la otra vez. Fue en busca del niño y hallole con un diminuto florete en la mano ensayándose en la esgrima con un mono, a pesar de que sólo tenía tres años. Llevole a su mujer, que le ocultó junto con Aurora, y el mayordomo sirvió a la reina madre un cabritillo muy tierno, que halló sabrosísimo.
Hasta entonces todo había marchado perfectamente pero una tarde aquella perversa ogra dijo al mayordomo:
—Quiero comerme a la reina aderezada en salsa picante, lo mismo que sus hijos.
El buen hombre quedó aplastado no sabiendo como engañarla. La joven reina tenía veinte años, sin contar los cien que había pasado durmiendo; el pobre funcionario desconfiaba de hallar en el corral una res cuyas carnes fueran semejantes a las de una princesa de tan extraña edad. El mayordomo, para salvar su vida, tomo la resolución de degollar a la reina y subió a su cuarto con la intención de realizar su propósito. Mientras subía se excitaba a la ira y entro puñal en mano.
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