No quiso cogerla de sorpresa, y con mucho respeto le dijo cuál era la orden que le había dado la reina madre.
—Cumple tu deber, —contesto ella tendiéndole el cuello;— ejecuta la orden que te han dado y volveré a ver mis hijos, a mis pobres hijos, a quienes amaba tanto.
Desde que se los habían quitado sin decirle nada, la reina les creía muertos.
—¡No, no, señora!, —exclamó el pobre mayordomo muy conmovido;— no moriréis, pero no por eso dejaréis de ver a vuestros hijos, pues los veréis en mi casa en donde les he ocultado; y de nuevo engañaré a la reina sirviéndola una corza en vuestro lugar.
Llevola en el acto a su habitación y dejola que abrazara a sus hijos y confundiera sus lágrimas con las suyas, mientras él se fue a guisar la corza, que la ogra se comió a la cena con el mismo apetito que si hubiese sido la reina. Estaba muy satisfecha de su crueldad y se disponía a decir al rey, cuando regresara, que los lobos hambrientos se habían comido a su mujer y sus hijos.
Cierta noche que, según costumbre, rondaba por los patios y corrales del castillo por si olfateaba carne fresca, oyó que su nieto lloraba porque su madre quería pegarle por haber hecho una maldad, y también oyó la vocecita de Aurora, que pedía perdón para su hermano. La ogra reconoció la voz de la reina y de sus dos hijos, y llena de ira por haber sido engañada, ordenó al amanecer del día siguiente, con acento tan espantoso que todo el mundo temblaba, que pusieran en medio del patio un enorme tonel que hizo llenar de sapos, víboras, culebras y serpientes para arrojar en él a la reina, sus hijos y al mayordomo, su mujer y su criada, mandando que los trajeran con las manos atadas a la espalda.
En el patio estaban los infelices, y los verdugos se disponían a echarlos en el tonel, cuando el rey, a quien no se esperaba tan pronto, entró de repente a caballo. Había corrido mucho y preguntó muy admirado qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se atrevía a contestarle, cuando la ogra, furiosa al ver lo que pasaba se arrojó la primera de cabeza al tonel y en un instante fue devorada por los asquerosos reptiles que había mandado echar dentro. El rey no dejó de sentir disgusto, pues era su madre, pero pronto se consoló con su hermosa mujer y sus hijos.
Moraleja
Cosa por demás sabida
es que el esperar no agrada,
pero el que más se apresura
no es el que más trecho avanza,
que para hacer ciertas cosas
se requiere tiempo y calma.
Cierto que esperar un novio
cien años, espera es magna;
pero la historia, amiguitos,
es historia ya pasada.
Como el casarse es asunto
de muchísima importancia,
pues sólo la muerte rompe
los lazos que entonces se atan,
más vale esperar un año
y traer la dicha a casa,
que no anticiparse un día
y traerse la desgracia.
Caperucita Roja

N TIEMPO del rey que rabió, vivía en una aldea una niña, la más linda de las aldeanas, tanto que loca de gozo estaba su madre y más aún su abuela, quien le había hecho una caperuza roja; y tan bien le estaba que por caperucita roja conocíanla todos. Un día su madre hizo tortas y le dijo:
—Irás á casa de la abuela a informarte de su salud, pues me han dicho que está enferma. Llévale una torta y este tarrito lleno de manteca.
Caperucita roja salió enseguida en dirección a la casa de su abuela, que vivía en otra aldea. Al pasar por un bosque encontró al compadre lobo que tuvo ganas de comérsela, pero a ello no se atrevió porque había algunos leñadores. Preguntola a dónde iba, y la pobre niña, que no sabía fuese peligroso detenerse para dar oídos al lobo, le dijo:
—Voy a ver a mi abuela y a llevarle esta torta con un tarrito de manteca que le envía mi madre.
—¿Vive muy lejos? —Preguntole el lobo.
—Sí, —contestole Caperucita roja— a la otra parte del molino que veis ahí; en la primera casa de la aldea.
—Pues entonces, —añadió el lobo,— yo también quiero visitarla. Iré a su casa por este camino y tú por aquel, a ver cual de los dos llega antes.
El lobo echó a correr tanto como pudo, tomando el camino más corto, y la niña fuese por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr detrás de las mariposas y en hacer ramilletes con las florecillas que hallaba a su paso.
Poco tardó el lobo en llegar a la casa de la abuela. Llamó: ¡pam! ¡pam!
—¿Quién va?
—Soy vuestra nieta, Caperucita roja —dijo el lobo imitando la voz de la niña.— Os traigo una torta y un tarrito de manteca que mi madre os envía.
La buena de la abuela, que estaba en cama porque se sentía indispuesta, contestó gritando:
—Tira del cordel y se abrirá el cancel.
Así lo hizo el lobo y la puerta se abrió. Arrojose encima de la vieja y la devoró en un abrir y cerrar de ojos, pues hacía más de tres días que no había comido. Luego cerró la puerta y fue a acostarse en la cama de la abuela, esperando a Caperucita roja, la que algún tiempo después llamó a la puerta: ¡pam! ¡pam!
—¿Quién va?
Caperucita roja, que oyó la ronca voz del lobo, tuvo miedo al principio, pero creyendo que su abuela estaba constipada, contestó:
—Soy yo, vuestra nieta, Caperucita roja, que os trae una torta y un tarrito de manteca que os envía mi madre.
El lobo gritó procurando endulzar la voz:
—Tira del cordel y se abrirá el cancel.
Caperucita roja tiró del cordel y la puerta se abrió. Al verla entrar, el lobo le dijo, ocultándose debajo de la manta:
—Deja la torta y el tarrito de manteca encima de la artesa y vente a acostar conmigo.
Caperucita roja lo hizo, se desnudó y se metió en la cama. Grande fue su sorpresa al aspecto de su abuela sin vestidos, y le dijo:
—Abuelita, tenéis los brazos muy largos.
—Así te abrazaré mejor, hija mía.
—Abuelita, tenéis las piernas muy largas.
—Así correré más, hija mía.
—Abuelita, tenéis las orejas muy grandes.
—Así te oiré mejor, hija mía.
—Abuelita, tenéis los ojos muy grandes.
—Así te veré mejor, hija mía.
Abuelita, tenéis los dientes muy grandes.
—Así comeré mejor, hija mía.
Y al decir estas palabras, el malvado lobo arrojose sobre Caperucita roja y se la comió.
Moraleja
La niña bonita,
la que no lo sea,
que a todas alcanza
esta moraleja,
mucho miedo, mucho,
al lobo le tenga,
que a veces es joven
de buena presencia,
de palabras dulces,
de grandes promesas,
tan pronto olvidadas
como fueron hechas.
Barba Azul

N OTRO TIEMPO vivía un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles muy adornados y carrozas doradas; pero, por desgracia, su barba era azul, color que le daba un aspecto tan feo y terrible que no había mujer ni joven que no huyera a su vista.
Una de sus vecinas, señora de rango, tenía dos hijas muy hermosas. Pidiole una en matrimonio, dejando a la madre la elección de la que había de ser su esposa. Ninguna de las jóvenes quería casar con él y cada cual lo endosaba a la otra, sin que la otra ni la una se resolvieran a ser la mujer de un hombre que tenía la barba azul. Además, aumentaba su disgusto el hecho de que había casado con varias mujeres y nadie sabía lo que de ellas había sido.
Barba Azul, para trabar con ellas relaciones, llevolas con su madre, tres o cuatro amigos íntimos y algunas jóvenes de la vecindad a una de sus casas de campo en la que permanecieron ocho días completos, que emplearon en paseos, partidos de caza y pesca, bailes y tertulias, sin dormir apenas y pasando las noches en decir chistes. Tan agradablemente se deslizó el tiempo, que a la menor pareciole que el dueño de casa no tenía la barba azul y que era un hombre muy bueno; y al regresar a la ciudad celebraron la boda.
Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su esposa que se veía obligado a hacer un viaje a provincias, que a lo menos duraría seis semanas, siendo importante el asunto que a viajar le obligaba. Rogole que durante su ausencia se divirtiese cuanto pudiera, invitara a sus amigas a acompañarla, fuera con ellas al campo, si de ello gustaba, y procurara no estar triste.
—Aquí tienes, —añadió,— las llaves de los dos grandes guardamuebles. Estas son las de la vajilla de oro y plata que no se usa diariamente; las que te entrego pertenecen a las cajas donde guardo los metales preciosos; estas las de los cofres en los que están mis piedras y joyas, y aquí te doy el llavín que abre las puertas de todos los cuartos. Esta llavecita es la del gabinete que hay al extremo de la gran galería de abajo. Ábrelo todo, entra en todas partes, pero te prohíbo penetrar en el gabinete; y de tal manera te lo prohíbo, que si lo abres puedes esperarlo todo de mi cólera.
Prometiole atenerse exactamente a lo que acababa de ordenarle; y él, después de haberla abrazado, metiose en el carruaje y emprendió su viaje.
Las vecinas y los amigos no esperaron a que les llamasen para ir a casa de la recién casada, pues grandes eran sus deseos de verlo todo, que no se atrevieron a realizar estando el marido, porque su barba azul les espantaba. Acto continuo pusiéronse a recorrer los cuartos, los gabinetes, los guardarropas, siendo sorprendente la riqueza de cada habitación. Subieron enseguida a los guardamuebles, donde no se cansaron de admirar el número y belleza de los tapices, camas, sofás, papeleras, veladores, mesas y espejos que reproducían las imágenes de la cabeza a los pies y en los que los adornos, los unos de cristal, de plata dorados los otros, eran tan bellos y magníficos que iguales no se habían visto. No cesaban de ponderar y envidiar la dicha de su amiga, que no se divertía viendo tales riquezas, pues la dominaba la impaciencia por ir a abrir el gabinete de abajo.
Empujola la curiosidad, sin fijarse en que faltaba a la educación abandonando a sus amigas, bajó por una escalerilla reservada, con tanta precipitación que dos o tres veces corrió peligro de desnucarse. Al llegar a la puerta del gabinete detúvose algún tiempo, pensando en la prohibición de su marido y reflexionando que la desobediencia podía atraerle alguna desgracia; pero la tentación era tan fuerte que no pudo vencerla, y tomando la llavecita abrió temblando la puerta del gabinete.
Al principio nada vio, debido a que las ventanas estaban cerradas. Al cabo de algunos instantes comenzaron a destacarse los objetos y notó que el suelo estaba completamente cubierto de sangre cuajada y que en ella se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y sujetas a las paredes. Estas mujeres eran todas aquellas con quienes Barba Azul había casado, a las que había degollado una tras otra.
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