La vertiente, de seiscientos metros, estaba cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, manchadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacinamiento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes esculcando y despojando.
En medio de la humareda blanca de la fusilería y los negros borbotones de los edificios incendiados, refulgían al claro sol casas de grandes puertas y múltiples ventanas, todas cerradas; calles en amontonamiento, sobrepuestas y revueltas en vericuetos pintorescos, trepando a los cerros circunvecinos. Y sobre el caserío risueño se alzaba una alquería de esbeltas columnas y las torres y cúpulas de las iglesias.
—¡Qué hermosa es la revolución, aun en su misma barbarie! —pronunció Solís conmovido. Luego, en voz baja y con vaga melancolía:
—Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, a que no se oigan más disparos que los de las turbas entregadas a las delicias del saqueo; a que resplandezca diáfana, como una gota de agua, la psicología de nuestra raza, condensada en dos palabras: ¡robar, matar!… ¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino, resultásemos los obreros de un enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie!… ¡Pueblo sin ideales, pueblo de tiranos!… ¡Lástima de sangre!
Muchos federales fugitivos subían huyendo de soldados de grandes sombreros de palma y anchos calzones blancos.
Pasó silbando una bala.
Alberto Solís, que, cruzados los brazos, permanecía absorto después de sus últimas palabras, tuvo un sobresalto repentino y dijo:
—Compañero, maldito lo que me simpatizan estos mosquitos zumbadores. ¿Quiere que nos alejemos un poco de aquí?
Fue la sonrisa de Luis Cervantes tan despectiva, que Solís, amoscado, se sentó tranquilamente en una peña.
Su sonrisa volvió a vagar siguiendo las espirales de humo de los rifles y la polvareda de cada casa derribada y cada techo que se hundía. Y creyó haber descubierto un símbolo de la revolución en aquellas nubes de humo y en aquellas nubes de polvo que fraternalmente ascendían, se abrazaban, se confundían y se borraban en la nada.
—¡Ah —clamó de pronto—, ahora sí!…
Y su mano tendida señaló la estación de los ferrocarriles. Los trenes resoplando furiosos, arrojando espesas columnas de humo, los carros colmados de gente que escapaba a todo vapor.
Sintió un golpecito seco en el vientre, y como si las piernas se le hubiesen vuelto de trapo, resbaló de la piedra. Luego le zumbaron los oídos… Después, oscuridad y silencio eternos…
Segunda Parte
I
Al champaña que ebulle en burbujas donde se descompone la luz de los candiles, Demetrio Macías prefiere el límpido tequila de Jalisco.
Hombres manchados de tierra, de humo y de sudor, de barbas crespas y alborotadas cabelleras, cubiertos de andrajos mugrientos, se agrupan en torno de las mesas de un restaurante.
—Yo maté dos coroneles —clama con voz ríspida y gutural un sujeto pequeño y gordo, de sombrero galoneado, cotona de gamuza y mascada solferina al cuello—. ¡No podían correr de tan tripones: se tropezaban con las piedras, y para subir al cerro, se ponían como jitomates y echaban tamaña lengua!… “No corran tanto, mochitos —les grité—; párense, no me gustan las gallinas asustadas… ¡Párense, pelones, que no les voy a hacer nada!… ¡Están dados!” ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!… La comieron los muy… ¡Paf, paf! ¡Uno para cada uno… y de veras descansaron!
—A mí se me jue uno de los meros copetones —habló un soldado de rostro renegrido, sentado en un ángulo del salón, entre el muro y el mostrador, con las piernas alargadas y el fusil entre ellas—. ¡Ah, cómo traiba oro el condenado! Nomás le hacían visos los galones en las charreteras y en la mantilla. ¿Y yo?… ¡El muy burro lo dejé pasar! Sacó el paño y me hizo la contraseña, y yo me quedé nomás abriendo la boca. ¡Pero apenas me dio campo de hacerme de la esquina, cuando aistá a bala y bala!… Lo dejé que acabara un cargador… ¡Hora voy yo!… ¡Madre mía de Jalpa, que no le jierre a este jijo de… la mala palabra! ¡Nada, nomás dio el estampido!… ¡Traiba muy buen cuaco! Me pasó por los ojos como un relámpago… Otro probe que venía por la misma calle me la pagó… ¡Qué maroma lo he hecho dar!
Se arrebatan las palabras de la boca, y mientras ellos refieren con mucho calor sus aventuras, mujeres de tez aceitunada, ojos blanquecinos y dientes de marfil, con revólveres a la cintura, cananas apretadas de tiros cruzados sobre el pecho, grandes sombreros de palma a la cabeza, van y vienen como perros callejeros entre los grupos.
Una muchacha de carrillos teñidos de carmín, de cuello y brazos muy trigueños y de burdísimo continente, da un salto y se pone sobre el mostrador de la cantina, cerca de la mesa de Demetrio.
Éste vuelve la cara hacia ella y choca con unos ojos lascivos, bajo una frente pequeña y entre dos bandos de pelo hirsuto.
La puerta se abre de par en par y, boquiabiertos y deslumbrados, uno tras otro, penetran Anastasio Montañés, Pancracio, la Codorniz y el Meco.
Anastasio da un grito de sorpresa y se adelanta a saludar al charro pequeño y gordo, de sombrero galoneado y mascada solferina.
Son viejos amigos que ahora se reconocen. Y se abrazan tan fuerte que la cara se les pone negra.
—Compadre Demetrio, tengo el gusto de presentarle al güero Margarito… ¡Un amigo de veras!… ¡Ah, cómo quiero yo a este güero! Ya lo conocerá, compadre… ¡Es reteacabao!… ¿Te acuerdas, güero, de la penitenciaría de Escobedo, allá en Jalisco?… ¡Un año juntos!
Demetrio, que permanecía silencioso y huraño en medio de la alharaca general, sin quitarse el puro de entre los labios rumoreó tendiéndole la mano:
—Servidor…
—¿Usted se llama, pues, Demetrio Macías? —preguntó intempestivamente la muchacha que sobre el mostrador estaba meneando las piernas y tocaba con sus zapatos de vaqueta la espalda de Demetrio.
—A la orden —le contestó éste, volviendo apenas la cara.
Ella, indiferente, siguió moviendo las piernas descubiertas, haciendo ostentación de sus medias azules.
—¡Eh, Pintada!… ¿Tú por acá?… Anda, baja, ven a tomar una copa —le dijo el güero Margarito.
La muchacha aceptó en seguida la invitación y con mucho desparpajo se abrió lugar, sentándose enfrente de Demetrio.
—¿Conque usté es el famoso Demetrio Macías que tanto se lució en Zacatecas? —preguntó la Pintada.
Demetrio inclinó la cabeza asintiendo, en tanto que el güero Margarito lanzaba una alegre carcajada y decía:
—¡Diablo de Pintada tan lista!… ¡Ya quieres estrenar general!…
Demetrio, sin comprender, levantó los ojos hacia ella; se miraron cara a cara como dos perros desconocidos que se olfatean con desconfianza. Demetrio no pudo sostener la mirada furiosamente provocativa de la muchacha y bajó los ojos.
Oficiales de Natera, desde sus sitios, comenzaron a bromear a la Pintada con dicharachos obscenos.
Pero ella, sin inmutarse, dijo:
—Mi general Natera le va a dar a usté su aguilita… ¡Ándele, chóquela!…
Y tendió su mano hacia Demetrio y lo estrechó con fuerza varonil.
Demetrio, envanecido por las felicitaciones que comenzaron a lloverle, mandó que sirvieran champaña.
—No, yo no quiero vino ahora, ando malo —dijo el güero Margarito al mesero—; tráeme sólo agua con hielo.
—Yo quiero de cenar con tal de que no sea chile ni frijol, lo que jaiga —pidió Pancracio.
Siguieron entrando oficiales y poco a poco se llenó el restaurante. Menudearon las estrellas y las barras en sombreros de todas formas y matices; grandes pañuelos de seda al cuello, anillos de gruesos brillantes y pesadas leopoldinas de oro.
—Oye, mozo —gritó el güero Margarito—, te he pedido agua con hielo… Entiende que no te pido limosna… Mira este fajo de billetes: te compro a ti y… a la más vieja de tu casa, ¿entiendes?… No me importa saber si se acabó, ni por qué se acabó… Tú sabrás de dónde me la traes… ¡Mira que soy muy corajudo!… Te digo que no quiero explicaciones, sino agua con hielo… ¿Me la traes o no me la traes?… ¡Ah, no?… Pues toma…
El mesero cae al golpe de una sonora bofetada.
—Así soy yo, mi general Macías; mire cómo ya no me queda pelo de barba en la cara. ¿Sabe por qué? Pues porque soy muy corajudo, y cuando no tengo en quen descansar, me arranco los pelos hasta que me baja el coraje. ¡Palabra de honor, mi general; si no lo hiciera así, me moriría del puro berrinche!
—Es muy malo eso de comerse uno solo sus corajes —afirma, muy serio, uno de sombrero de petate como cobertizo de jacal—. Yo, en Torreón, maté a una vieja que no quiso venderme un plato de enchiladas. Estaban de pleito. No cumplí mi antojo, pero siquiera descansé.
—Yo maté a un tendajonero en el Parral porque me metió en un cambio dos billetes de Huerta —dijo otro de estrellita, mostrando, en sus dedos negros y callosos, piedras de luces refulgentes.
—Yo, en Chihuahua, maté a un tío porque me lo topaba siempre en la mesma mesa y a la mesma hora, cuando yo iba a almorzar… ¡Me chocaba mucho!… ¡Qué queren ustedes!…
—¡Hum!… Yo maté…
El tema es inagotable.
A la madrugada, cuando el restaurante está lleno de alegría y de escupitajos, cuando con las hembras norteñas de caras oscuras y cenicientas se revuelven jovencitas pintarrajeadas de los suburbios de la ciudad, Demetrio saca su repetición de oro incrustado de piedras y pide la hora a Anastasio Montañés.
Anastasio ve la carátula, luego saca la cabeza por una ventanilla y, mirando al cielo estrellado, dice:
—Ya van muy colgadas las cabrillas, compadre; no dilata en amanecer.
Fuera del restaurante no cesan los gritos, las carcajadas y las canciones de los ebrios. Pasan soldados a caballo desbocado, azotando las aceras. Por todos los rumbos de la ciudad se oyen disparos de fusiles y pistolas.
Y por en medio de la calle caminan, rumbo al hotel, Demetrio y la Pintada, abrazados y dando tumbos.
II
—¡Qué brutos! —exclamó la Pintada riendo a carcajadas—. ¿Pos de dónde son ustedes? Si eso de que los soldados vayan a parar a los mesones es cosa que ya no se usa. ¿De dónde vienen? Llega uno a cualquier parte y no tiene más que escoger la casa que le cuadre y ésa agarra sin pedirle licencia a naiden. Entonces ¿pa quén jue la revolución? ¿Pa los catrines? Si ahora nosotros vamos a ser los meros catrines… A ver, Pancracio, presta acá tu marrazo… ¡Ricos… tales!… Todo lo han de guardar debajo de siete llaves.
Hundió la punta de acero en la hendidura de un cajón y, haciendo palanca con el mango rompió la chapa y levantó astillada la cubierta del escritorio.
Las manos de Anastasio Montañés, de Pancracio y de la Pintada se hundieron en el montón de cartas, estampas, fotografías y papeles desparramados por la alfombra.
Pancracio manifestó su enojo de no encontrar algo que le complaciera, lanzando al aire con la punta del guarache un retrato encuadrado, cuyo cristal se estrelló en el candelabro del centro.
Sacaron las manos vacías de entre los papeles, profiriendo insolencias.
Pero la Pintada, incansable, siguió descerrajando cajón por cajón, hasta no dejar hueco sin escudriñar.
No advirtieron el rodar silencioso de una pequeña caja forrada de terciopelo gris, que fue a parar a los pies de Luis Cervantes.
Éste, que veía todo con aire de profunda indiferencia, mientras Demetrio, despatarrado sobre la alfombra, parecía dormir, atrajo con la punta del pie la cajita, se inclinó, rascóse un tobillo y con ligereza la levantó.
Se quedó deslumbrado: dos diamantes de aguas purísimas en una montadura de filigrana. Con prontitud la ocultó en el bolsillo.
Cuando Demetrio despertó, Luis Cervantes le dijo:
—Mi general, vea usted qué diabluras han hecho los muchachos. ¿No sería conveniente evitarles esto?
—No, curro… ¡Pobres!… Es el único gusto que les queda después de ponerle la barriga a las balas.
—Sí, mi general, pero siquiera que no lo hagan aquí… Mire usted, eso nos desprestigia, y lo que es peor, desprestigia nuestra causa…
Demetrio clavó sus ojos de aguilucho en Luis Cervantes. Se golpeó los dientes con las uñas de dos dedos y dijo:
—No se ponga colorado… ¡Mire, a mí no me cuente!… Ya sabemos que lo tuyo, tuyo, y lo mío, mío. A usted le tocó la cajita, bueno; a mí el reloj de repetición.
Y ya los dos en muy buena armonía, se mostraron sus “avances”.
La Pintada y sus compañeros, entretanto, registraban el resto de la casa.
La Codorniz entró en la sala con una chiquilla de doce años, ya marcada con manchas cobrizas en la frente y en los brazos.
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