Llevaba una mancha de sangre fresca en su pantalón, cerca de un pie.

—¿Quién es este curro? —preguntó Anastasio.

—Yo estoy de centinela, oí ruido entre las yerbas y grité: “¿Quién vive?” “Carranzo”, me respondió este vale… “¿Carranzo…? No conozco yo a ese gallo…” Y toma tu Carranzo: le metí un plomazo en una pata…

Sonriendo, Pancracio volvió su cara lampiña en solicitud de aplausos.

Entonces habló el desconocido.

—¿Quién es aquí el jefe?

Anastasio levantó la cabeza con altivez, enfrentándosele.

El tono del mozo bajó un tanto.

—Pues yo también soy revolucionario. Los federales me cogieron de leva y entré a filas; pero en el combate de anteayer conseguí desertarme, y he venido, caminando a pie, en busca de ustedes.

—¡Ah, es federal!… —interrumpieron muchos, mirándolo con pasmo.

—¡Ah, es mocho! —dijo Anastasio Montañés—. ¿Y por qué no le metiste el plomo mejor en la mera chapa?

—¡Quién sabe qué mitote trai! ¡Quesque quere hablar con Demetrio, que tiene que icirle quén sabe cuánto!… Pero eso no le hace, pa todo hay tiempo como no arrebaten —respondió Pancracio, preparando su fusil.

—Pero ¿qué clase de brutos son ustedes? —profirió el desconocido.

Y no pudo decir más, porque un revés de Anastasio lo volteó con la cara bañada en sangre.

—¡Fusilen a ese mocho!…

—¡Hórquenlo!…

—¡Quémenlo…, es federal!…

Exaltados, gritaban, aullaban preparando ya sus rifles.

—¡Chist…, chist…, cállense!… Parece que Demetrio habla —dijo Anastasio, sosegándolos.

En efecto, Demetrio quiso informarse de lo que ocurría e hizo que le llevaran al prisionero.

—¡Una infamia, mi jefe, mire usted…, mire usted! —pronunció Luis Cervantes, mostrando las manchas de sangre en su pantalón y su boca y su nariz abotagadas.

—Por eso, pues, ¿quién jijos de un… es usté? —interrogó Demetrio.

—Me llamo Luis Cervantes, soy estudiante de medicina y periodista. Por haber dicho algo en favor de los revolucionarios, me persiguieron, me atraparon y fui a dar a un cuartel…

La relación que de su aventura siguió detallando en tono declamatorio causó gran hilaridad a Pancracio y al Manteca.

—Yo he procurado hacerme entender, convencerlos de que soy un verdadero correligionario…

—¿Corre… qué? —inquirió Demetrio, tendiendo una oreja.

—Correligionario, mi jefe…, es decir, que persigo los mismos ideales y defiendo la misma causa que ustedes defienden.

Demetrio sonrió:

—¿Pos cuál causa defendemos nosotros?…

Luis Cervantes, desconcertado, no encontró qué contestar.

—¡Mi’ qué cara pone!… ¿Pa qué son tantos brincos?… ¿Lo tronamos ya, Demetrio? —preguntó Pancracio, ansioso.

Demetrio llevó su mano al mechón de pelo que le cubría una oreja, se rascó largo rato, meditabundo; luego, no encontrando la solución, dijo:

—Sálganse… que ya me está doliendo otra vez… Anastasio, apaga la mecha. Encierren a ése en el corral y me lo cuidan Pancracio y Manteca. Mañana veremos.

VI

Luis Cervantes no aprendía aún a discernir la forma precisa de los objetos a la vaga tonalidad de las noches estrelladas, y buscando el mejor sitio para descansar, dio con sus huesos quebrantados sobre un montón de estiércol húmedo, al pie de la masa difusa de un huizache. Más por agotamiento que por resignación, se tendió cuan largo era y cerró los ojos resueltamente, dispuesto a dormir hasta que sus feroces vigilantes le despertaran o el sol de la mañana le quemara las orejas. Algo como un vago calor a su lado, luego un respirar rudo y fatigoso, le hicieron estremecerse; abrió los brazos en torno, y su mano trémula dio con los pelos rígidos de un cerdo, que, incomodado seguramente por la vecindad, gruñó.

Inútiles fueron ya todos sus esfuerzos para atraer el sueño; no por el dolor del miembro lesionado, ni por el de sus carnes magulladas, sino por la instantánea y precisa representación de su fracaso.

Sí; él no había sabido apreciar a su debido tiempo la distancia que hay de manejar el escalpelo, fulminar latrofacciosos desde las columnas de un diario provinciano, a venir a buscarlos con el fusil en las manos a sus propias guaridas. Sospechó su equivocación, ya dado de alta como subteniente de caballería, al rendir la primera jornada. Brutal jornada de catorce leguas, que lo dejaba con las caderas y las rodillas de una pieza, cual si todos sus huesos se hubieran soldado en uno. Acabólo de comprender ocho días después, al primer encuentro con los rebeldes. Juraría, la mano puesta sobre un Santo Cristo, que cuando los soldados se echaron los máuseres a la cara, alguien con estentórea voz había clamado a sus espaldas: “¡Sálvese el que pueda!” Ello tan claro así, que su mismo brioso y noble corcel, avezado a los combates, había vuelto grupas y de estampida no había querido detenerse sino a distancia donde ni el rumor de las balas se escuchaba. Y era cabalmente a la puesta del sol, cuando la montaña comenzaba a poblarse de sombras vagarosas e inquietantes, cuando las tinieblas ascendían a toda prisa de la hondonada. ¿Qué cosa más lógica podría ocurrírsele si no la de buscar abrigo entre las rocas, darles reposo al cuerpo y al espíritu y procurarse el sueño? Pero la lógica del soldado es la lógica del absurdo. Así, por ejemplo, a la mañana siguiente su coronel lo despierta a broncos puntapiés y le saca de su escondite con la cara gruesa a mojicones. Más todavía: aquello determina la hilaridad de los oficiales, a tal punto que, llorando de risa, imploran a una voz el perdón para el fugitivo. Y el coronel, en vez de fusilarlo, le larga un recio puntapié en las posaderas y le envía a la impedimenta como ayudante de cocina.

La injuria gravísima habría de dar sus frutos venenosos. Luis Cervantes cambia de chaqueta desde luego, aunque sólo in mente por el instante. Los dolores y las miserias de los desheredados alcanzan a conmoverlo; su causa es la causa sublime del pueblo subyugado que clama justicia, sólo justicia. Intima con el humilde soldado y, ¡qué más!, una acémila muerta de fatiga en una tormentosa jornada le hace derramar lágrimas de compasión.

Luis Cervantes, pues, se hizo acreedor a la confianza de la tropa. Hubo soldados que le hicieron confidencias temerarias. Uno, muy serio, y que se distinguía por su temperancia y retraimiento, le dijo: “Yo soy carpintero; tenía mi madre, una viejita clavada en su silla por el reumatismo desde hacía diez años. A medianoche me sacaron de mi casa tres gendarmes; amanecí en el cuartel y anochecí a doce leguas de mi pueblo… Hace un mes pasé por allí con la tropa… ¡Mi madre estaba ya debajo de la tierra!… No tenía más consuelo en esta vida… Ahora no le hago falta a nadie. Pero, por mi Dios que está en los cielos, estos cartuchos que aquí me cargan no han de ser para los enemigos… Y si se me hace el milagro (mi Madre Santísima de Guadalupe me lo ha de conceder), si me le junto a Villa…, juro por la sagrada alma de mi madre que me la han de pagar estos federales”.

Otro, joven, muy inteligente, pero charlatán hasta por los codos, dipsómano y fumador de marihuana, lo llamó aparte y, mirándolo a la cara fijamente con sus ojos vagos y vidriosos, le sopló al oído: “Compadre…, aquéllos…, los de allá del otro lado…, ¿comprendes?…, aquéllos cabalgan lo más granado de las caballerizas del Norte y del interior, las guarniciones de sus caballos pesan de pura plata… Nosotros, ¡pst!…, en sardinas buenas para alzar cubos de noria…, ¿comprendes, compadre? Aquéllos reciben relucientes pesos fuertes; nosotros, billetes de celuloide de la fábrica del asesino… Dije…”

Y así todos, hasta un sargento segundo contó ingenuamente: “Yo soy voluntario, pero me he tirado una plancha. Lo que en tiempos de paz no se hace en toda una vida de trabajar como una mula, hoy se puede hacer en unos cuantos meses de correr la sierra con un fusil a la espalda. Pero no con éstos ‘mano’…, no con éstos…”

Y Luis Cervantes, que compartía ya con la tropa aquel odio solapado, implacable y mortal a las clases, oficiales y a todos los superiores, sintió que de sus ojos caía hasta la última telaraña y vio claro el resultado final de la lucha.

—¡Mas he aquí que hoy, al llegar apenas con sus correligionarios, en vez de recibirle con los brazos abiertos lo encapillan en una zahúrda!

Fue de día: los gallos cantaron en los jacales; las gallinas trepadas en las ramas del huizache del corral se removieron, abrían las alas y esponjaban las plumas y en un solo salto se ponían en el suelo.

Contempló a sus centinelas tirados en el estiércol y roncando. En su imaginación revivieron las fisonomías de los dos hombres de la víspera. Uno, Pancracio, agüerado, pecoso, su cara lampiña, su barba saltona, la frente roma y oblicua, untadas las orejas al cráneo y todo de un aspecto bestial. Y el otro, el Manteca, una piltrafa humana: ojos escondidos, mirada torva, cabellos muy lacios cayéndole a la nuca, sobre la frente y las orejas; sus labios de escrofuloso entreabiertos eternamente.

Y sintió una vez más que su carne se achinaba.

VII

Adormilado aún, Demetrio paseó la mano sobre los crespos mechones que cubrían su frente húmeda, apartados hacia una oreja, y abrió los ojos.

Distinta oyó la voz femenina y melodiosa que en sueños había escuchado ya, y se volvió a la puerta.

Era de día: los rayos del sol dardeaban entre los popotes del jacal. La misma moza que la víspera le había ofrecido un apastito de agua deliciosamente fría (sus sueños de toda la noche), ahora, igual de dulce y cariñosa, entraba con una olla de leche desparramándose de espuma.

—Es de cabra, pero está regüena… Ándele, nomás aprébela…

Agradecido, sonrió Demetrio, se incorporó y, tomando la vasija de barro, comenzó a dar pequeños sorbos, sin quitar los ojos de la muchacha.

Ella, inquieta, bajó los suyos.

—¿Cómo te llamas?

—Camila.

—Me cuadra el nombre, pero más la tonadita…

Camila se cubrió de rubor, y como él intentara asirla por un puño, asustada, tomó la vasija vacía y se escapó más que de prisa.

—No, compadre Demetrio —observó gravemente Anastasio Montañés—; hay que amansarlas primero… ¡Hum, pa las lepras que me han dejado en el cuerpo las mujeres!… Yo tengo mucha experencia en eso…

—Me siento bien, compadre —dijo Demetrio haciéndose el sordo—; parece que me dieron fríos; sudé mucho y amanecí muy refrescado.