Lo que me está fregando todavía es la maldita herida. Llame a Venancio para que me cure.

—¿Y qué hacemos, pues, con el curro que agarré anoche? —preguntó Pancracio.

—¡Cabal, hombre!… ¡No me había vuelto a acordar!…

Demetrio, como siempre, pensó y vaciló mucho antes de tomar una decisión.

—A ver, Codorniz, ven acá. Mira, pregunta por una capilla que hay como a tres leguas de aquí. Anda y róbale la sotana al cura.

—Pero ¿qué va a hacer, compadre? —preguntó Anastasio pasmado.

—Si este curro viene a asesinarme, es muy fácil sacarle la verdad. Yo le digo que lo voy a fusilar. La Codorniz se viste de padre y lo confiesa. Si tiene pecado, lo trueno: si no, lo dejo libre.

—¡Hum, cuánto requisito!… Yo lo quemaba y ya —exclamó Pancracio despectivo.

Por la noche regresó la Codorniz con la sotana del cura. Demetrio hizo que le llevaran el prisionero.

Luis Cervantes, sin dormir ni comer en dos días, entraba con el rostro demacrado y ojeroso, los labios descoloridos y secos.

Habló con lentitud y torpeza.

—Hagan de mí lo que quieran… Seguramente que me equivoqué con ustedes…

Hubo un prolongado silencio. Después:

—Creí que ustedes aceptarían con gusto al que viene a ofrecerles ayuda, pobre ayuda la mía, pero que sólo a ustedes mismos beneficia… ¿Yo qué me gano con que la revolución triunfe o no?

Poco a poco iba animándose, y la languidez de su mirada desaparecía por instantes.

—La revolución beneficia al pobre, al ignorante, al que toda su vida ha sido esclavo, a los infelices que ni siquiera saben que si lo son es porque el rico convierte en oro las lágrimas, el sudor y la sangre de los pobres…

—¡Bah!…, ¿y eso es como a modo de qué?… ¡Cuando ni a mí me cuadran los sermones! —interrumpió Pancracio.

—Yo he querido pelear por la causa santa de los desventurados… Pero ustedes no me entienden…, ustedes me rechazan… ¡Hagan conmigo, pues, lo que gusten!

—Por lo pronto nomás te pongo esta reata en el gaznate… ¡Mi’ qué rechonchito y qué blanco lo tienes!

—Sí, ya sé a lo que viene usted —repuso Demetrio con desabrimiento, rascándose la cabeza—. Lo voy a fusilar, ¿eh?…

Luego, volviéndose a Anastasio:

—Llévenselo…, y si quiere confesarse, tráiganle un padre…

Anastasio, impasible como siempre, tomó con suavidad el brazo de Cervantes.

—Véngase pa acá, curro…

Cuando después de algunos minutos vino la Codorniz ensotanado, todos rieron a echar las tripas.

—¡Hum, este curro es repicolargo! —exclamó—. Hasta se me figura que se rió de mí cuando comencé a hacerle preguntas.

—Pero ¿no cantó nada?

—No dijo más que lo de anoche…

—Me late que no viene a eso que usté teme, compadre —notó Anastasio.

—Bueno, pues denle de comer y ténganlo a una vista.

VIII

Luis Cervantes, otro día, apenas pudo levantarse. Arrastrando el miembro lesionado vagó de casa en casa buscando un poco de alcohol, agua hervida y pedazos de ropa usada. Camila, con su amabilidad incansable, se lo proporcionó todo.

Luego que comenzó a lavarse, ella se sentó a su lado, a ver curar la herida, con curiosidad de serrana.

—Oiga, ¿y quién lo insiñó a curar?… ¿Y pa qué jirvió la agua?… ¿Y los trapos, pa qué los coció?… ¡Mire, mire, cuánta curiosidá pa todo!… ¿Y eso que se echó en las manos?… ¡Pior!… ¿Aguardiente de veras?… ¡Ande, pos si yo creiba que el aguardiente nomás pal cólico era güeno!… ¡Ah!… ¿De moo es que usté iba a ser dotor?… ¡Ja, ja, ja!… ¡Cosa de morirse uno de risa!… ¿Y por qué no le regüelve mejor agua fría?… ¡Mi’ qué cuentos!… ¡Quesque animales en la agua sin jervir!… ¡Fuchi!… ¡Pos cuando ni yo miro nada!…

Camila siguió interrogándole, y con tanta familiaridad, que de buenas a primeras comenzó a tutearlo.

Retraído a su propio pensamiento, Luis Cervantes no la escuchaba más.

“¿En dónde están esos hombres admirablemente armados y montados, que reciben sus haberes en puros pesos duros de los que Villa está acuñando en Chihuahua? ¡Bah! Una veintena de encuerados y piojosos, habiendo quien cabalgara en una yegua decrépita, matadura de la cruz a la cola. ¿Sería verdad lo que la prensa del gobierno y él mismo habían asegurado, que los llamados revolucionarios no eran sino bandidos agrupados ahora con un magnífico pretexto para saciar su sed de oro y de sangre? ¿Sería, pues, todo mentira lo que de ellos contaban los simpatizadores de la revolución? Pero si los periódicos gritaban todavía en todos los tonos triunfos y más triunfos de la federación, un pagador recién llegado de Guadalajara había dejado escapar la especie de que los parientes y favoritos de Huerta abandonaban la capital rumbo a los puertos, por más que éste seguía aúlla que aúlla: ‘Haré la paz cueste lo que cueste’. Por tanto, revolucionarios, bandidos o como quisiera llamárseles, ellos iban a derrocar al gobierno; el mañana les pertenecía; había que estar, pues, con ellos, sólo con ellos.”

—No, lo que es ahora no me he equivocado —se dijo para sí, casi en voz alta.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Camila—; pos si yo creiba ya que los ratones te habían comido la lengua.

Luis Cervantes plegó las cejas y miró con aire hostil aquella especie de mono enchomitado, de tez broncínea, dientes de marfil, pies anchos y chatos.

—¿Oye, curro, y tú has de saber contar cuentos?

Luis hizo un gesto de aspereza y se alejó sin contestarla.

Ella, embelesada, le siguió con los ojos hasta que su silueta desapareció por la vereda del arroyo.

Tan abstraída así, que se estremeció vivamente a la voz de su vecina, la tuerta María Antonia, que, fisgoneando desde su jacal, le gritó:

—¡Epa, tú!… dale los polvos de amor… A ver si ansina cai…

—¡Pior!… Ésa será usté…

—¡Si yo quijiera!… Pero, ¡fuche!, les tengo asco a los curros…

IX

—Señá Remigia, emprésteme unos blanquillos, mi gallina amaneció echada. Allí tengo unos siñores que queren almorzar.

Por el cambio de la viva luz del sol a la penumbra del jacalucho, más turbia todavía por la densa humareda que se alzaba del fogón, los ojos de la vecina se ensancharon. Pero al cabo de breves segundos comenzó a percibir distintamente el contorno de los objetos y la camilla del herido en un rincón, tocando por su cabecera el cobertizo tiznado y brilloso.

Se acurrucó en cuclillas al lado de señá Remigia y echando miradas furtivas adonde reposaba Demetrio, preguntó en voz baja:

—¿Cómo va el hombre?… ¿Aliviado?… ¡Qué güeno!… ¡Mire, y tan muchacho!… Pero en toavía está retedescolorido… ¡Ah!… ¿De moo es que no le cierra el balazo?… Oiga, señá Remigia, ¿no quere que le hagamos alguna lucha?

Señá Remigia, desnuda arriba de la cintura, tiende sus brazos tendinosos y enjutos sobre la mano del metate y pasa y repasa su nixtamal.

—Pos quién sabe si no les cuadre —responde sin interrumpir la ruda tarea y casi sofocada—; ellos train su dotor y por eso…

—Señá Remigia —entra otra vecina doblando su flaco espinazo para franquear la puerta—, ¿no tiene unas hojitas de laurel que me dé pa hacerle un cocimiento a María Antonia?… Amaneció con el cólico…

Y como, a la verdad, sólo lleva pretexto para curiosear y chismorrear, vuelve los ojos hacia el rincón donde está el enfermo y con un guiño inquiere por su salud.

Señá Remigia baja los ojos para indicar que Demetrio está durmiendo…

—Ande, pos si aquí está usté también, señá Pachita…, no la había visto…

—Güenos días le dé Dios, ña Fortunata… ¿Cómo amanecieron?

—Pos María Antonia con su “superior”… y, como siempre, con el cólico…

En cuclillas, pónese cuadril a cuadril con señá Pachita.

—No tengo hojas de laurel, mi alma —responde señá Remigia suspendiendo un instante la molienda; aparta de su rostro goteante algunos cabellos que caen sobre sus ojos y hunde luego las dos manos en un apaste, sacando un gran puñado de maíz cocido que chorrea una agua amarillenta y turbia—. Yo no tengo; pero vaya con señá Dolores: a ella no le faltan nunca yerbitas.

—Ña Dolores dende anoche se jue pa la cofradía. A sigún razón vinieron por ella pa que juera a sacar de su cuidado a la muchachilla de tía Matías.

—¡Ande, señá Pachita, no me lo diga!…

Las tres viejas forman animado corro y, hablando en voz muy baja, se ponen a chismorrear con vivísima animación.

—¡Cierto como haber Dios en los cielos!…

—¡Ah, pos si yo jui la primera que lo dije: “Marcelina está gorda y está gorda”! Pero naiden me lo quería creer…

—Pos pobre criatura… ¡Y pior si va resultando con que es de su tío Nazario!…

—¡Dios la favorezca!…

—¡No, qué tío Nazario ni qué ojo de hacha!… ¡Mal ajo pa los federales condenados!…

—¡Bah, pos aistá otra enfelizada más!…

El barullo de las comadres acabó por despertar a Demetrio.

Asilenciáronse un momento, y a poco dijo señá Pachita, sacando del seno un palomo tierno que abría el pico casi sofocado ya:

—Pos la mera verdá, yo le traiba al siñor estas sustancias…, pero sigún razón está en manos de médico…

—Eso no le hace, señá Pachita…; es cosa que va por juera…

—Siñor, dispense la parvedá…; aquí le traigo este presente —dijo la vejarruca acercándose a Demetrio—. Pa las morragias de sangre no hay como estas sustancias…

Demetrio aprobó vivamente. Ya le habían puesto en el estómago unas piezas de pan mojado en aguardiente, y aunque cuando se las despegaron le vaporizó mucho el ombligo, sentía que aún le quedaba mucho calor encerrado.

—Ande, usté que sabe bien, señá Remigia —exclamaron las vecinas.

De un otate desensartó señá Remigia una larga y encorvada cuchilla que servía para apear tunas; tomó el pichón en una sola mano y, volviéndolo por el vientre, con habilidad de cirujano lo partió por la mitad de un solo tajo.

—¡En el nombre de Jesús, María y José! —dijo señá Remigia echando una bendición. Luego, con rapidez, aplicó calientes y chorreando los dos pedazos del palomo sobre el abdomen de Demetrio.

—Ya verá cómo va a sentir mucho consuelo…

Obedeciendo las instrucciones de señá Remigia, Demetrio se inmovilizó encogiéndose sobre un costado.

Entonces señá Fortunata contó su cuita. Ella le tenía muy buena voluntad a los señores de la revolución. Hacía tres meses que los federales le robaron su única hija, y eso la tenía inconsolable y fuera de sí.

Al principio de la relación, la Codorniz y Anastasio Montañés, atejonados al pie de la camilla, levantaban la cabeza y, entreabierta la boca, escuchaban el relato; pero en tantas minucias se metió señá Fortunata, que a la mitad la Codorniz se aburrió y salió a rascarse al sol, y cuando terminaba solemnemente: “Espero de Dios y María Santísima que ustedes no han de dejar vivo a uno de estos federales del infierno”, Demetrio, vuelta la cara a la pared, sintiendo mucho consuelo con las sustancias en el estómago, repasaba un itinerario para internarse en Durango, y Anastasio Montañés roncaba como un trombón.

X

—¿Por qué no llama al curro pa que lo cure, compadre Demetrio? —dijo Anastasio Montañés al jefe, que a diario sufría grandes calosfríos y calenturas—. Si viera, él se cura solo y anda ya tan aliviado que ni cojea siquiera.

Pero Venancio, que tenía dispuestos los botes de manteca y las planchuelas de hilas mugrientas, protestó:

—Si alguien le pone mano, yo no respondo de las resultas.

—Oye, compa, ¡pero qué dotor ni qué naa eres tú!… ¿Voy que ya hasta se te olvidó por qué viniste a dar aquí? —dijo la Codorniz.

—Sí, ya me acuerdo, Codorniz, de que andas con nosotros porque te robaste un reloj y unos anillos de brillantes —repuso muy exaltado Venancio.

La Codorniz lanzó una carcajada.

—¡Siquiera!… Pior que tú corriste de tu pueblo porque envenenaste a tu novia.

—¡Mientes!…

—Sí; le diste cantáridas pa…

Los gritos de protesta de Venancio se ahogaron entre las carcajadas estrepitosas de los demás.

Demetrio, avinagrado el semblante, les hizo callar; luego comenzó a quejarse, y dijo:

—A ver, traigan, pues, al estudiante.

Vino Luis Cervantes, descubrió la pierna, examinó detenidamente la herida y meneó la cabeza. La ligadura de manta se hundía en un surco de piel; la pierna, abotagada, parecía reventar. A cada movimiento, Demetrio ahogaba un gemido. Luis Cervantes cortó la ligadura, lavó abundantemente la herida, cubrió el muslo con grandes lienzos húmedos y lo vendó.

Demetrio pudo dormir toda la tarde y toda la noche. Otro día despertó muy contento.

—Tiene la mano muy liviana el curro —dijo.

Venancio, pronto, observó:

—Está bueno; pero hay que saber que los curros son como la humedad, por dondequiera se filtran. Por los curros se ha perdido el fruto de las revoluciones.

Y como Demetrio creía a ojo cerrado en la ciencia del barbero, otro día, a la hora que Luis Cervantes lo fue a curar, le dijo:

—Oiga, hágalo bien pa que cuando me deje bueno y sano se largue ya a su casa o adonde le dé su gana.

Luis Cervantes, discreto, no respondió una palabra.

Pasó una semana, quince días; los federales no daban señales de vida.