Mientras se ocupaba en componer asientos de madera carcomida cubriéndolos con hojas para Rubén y el hijo, su voz danzaba por el sombrío bosque al compás de una tonada que había aprendido en la juventud. La tosca melodía, creación de un bardo que no alcanzó la fama, se refería a una noche de invierno en una cabaña en la frontera, en la que, protegida de incursiones salvajes por la nieve apilada, la familia se reunía llena de contento junto al fuego. La canción poseía el anónimo encanto del pensamiento que no se tomó en préstamo, pero en particular había tres o cuatro versos repetidos que fulguraban aparte de los otros como las llamas del hogar cuyos placeres celebraban. En ellos, con la magia de unas pocas y sencillas palabras, el poeta había infundido la mismísima esencia del amor doméstico y la dicha hogareña. Eran al mismo tiempo poesía y retrato. Mientras Dorcas cantaba, las paredes del hogar abandonando volvían a rodearla; ya no veía más los tristes pinos ni escuchaba el viento que, al iniciarse cada verso, soplaba gravemente entre las ramas y que se extinguía con un sordo quejido por el peso de aquella tonada. La espabiló el estallido de un arma en las cercanías; y el sonido repentino, o bien su soledad junto a la hoguera, la hizo temblar violentamente. Al momento siguiente echó a reír con el orgullo de un corazón materno.

—¡Mi hermoso cazador! ¡Mi niño ha matado un venado! —exclamó, recordando que Cyrus había salido en la dirección de donde procedió el disparo.

Esperó un rato prudente a que se oyeran los ligeros pasos de su hijo, saltando por la crujiente hojarasca para contarle de su éxito. Pero él no aparecía, de modo que envió en su busca un alegre llamado entre los árboles.

—¡Cyrus, Cyrus!

Todavía demoraba en llegar, así que, puesto que la detonación parecía haber venido de muy cerca, decidió ir a buscarlo en persona. Además, podría necesitar su ayuda para traer la carne de venado que, en su ilusión, había conseguido. Partió pues, dirigiendo los pasos por el sonido recordado y cantando al andar para que el muchacho se percatara de su aproximación y corriera a su encuentro. Detrás de cada árbol y en cada escondrijo entre los matorrales esperaba toparse el rostro de su hijo, riendo con la malicia juguetona que nace del cariño. El sol ahora se había puesto tras el horizonte y la luz mortecina que se filtraba entre las hojas bastaba para conjurar múltiples espejismos en su acuciosa fantasía. Varias veces le pareció ver su cara borrosa atisbando entre el follaje; y en una ocasión le pareció que él le hacía señas al pie de un peñasco. Pero al fijar la mirada en aquella figura descubrió que no era más que el tronco de un roble orlado hasta el suelo de ramitas, una de las cuales sobresalía entre las otras y era mecida por la brisa. Bordeando la base de la roca se encontró de pronto al lado de su esposo, que había llegado por otro lado. Apoyado en la culata del mosquete, cuya boca apuntaba contra las hojas secas, parecía absorto en la contemplación de un objeto a sus pies.

—¿Qué es esto, Rubén? ¿Mataste un venado y te dormiste sobre él? —exclamó Dorcas, riendo con alegría tras dar una ojeada superficial a su postura y su semblante.

Él no se movió ni volvió sus ojos hacia ella; y un temor escalofriante, vago en su origen y en su objeto, comenzó a helarle la sangre en las venas. Entonces se dio cuenta de que la cara de su esposo mostraba una palidez cadavérica y de que sus rasgos estaban tiesos, como si no pudieran asumir Los mejores cuentos una expresión distinta del terrible desespero que había cuajado en ellos. No daba la menor muestra de haber notado su llegada.

—¡Por amor al cielo, Rubén, háblame! —gritó Dorcas; y el extraño sonido de su propia voz la asustó más que el silencio total.

Su marido reaccionó, la miró a la cara, la condujo al frente de la roca y señaló con el dedo.

¡Ay, allí yacía el muchacho, dormido, pero no soñando, sobre las hojas secas del bosque! La mejilla descansando en el brazo; los rizos echados hacia atrás, despejada la frente; los miembros levemente relajados. ¿Lo había rendido un súbito cansancio? ¿Lo iría a despertar la voz de la madre? Pero ella sabía que se trataba de la muerte.

—Esta piedra anchurosa es la lápida de tu sangre cercana, Dorcas —dijo su esposo—. Verterás tus lágrimas al mismo tiempo por tu padre y tu hijo.

Ella no lo escuchó. Profiriendo un alarido desgarrado que parecía venir de las profundidades de su alma doliente, perdió el sentido y se desplomó al lado de su muchacho muerto. En ese instante la rama marchita del roble se desprendió en el aire quieto y cayó hecha pedazos en la roca, en las hojas, en Rubén, en la mujer y el hijo, en los huesos de Roger Malvin. Y fue así que se abrió el corazón de Rubén y brotaron las lágrimas como agua de una piedra. El desdichado adulto vino a pagar la promesa hecha por el joven herido. Reparó su pecado… se había levantado la maldición que pesaba sobre él. En la misma hora en que derramó sangre más preciada que la propia, una oración, la primera en años, subió al cielo salida de los labios de Rubén Bourne.

El joven Goodman Brown

El joven Goodman[1] Brown salió a la calle de la aldea de Salem cuando el sol se ponía. Pero después de cruzar el umbral introdujo de nuevo la cabeza para cambiar besos de despedida con su reciente esposa. Y Fe, como tan apropiadamente se llamaba, sacó a su vez su linda cabecita, permitiendo que el viento jugara con las cintas rosadas de la cofia mientras llamaba a Goodman Brown.

—Corazón mío —susurró suavemente y con un dejo de tristeza cuando sus labios le rozaron la oreja—, te suplico que postergues el viaje hasta la madrugada y que esta noche duermas en tu cama. A una mujer cuando se queda sola la perturban tales sueños y tales pensamientos, que a veces tiene miedo de sí misma.