levantadlo... ponga eso en su pipa... el aroma... ¡maldita canalla!

Y con esta larga ristra de entrecortadas frases, pronunciadas con extraordinaria volubilidad, el extraño personaje se encaminó hacia la sala de espera de viajeros, seguido de cerca por Mr. Pickwick y sus discípulos.

—¡Mozo! —gritó el raro personaje, tirando de la campanilla con tremenda violencia—, ponga copas... aguardiente y agua, caliente y fuerte, y dulce, y mucho... ¿El ojo magullado, sir? ¡Mozo!, bistec crudo para el ojo del caballero...; nada como el bistec crudo para las erosiones, sir; el frío de un farol, muy bueno; pero un farol, no es posible... ¡Hay que ver pasarse media hora en la calle y pegar el ojo contra la columna del farol!... ¡Eh, muy bien! ¡Ah, ah!

Y el desconocido, sin tomar resuello, se echó de un trago como media pinta del líquido espumante y se repantigó en la silla tranquilamente, como si nada hubiera pasado.

En tanto que sus tres compañeros se ocupaban en expresar su gratitud al nuevo amigo, Mr. Pickwick examinaba el indumento y catadura de aquél.

Era de una estatura mediana; mas lo escurrido de su cuerpo y la largura de sus piernas dábanle apariencias de una altura mayor. La verde cazadora debía de haber sido una prenda elegante por los días en que se usaban largos faldones; mas era evidente que había servido a un hombre más bajo que el desconocido, pues las deterioradas y sucias mangas no llegaban a cubrirle las muñecas. Hallábase estrechamente abotonada hasta la barbilla, con riesgo inminente de estallar por la espalda, y un viejo trapo sin la menor forma de corbata rodeábale el cuello. Los raquíticos y negros pantalones mostraban aquí y allá ese reluciente brillo que pregona un uso prolongado, y ceñíanse estrechamente sobre un par de remendados y manchadísimos zapatos, como proponiéndose ocultar un par de medias blancas e impulcras que, no obstante, se veían perfectamente. Sus largos y negros cabellos se escapaban en ondas negligentes a cada lado del viejo sombrero de alas vueltas, y entre los bordes de los guantes y las bocamangas percibíanse las muñecas. Su rostro era enjuto y hosco, y un aire indescriptible de aviesa impudencia, junto con el de un perfecto dominio de sí mismo, envolvían al individuo.

Tal era el personaje que Mr. Pickwick contemplaba a través de sus anteojos (dichosamente recuperados), y al que, luego que sus amigos se hubieron cansado de hacerlo, comenzó a significar en términos selectos su agradecimiento por el reciente auxilio.

—De nada —dijo el desconocido, atajando rápido el cumplimiento—; basta... nada más; buen mozo ese cochero... bien manejaba sus cinco; pero yo que su amigo el de la chaqueta verde... que me ahorquen... si no le aplasto la cabeza... no dice ni pío... también al panadero... de fijo.

Esta incoherente arenga fue interrumpida por la entrada del cochero de Rochester, anunciando que iba a partir el Comodoro.

—¡El Comodoro! —dijo el intruso saltando de su asiento—. Mi coche... plaza tomada... una de exterior... dejo que paguen ustedes el aguardiente y el agua... no hay cambio para uno de cinco... mala moneda... la más baja de Brummagem...