Manos a la obra, Sam.
Y, vociferando alegremente, se agregaron al grupo.
—¿Qué es ello, Sam? —preguntó un caballerete con mangas de percal negro.
—¿Cómo que qué es ello? –replicó el cochero–. ¿Para qué quería mi número?
—Yo no quería su número –contestó Mr. Pickwick sin salir de su estupefacción.
—Entonces, ¿para qué lo ha tomado usted? –le interrogó el cochero.
—¡Pero si no lo he tomado! –gritó indignado Mr. Pickwick.
—¿Querréis creer –continuó el cochero, dirigiéndose al público–, querréis creer que un investigador va en un coche y no sólo apunta el número del cochero sino cada palabra que dice?
Un rayo de luz brilló en la mente de Mr. Pickwick: se trataba del cuaderno de notas.
—¿Pero hizo eso? –preguntó otro cochero.
—Claro que lo hizo –replicó el primero–. Y luego, a prevención de que yo le atacara, tiene tres testigos para declarar contra mí. Pero le voy a dar, aunque me cueste seis meses. ¡Vamos!
Y el cochero arrojó su sombrero al suelo, con notorio menosprecio de la prenda, arrancó los lentes a Mr. Pickwick y siguió el ataque con un puñetazo en la nariz a Mr. Pickwick, otro en un ojo a Mr. Snodgrass y, por variar, un tercero, en el vientre, a Mr. Tupman; luego empezó a maniobrar bailando en el arroyo; volvió a la acera y, por fin, extrajo del pecho de Mr. Winkle el poco aire que le quedaba; todo en media docena de segundos.
—¿Dónde habrá un policía? –preguntó Mr. Snodgrass.
—Ponedlos bajo las mangas –sugirió un vehemente panadero.
—¡Tendréis que sentir por esto! –amenazó Mr. Pickwick.
—¡Soplones! –gritó la concurrencia.
—¡Vamos! –gritó el cochero, que no había cesado en todo el tiempo de agitar sus puños.
El público allí reunido, que hasta entonces había permanecido como mero espectador de la escena, al enterarse de que los pickwickianos eran confidentes del fisco comenzó a encarecer rápidamente la conveniencia de apoyar la proposición del ardoroso panadero; y no hay que decir los actos de agresión personal que se hubieran cometido a no ser porque la trifulca quedó repentinamente interrumpida por la llegada de un nuevo personaje.
—¿Qué juerga es ésta? —preguntó un joven más bien alto, con verde cazadora, que emergió de improviso ante la cochera.
—¡Soplones! –gritó de nuevo la concurrencia.
—¡No somos tal cosa! —rugió Mr. Pickwick en un tono que hubiera llevado la convicción a cualquier circunstante desapasionado.
—¿No lo son ustedes... no lo son? –dijo el muchacho, dirigiéndose a Mr. Pickwick y abriéndose paso entre la multitud por el infalible sistema de separar a codazos a los elementos componentes de ella.
El docto caballero explicó en breves y apresuradas palabras la realidad del caso.
—Vengan, pues —dijo el de la verde cazadora, cargando casi a viva fuerza con Mr. Pickwick y charlando sin cesar—. Ea, número novecientos veinticuatro, recoja su servicio y márchese... Respetables señores... le conozco bien... imprudencias... Sir, ¿y sus amigos? ... Un error, ya se ve... no preocuparse... cosas que ocurren... hasta en las mejores familias... no hay que hablar de morir... un contratiempo...
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