He mandado preparar las dos mejores embarcaciones de nuestra flota, reforzándolas con dos gruesas espingardas.
— ¿Y los hombres?
—Todas las bandas están formadas en la playa, con sus respectivos capitanes. No tendrás más que escoger a las mejores.
—Gracias, Yáñez.
—No me des las gracias, Sandokán, quizá haya preparado tu ruina.
—No temas, hermano mío; las balas tienen miedo de mí.
—Sé prudente, muy prudente.
—Lo seré y te prometo que en cuanto haya visto a esa joven volveré aquí.
— ¡Condenada mujer! Estrangularía al pirata que la vio por primera vez y te habló de ella.
—Vamos, Yáñez.
Atravesaron una explanada defendida por grandes baluartes, terraplenes y fosos profundos, y armada de gruesas piezas de artillería, y llegaron a la orilla de la bahía, en medio de la cual flotaban doce o quince veleros, de los llamados praos.
Delante de una larga hilera de cabañas y de sólidos edificios, que parecían almacenes, trescientos hombres estaban perfectamente alineados, en espera de una orden cualquiera para arrojarse a los barcos, como una legión de demonios, y llevar el terror a todos los mares de Malasia. ¡Qué hombres y qué tipos!
Había malayos, de estatura más bien baja, vigorosos y ágiles como monos, cara cuadrada y huesuda, color oscuro, hombres famosos por su audacia y ferocidad. Los había de Batjan, de color aún más oscuro, conocidos por su afición a la carne humana, aunque dotados de una civilización relativamente avanzada; de dayako, isla próxima a Borneo, de alta estatura, bellos rasgos, célebres por sus estragos, que les valieron el título de «cortadores de cabezas»; de Siam, con su rostro romboidal y ojos con reflejos amarillentos; de Cochinchina, de color amarillo y con la cabeza adornada por una cola desmesurada; había también indios, buquineses, javaneses, tagalos de Filipinas y, en fin, negritos con sus enormes cabezas y rasgos repelentes.
Al aparecer el Tigre de Malasia, un bramido recorrió la larga fila de piratas; todos los ojos parecieron incendiarse y todas las manos empuñaron las armas.
Sandokán echó una mirada complacida a sus tigres, como le gustaba llamarlos, y dijo:
—Patán, acércate.
Un malayo de alta estatura, poderosos miembros y color aceitunado, vestido con una simple falda roja adornada de plumas, avanzó con ese balanceo típico de los hombres de mar.
— ¿Con cuántos hombres cuenta tu banda? —le preguntó.
—Cincuenta, Tigre de Malasia.
— ¿Todos buenos?
—Todos sedientos de sangre.
—Embárcalos en aquellos dos praos y deja la mitad al javanés Giro-Batol.
— ¿Y adónde vamos?
Sandokán le lanzó una mirada que lo hizo estremecerse por su imprudencia, aunque era uno de esos hombres que se ríen de la metralla.
—Obedece sin rechistar, si quieres seguir viviendo —le dijo Sandokán.
El malayo se alejó rápidamente, llevándose tras él su banda, compuesta de hombres valerosos hasta la locura, y que a una señal de Sandokán no habrían dudado en saquear el mismísimo sepulcro de Mahoma, aunque eran todos mahometanos.
—Vamos, Yáñez —dijo Sandokán, cuando vio que todos estaban embarcados.
Estaban a punto de llegar a la playa, cuando fueron alcanzados por un feo negro de enorme cabeza, con manos y pies de una grandeza desproporcionada, un verdadero campeón de aquellos horribles negritos que podían encontrarse en el interior de casi todas las islas de Malasia.
— ¿Qué quieres y de dónde vienes, Kili-Dalú? —le preguntó Yáñez.
—Vengo de la costa meridional —contestó el negrito, respirando afanosamente.
— ¿Y qué nos traes?
—Una buena nueva, jefe blanco; he visto un gran junco que navegaba hacia las islas Romades.
— ¿Iba cargado?
—Sí, Tigre.
—Está bien; dentro de tres horas caerá en mi poder.
— ¿Y después irás a Labuán?
—Directamente, Yáñez.
Se detuvieron ante una soberbia ballenera, montada por cuatro malayos.
—Adiós, hermano —dijo Sandokán, abrazando a Yáñez.
—Adiós, Sandokán. Cuidado con hacer locuras.
—No temas, seré prudente.
—Adiós, y que tu buena estrella te proteja.
Sandokán saltó a la ballenera, y en pocas paladas se acercó a los praos, que estaban desplegando sus inmensas velas. Desde la playa se alzó un inmenso grito:
— ¡Viva el Tigre de Malasia!
—Vámonos —ordenó el pirata dirigiéndose a las dos tripulaciones.
Levaron anclas las dos escuadras de demonios, color verde aceituna o amarillo sucio, y las dos embarcaciones, dando dos bordadas, se lanzaron a alta mar, resoplando sobre las azules olas del mar malayo.
— ¿Ruta? —preguntó Patán a Sandokán, que se había puesto al mando del barco mayor.
— ¡Directos a las islas Romades! —contestó el jefe. Después, dirigiéndose a las tripulaciones, gritó:
— ¡Tigres, abrid bien los ojos; tenemos que saquear un junco!
El viento, que soplaba del sudoeste, era bueno, y el mar, ligeramente picado, no oponía resistencia al curso de los dos barcos, que en poco tiempo alcanzaron una velocidad superior a los doce nudos, velocidad realmente poco común en los barcos de vela, pero no extraordinaria para los barcos malayos, que llevan velas inmensas y son de casco estrechísimo y ligero.
Los dos barcos con los que el tigre iba a empezar la audaz empresa no eran dos verdaderos praos, los cuales ordinariamente son pequeños y sin puente.
Sandokán y Yáñez, que en lo tocante a cosas del mar no tenían rival en toda Malasia, habían modificado todos sus veleros para atacar con ventaja a las naves que perseguían.
Habían conservado las inmensas velas, cuya longitud alcanzaba los cuarenta metros, e igualmente los mástiles, gruesos pero dotados de cierta flexibilidad, y los cabos de fibra de gamut y de rotang, más resistentes que las maromas y más fáciles de encontrar. En cambio, habían dado a los cascos mayores dimensiones, una forma más esbelta a la quilla, y a la proa una solidez a toda prueba.
Además, en todos los barcos habían construido un puente y abierto agujeros en los costados para los remos; habían eliminado uno de los dos timones que llevaban los praos y suprimido los balancines para que no pudieran dificultar los abordajes.
A pesar de que los dos praos se encontraban aún a una gran distancia de las islas Romades, hacia las cuales se suponía que se dirigía el junco descubierto por Kili-Dalú, apenas se corrió la noticia de la presencia de aquel barco, los piratas pusieron enseguida manos a la obra, para poder estar prestos para el combate.
Los dos cañones y las dos gruesas espingardas fueron cargados con el máximo cuidado; dispusieron en el puente una gran cantidad de balas y granadas para lanzarlas a mano, y luego fusiles, hachas, sables de abordaje, y colocaron en la borda los garfios de abordaje para lanzarlos sobre las jarcias del buque enemigo. Hecho esto, aquellos demonios, cuyas miradas ya se encendían de ardiente deseo, se pusieron en observación, unos sobre las batayolas, otros sobre los flechaste y otros a horcajadas sobre las vergas todos ansiosos de descubrir el junco, que prometía un rico saqueo, pues tales naves procedían ordinariamente de los puertos de China.
También Sandokán parecía participar de la ansiedad y excitación de sus hombres. Caminaba de proa a popa con paso nervioso, escudriñando la inmensa extensión de agua y apretando con una especie de rabia la empuñadura de oro de su espléndida cimitarra.
A las diez de la mañana Mompracem desaparecía en el horizonte, pero el mar seguía desierto.
Ni un escollo a la vista, ni una columna de humo que indicase la presencia de un piróscafo, ni un punto blanco que señalase la proximidad de algún velero.
Una viva impaciencia empezaba a adueñarse de la tripulación de los dos barcos: los hombres subían y bajaban de los aparejos maldiciendo, artillaban las baterías con fusiles y hacían destellar las relucientes hojas de sus kriss envenenados y de las cimitarras.
De pronto, poco después del mediodía, desde lo alto del palo mayor se oyó una voz:
— ¡Eh! ¡Alerta a sotavento!
Sandokán interrumpió su paseo. Lanzó una rápida mirada sobre el puente de su propio barco, otra sobre el mandado por Giro-Batol; y luego ordenó:
— ¡Tigres! ¡A vuestros puestos de combate!
En menos tiempo de lo que se tarda en decirlo, los piratas que habían subido a los palos bajaron a cubierta, ocupando sus puestos asignados.
—Araña de Mar —dijo Sandokán, volviéndose hacia el hombre que había quedado de vigía en el mástil—. ¿Qué ves?
—Una vela, Tigre.
— ¿Es un junco?
—Es la vela de un junco, sin lugar a dudas.
—Hubiera preferido un barco europeo —murmuró Sandokán, frunciendo el ceño—. Ningún odio me empuja contra los hombres del Celeste Imperio. Pero quién sabe…
Reemprendió el paseo y no volvió a hablar.
Pasó una media hora, durante la cual los dos praos ganaron cinco nudos. Luego, volvió a oírse la voz de Araña de Mar.
— ¡Capitán, es un junco! —gritó—. Tened cuidado, porque nos ha divisado y está cambiando de rumbo.
— ¡Ah! —Exclamó Sandokán—. ¡Eh, Giro-Batol! Maniobra de forma que le impidas la huida.
Los dos barcos se separaron y, describiendo un amplio semicírculo, se dirigieron con todas las velas desplegadas al encuentro del barco mercante.
Era esta una de esas pesadas embarcaciones llamadas juncos, de forma burda y de dudosa solidez, utilizadas en los mares de China.
En cuanto se percató de la maniobra de los dos barcos sospechosos, contra los cuales no podía competir en velocidad, el junco se paró enarbolando un gran estandarte.
Al ver el estandarte, Sandokán dio un salto hacia adelante.
—La bandera del rajá Brooke, el exterminador de los piratas —gritó, con un indescriptible acento de odio—. ¡Tigres! ¡Al abordaje! ¡Al abordaje!…
Un alarido salvaje, feroz, estalló en las dos tripulaciones, las cuales no ignoraban la fama del inglés James Brooke, que se había convertido en rajá de Sarawak, y era enemigo despiadado de los piratas: un gran número de ellos había caído bajo sus golpes.
Patán, de un salto, alcanzó el cañón mientras los demás apuntaban la espingarda y armaban las carabinas.
— ¿Empiezo?
—Sí, pero no desperdicies la bala.
— ¡Está bien!
De pronto, una detonación retumbó a bordo del junco y una bala de pequeño calibre pasó con un agudo silbido a través de las velas.
Patán se agachó sobre su cañón e hizo fuego; el efecto fue inmediato: el palo mayor del junco, roto por la base, osciló violentamente hacia adelante y hacia atrás y cayó sobre cubierta, con las velas y todos los cordajes. A bordo del desafortunado junco se vio a algunos hombres correr al costado del barco y después desaparecer.
— ¡Mira, Patán! —gritó Araña de Mar.
Un pequeño bote, montado por seis hombres, se alejaba del junco y huía hacia las Romades.
— ¡Ah! —Exclamó Sandokán con ira—. ¡Hay hombres que huyen en lugar de luchar!
— ¡Patán, haz fuego sobre esos cobardes!
El malayo disparó a flor de agua una carga de metralla que destrozó el bote, fulminando a todos los que iban en él.
— ¡Bravo, Patán! —Gritó Sandokán—. Y ahora, déjame ese barco raso como una barcaza, pues veo aún sobre él una numerosa tripulación. ¡Después lo enviaremos a reparar a los arsenales del rajá, si los tiene!
Los dos barcos corsarios reemprendieron la infernal música, lanzando balas, granadas y ráfagas de metralla hacia el pobre barco, destrozando el palo del trinquete y desfondando las amuras y los costados, reduciendo su maniobrabilidad y matando a sus marineros, que se defendían desesperadamente a tiros de fusil.
— ¡Bravos! —Exclamó Sandokán, que admiraba el valor de los pocos hombres que habían quedado en el junco—. ¡Tirad, tirad aún contra nosotros! ¡Sois dignos de combatir contra el Tigre de Malasia!
Los barcos de Mompracem, cubiertos de espesa nube de humo, en medio de la cual relampagueaba la artillería, se iban acercando, poco a poco, al junco y en contados instantes estaban colocados, uno a babor y otro a estribor de la nave atacada.
— ¡Barra a sotavento! —gritó Sandokán.
Su prao abordó al junco por babor y de inmediato los piratas arrojaron los garfios y amarraron así ambos buques.
— ¡Al asalto, tigres! —bramó el terrible pirata.
Se recogió sobre su cuerpo como un tigre que se dispone a dar el salto sobre su presa y en momentos en que iba a precipitarse sobre la borda del junco una mano poderosa lo detuvo; se volvió lanzando un alarido, mas el hombre que había osado detenerlo, se adelantó de un brinco y le cubrió con su cuerpo.
— ¡Tú, Araña de mar! —gritó Sandokán levantando sobre él su cimitarra, pero en ese preciso instante partió del junco un tiro de fusil y el pobre Araña cayó fulminado a sus pies.
— ¡Ah, gracias mi tigre! ¡Me has salvado!
Se encaramó seguidamente sobre un cañón y dando un gran salto cayó sobre la cubierta del junco, precipitándose al fiero combate que ya se había entablado allí.
Casi toda la tripulación enemiga se lanzó hacia Sandokán para cerrarle el paso.
— ¡A mí, tigres! —gritó.
Una quincena de piratas, encaramándose por el cordaje del prao cayeron sobre la cubierta del junco en ayuda de su capitán, en tanto que la nave de Giro-Batol, en ese momento, lanzaba los grampines de abordaje y su gente caía sobre el buque del rajah por la amura de estribor.
— ¡Rendíos! —intimó Sandokán a la tripulación del junco. Al ver la nave invadida por todas partes y comprendiendo que la resistencia era ya inútil, una veintena de hombres arrojaron las armas sobre la cubierta.
— ¿Quién es el capitán? —preguntó Sandokán.
—Yo —contestó un chino, y se adelantó temblando.
—Eres un valiente y tus hombres son dignos de ti —dijo Sandokán—. ¿Adónde vais?
—A Sarawak.
Una profunda arruga se dibujó en la amplia frente del pirata.
— ¡Ah! —Exclamó con voz ronca—. Vas a Sarawak. ¿Y qué hace el rajá Brooke, el exterminador de los piratas?
—No lo sé, porque falto de Sarawak desde hace varios meses.
—No importa, pero le dirás que un día iré a echar el ancla a su bahía y que allí esperaré sus barcos. ¡Y veremos si el exterminador de los piratas será capaz de vencer a los míos!
Después se arrancó del cuello una hilera de diamantes de trescientas o cuatrocientas mil liras de valor y, ofreciéndosela al capitán del junco, dijo:
—Tómalos, valiente. Siento haberte destrozado el junco, pero con estos diamantes podrás comprarte otros diez.
—Pero ¿quién sois vos? —preguntó el capitán, estupefacto.
Sandokán se le acercó y, poniéndole las manos en los hombros, le dijo:
—Mírame bien, yo soy el Tigre de Malasia.
Y luego, antes de que el capitán y sus marineros pudieran reponerse de su asombro y terror, Sandokán y sus piratas ya habían vuelto a sus barcos.
— ¿Ruta? —preguntó Patán.
El Tigre levantó el brazo indicando hacia el este; luego, con voz metálica, en la que se notaba una gran vibración, gritó:
— ¡Tigres, a Labuán! ¡A Labuán!
III. El crucero
Después de haber abandonado el desarbolado y hendido junco, que sin embargo no corría peligro de irse a pique, al menos por el momento, los dos barcos de presa reemprendieron el curso hacia Labuán, la isla habitada por aquella joven de los cabellos de oro, a la que Sandokán quería ver a toda costa.
El viento se mantenía al noroeste y era bastante fresco; el mar seguía tranquilo, favoreciendo el curso de los dos praos, que corrían a diez u once nudos por hora.
Sandokán, después de haber mandado limpiar el puente, arreglar las jarcias cortadas por las balas enemigas, arrojar al mar el cadáver de Araña y de otro pirata muerto de un balazo, y cargar los fusiles y las espingardas, encendió un espléndido narguile, procedente sin duda de algún bazar indio o persa, y llamó a Patán.
El malayo se apresuró a obedecer.
—Dime, malayo —dijo el Tigre, clavándole en el rostro dos ojos que infundían pavor—.
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